El vivir bien: entre la experiencia autónoma, la interpretación académica y los usos del Estado

En una remota región del Isoso chaqueño, en el territorio guaraní de Bolivia, la voz de un anciano mburubicha —capitán mayor en esta cultura— explicaba en la asamblea de su comunidad que para defender el YaikoKaviPave (el vivir bien); más que poseer un estatuto de autonomía reconocido por el gobierno y el estado plurinacional, se requería conservar y alimentar el Iyambae de la gran nación guaraní. Es decir, su autonomía real frente a cualquier poder político y económico; aquello que hacía al pueblo guaraní libre, sin dueño y fuerte para reconstituir su territorio ancestral y defender su antigua búsqueda de la tierra sin mal: allí donde la tierra es intacta y sin edificaciones, en donde existe la abundancia y la felicidad para todos, la tierra sin límites ni fronteras.

Por su parte, entre las voces de las mujeres mojeñas trinitarias que participaban en la novena marcha indígena por la defensa del Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Securé (TIPNIS), la idea del vivir bien que tanto ha propugnado el gobierno boliviano y ecuatoriano, instituciones internacionales de desarrollo, periodistas e intelectuales, tomaba forma cuando narraban su histórica búsqueda de la Loma Santa. Aquel retorno y defensa, en conjunto, de esos parajes y tierras altas del monte donde se podía vivir con abundancia y lejos de las presiones de los karayanas (voz con la que se refieren a los blancos y mestizos dueños de las haciendas, del sistema ganadero y de la explotación maderera).

La Loma Santa y la tierra sin mal son dos grandes horizontes utópicos movilizadores —y de varias formas míticos y esencialistas— que buscan la instauración de un orden social distinto que parte del respeto a las formas de vida, más que a la forzosa constitución de políticas públicas y la asistencia “modernizante” del estado y el mercado. A su vez, como lo sugiere Gabriela Canedo1, ambas concepciones son también ‘utopías cercadas’ que se enfrentan a la inevitable necesidad de defender sus concepciones de tierra y territorio frente y dentro del estado, luchando por espacios legales y políticos. Así como también desde sus márgenes, como prácticas concretas de autonomía frente a los sistemas extractivistas de las empresas estatales y transnacionales. El buen vivir, narran las comunidades originarias, se experimenta y vive, después se nombra.

Durante las deliberaciones de la asamblea constituyente ecuatoriana de 2008, en la ciudad de Montecristi, los asambleístas —algunos miembros de partidos políticos aliados y opositores al gobierno de Rafael Correa, otros líderes de los movimientos sociales indígenas—, aprobaron la incorporación del principio del sumakkawsay (buen vivir en kichua) al texto constitucional, como fundamento del régimen de desarrollo y como sustento de los derechos de ciudadanía. En otras palabras, el estado se transformó en el garante, y regulador, de que el buen vivir se logre en el país: “para la consecución del buen vivir, serán deberes generales del Estado”, entre otros, “dirigir, planificar y regular el proceso de desarrollo”, “producir bienes, crear y mantener infraestructura y proveer servicios públicos”, “impulsar el desarrollo de actividades económicas…” (art. 277). El buen vivir pasó de ser una experiencia y modo de vida, a una promesa institucionalizada por el estado.

En la ciudad boliviana de Sucre, durante las discusiones del nuevo texto constitucional, los asambleístas de las treinta y seis naciones y nacionalidades indígenas no lograron estar representados directamente bajo la palestra de sus propias organizaciones, sino bajo la determinación del partido oficial de gobierno: el MAS (Movimiento al Socialismo). Mientras que el Pacto de Unidad, que reunía a las principales organizaciones indígenas, originarias, campesinas y de colonizadores del país y que poseía su propia propuesta constitucional, no logró sostener el régimen de autonomía indígena que había consensado después de arduas asambleas deliberativas. Varias perspectivas sobre la idea del buen vivir quedaron contenidas en la constitución, en la voz aymara con el suma qamaña (vivir bien), en la voz quechua con el sumakkawsay (buen vivir) y en la guaraní con el ñandereko (vida armoniosa) y el tekokavi (vida buena), definidos como los “principios éticomorales de la sociedad plural”, pero reducidos al hecho de que sería la educación y el modelo económico los orientados a mejorar la vida y garantizar el vivir bien (art. 8.1 y 306.1).

Debe reconocerse que la incorporación de la perspectiva filosófica del buen vivir a los nuevos textos constitucionales de ambos países andinos, ha significado un importante avance del reconocimiento ‘formal’ de las cosmogonías de los pueblos originarios en el lenguaje políticode los emergentes estados plurinacionales. No obstante, el transcurso de los años postconstitucionales ha hecho que la discusión sobre el buen vivir se enfrente, en ocasiones, a un debate por su definición conceptual entre académicos, periodistas y ‘cientistas sociales’ que buscan compatibilizar ese sentir heterogéneo de las comunidades originarias, con el rimbombante paradigma de desarrollo postneoliberal.

