El velo azul. Fotógrafo anónimo de fines del siglo XIX |
El amor puede enfermar
Los árabes llamaban “mal de amor” a aquel enamoramiento que excede los límites normales, y al inducir patologías, debían ser atendidos por un médico. De hecho, un antiguo texto del siglo XII, narra la experiencia de Abū ‘Alī alHusayn ibn ‘Abd Allāh ibn Sīnā, mejor conocido por su nombre latinizado como Avicena (9801037), quien observó a un paciente cuyo pulso se aceleraba cuando escuchaba un nombre femenino. Al indagar que así se llamaba la mujer que amaba, descubrió el origen de la enfermedad, recetándole el matrimonio, con lo que el paciente curó (al menos en el tiempo cercano precisamente alrededor de la ceremonia).
Paralelamente en occidente, en plena Edad Media y mucho tiempo después, se discutió con toda seriedad el denominado “mal de amor” que daría lugar a un número indeterminado de pócimas, brebajes y hasta encantamientos ya sea para contrarrestarle o incluso, alentarlo. La ópera El elixir de amor, de Gaetano Donizetti (17971848), es una muestra clara de este fenómeno.
Pero hablar de amor como una patología o una experiencia intensa que nos puede conducir desde lo más excelso hasta lo más ruin de la naturaleza humana es tan difícil como poder definir el sentido de la vida. Me nace un deseo de transmitir la vivencia amorosa de los abuelos Rosalía y José, en una época en la que se cuidaba en extremo la conservación de la virginidad para entregarla a un individuo de características sociales, económicas, físicas (aunque no necesariamente intelectuales) que fuesen sobresalientes. Obviamente, como suele suceder, el afecto y el consecuente surgimiento del amor se les dieron en un plano totalmente distinto, con un pretendiente pobre y apenas carpintero. El caso es que un cruce de miradas que marcó una emoción inmediata provocó que los dos incipientes amantes se dieran cita en el molino cada mañana, a donde la abuela llevaba el maíz cocido (nixtamal) para hacer la masa de la que surgirían suculentas tortillas. Pero existía el problema de que no siempre se podía coincidir a una hora precisa. La inteligente Rosalía propuso que en el camino hacia el molino iba a dejar caer maíces al suelo y de regreso, bolitas de masa. Así lo hicieron por un tiempo, pero llegó el verano y con la estación, las aves migratorias, que en una madrugada tibia, acabaron con maíces y bolitas de masa. El abuelo José, no percibiendo los elementos de señalización supuso que su enamorada no había salido de su casa y esperó durante un tiempo tan prolongado que, desesperado lo llevó a imaginar que algo le había sucedido a su hermosa Rosalía. Corrió a su casa y con golpes en la puerta de desesperación preguntando cómo estaba la dueña de sus sueños, fue descubierta esa relación licenciosa, disoluta, libertina y definitivamente inmoral. La prohibición de verse condicionó un encierro que casi provoca una peligrosa anorexia con desnutrición grave en ella, mientras el abuelo, expuesto a las inclemencias del tiempo, corrió el riesgo de adquirir una buena neumonía. Viendo que nada podía evitar el patológico enamoramiento, les permitieron la relación solamente a través de un balcón que culminó con el casamiento y nada más ni nada menos que la gestación de nueve hijos vivos y a decir de la abuela, “tres malos”.
Las relaciones actuales se han modificado mucho. Se habla del amor en términos de neurotransmisores, hormonas y efectos ambientales o inducciones psicológicas. Los maíces en forma de nixtamal y las bolitas de masa que los abuelos utilizaron para “enviarse mensajes” ahora tienen diversas formas de presentación por todos conocidas como Facebook, Twitter, Messenger o Skipe. Se ha roto el antiguo cortejo poético y el galanteo; hoy se da en bares con alcohol y drogas de por medio. Por supuesto es más rápido y sin protocolos vincularse amorosamente, con una libre expresión de amor independientemente del género. Lo que antes era denominado “desviación” o “perversión” sexual, en la actualidad ha tomado el nombre de parafilia, donde se ubican conductas como la abasiofilia (excitación por personas con alguna discapacidad); la acrotomofilia (atracción sexual con personas amputadas) o la misofilia (excitación con la ropa sucia). La lista es muy larga y habrá quienes se sorprendan de que no se mencione al homosexualismo, la masturbación o el sexo oral en estas conductas que aunque parezca increíble, siguen siendo un tabú.
Pero los peligros del amor llegan a ser mortales, por ejemplo en la práctica de la asfixia erótica o hipoxifilia, en la que la disminución de oxígeno a nivel cerebral tiene un efecto de estimulación que sobrepasa lo normal, pero con un altísimo riesgo de fallecer por ahogamiento.
Indudablemente nos hemos convertido en una sociedad extremadamente permisible; y no me refiero al hecho de que como parafilias se cataloguen prácticas a las que usualmente no estamos acostumbrados. En efecto, mientras en un vínculo sexual se establezcan acuerdos mutuos y no se provoquen daños, todo es válido. Sin embargo, el verdadero peligro gira en torno a la pusilanimidad social cuando, citando el tristemente célebre caso de la periodista Lydia Cacho, se acepte que en las altas esferas del poder se den casos de abusos sexuales en niños y como sociedad simplemente se hayan cruzado los brazos dejando todo para el olvido.
Tampoco podemos hacer a un lado la alta frecuencia de enfermedades de transmisión sexual, que alcanza niveles insospechadamente altos. Hablando en términos de infecciones, vincularse sexualmente con una persona promiscua es equivalente, desde un punto de vista epidemiológico, a haber tenido relaciones con todas y cada una de las parejas con las que se haya relacionado esa persona. Entonces se establece una red que nunca va a poder medirse realmente y solamente podremos vislumbrar un panorama poco alentador.
Por estas cuestiones y otras más, efectivamente el amor es peligroso, pero también constituye un elemento básico de subsistencia, como la guerra y también la paz. Por eso el escritor romano Pubilius Syrius (8543 antes de nuestra era) atinadamente escribió: In venere semper certat dolor et gaudium; que significa “en el amor luchan constantemente, el dolor y el placer”.