Para ello, se han organizado crecientes foros, seminarios y ¡hasta posgrados académicos especializados en el buen vivir! La interrogante es si se trata de una recuperación y un aprendizaje de experiencias concretas que experimentan esa forma de vida armoniosa y de articulación plena con la naturaleza, o de una teorización abstracta que intenta interpretar una experiencia comunitaria local y permanece atrapada en la óptica del estado. Por otro lado, se encuentra la búsqueda de fórmulas de marketing político con las cuales los gobiernos (y diversas agencias de desarrollo) buscan el diseño de nuevas políticas públicas redistributivas, sostenidas en el ‘paradigma del buen vivir. En este sentido, no sorprendería que en meses futuros, instituciones como el Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo, se apropien del concepto como un eslogan de sus políticas desarrollistas.

Mientras el discurso sobre la ‘economía verde’, que prometía ser la novísima alternativa posmoderna ante los trastornos del cambio climático, evidencia sus persistentes fines de depredación,y de lavado de imagen de los países y grandes empresas responsables del aumento acelerado del calentamiento global, la instrumentalización del concepto de buen vivir se enfrenta a una paradójica situación. Los dos países que han constitucionalizado el concepto atraviesan un incongruente reforzamiento de su esquema extractivista2, y sus paradigmas de desarrollo definidos como postneoliberales no son forzosamente postdesarrollistas, ni postcapitalistas.

Este neoextractivismo, que se caracteriza por una mayor participación y regulación por parte del estado, está acompañado de un incremento en las regalías recibidas desde las empresas transnacionales y ha generado cambios en la redistribución de las ganancias de la extracción masiva de recursos naturales 3. Gran parte de estas ganancias son el sustento de las políticas redistributivas y programas sociales de los gobiernos andinos mencionados. No obstante, esto no ha significado el aumento de garantías por parte del estado a un fundamento esencial del buen vivir: el respeto a la autonomía y la consulta a las comunidades originarias para el desarrollo de proyectos extractivos. Lo que se ha convertido en el centro de las principales disputas entre las comunidades originarias y los gobiernos de Bolivia y Ecuador4.

Cabe preguntarse, por tanto, si el importante avance en el reconocimiento de los derechos de la naturaleza (justicia ecológica) y el derecho a un medio ambiente digno (justicia ambiental) como fundamento alternativo de organización social que impulsa la reflexión sobre el buen vivir, y su presencia en la nueva gramática constitucional de los estados plurinacionales, será un horizonte que supere los cercos de una utopía que ya se vivía, mucho antes de que hubiese sido nombrada, “interpretada” y usada por los académicos, los partidos políticos, las agencias de desarrollo y, por supuesto, el Estado.

Notas

1 Canedo, Gabriela, 2011, La Loma Santa: una utopía cercada, La Paz: Plural.

2 Según el Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina: [http://www.conflictosmineros.net/], Bolivia y Ecuador son los dos países andinos con menos proyectos mineros en la subregión (7 y 5 respectivamente, frente a 29 en Perú o 32 en Colombia). No obstante, la afección a comunidades indígenas va en aumento en los últimos años, debido a la legitimidad que los gobiernos actuales lograron al inicio de sus períodos y su consecuente capacidad de intervención en espacios que otros gobiernos neoliberales no hubiesen logrado.

3 Gudynas, Eduardo, 2011, “Debates sobre el desarrollo y sus alternativas en América Latina: Una breve guía heterodoxa”, en Más allá del desarrollo, Quito: Fundación Rosa Luxemburgo y AbyaYala.

4 En un reciente análisis, Gutiérrez y Salazar exponen el gran avance en el saneamiento de tierras en Bolivia (entre 2007 y 2009 —período previo a la vigencia de la nueva constitución—, fueron saneadas 31 millones de hectáreas, de las cuales 50% corresponde a tierras estatales y 46% a tierras de pueblos indígenas y campesinos en propiedad colectiva). No obstante, también persiste la estructura del latifundio oriental, que no se ha redistribuido sino apenas en un 2%, y cuenta con el aval de la nueva constitución (art. 399), que garantiza el respeto a la propiedad individual adquirida antes de la promulgación de la nueva constitución. Por su parte, cabe señalar que según la proyección del Ministerio de Planificación del Desarrollo del Bolivia, el gobierno planea invertir más de 80% de su presupuesto 20102015 en el sector generador de excedente (minería, hidrocarburos, energía eléctrica…), y menos de 1% en el “desarrollo rural”. Gutiérrez, Raquel y Huascar Salazar, 2012, El accidentando camino del Buen Vivir: horizontes indígenaoriginariocampesino en Bolivia durante el gobierno de Evo Morales, en prensa.

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