Muertos que bailan: La fiesta en la sierra mazateca de Puebla

Algunas veces es destino que no concluye, sino que se perpetúa. La muerte y los muertos han sido significados y simbolizados desde antaño de particulares maneras para ser recordados por medio de rituales y fiestas. Si bien fulmina, la muerte puede ser sólo un suceso más en la historia del que muere y del que llora.

En México el culto a la muerte y a los antepasados se remonta al tiempo prehispánico y actualmente se encuentra presente en diversos grupos étnicos. Los procesos históricos posteriores a la conquista del territorio por parte de los españoles reconfiguraron los significados dados a la muerte sin que esto implicara la pérdida de su valor simbólico, asumiéndose como uno de los nichos de la resistencia indígena, enfatizando la trascendencia del paso de la vida a la muerte, así como la vinculación familiar y comunitaria incluso en el destino post mortem.

Es, sin duda, una de las fiestas fundamentales de la etnia mazateca, asentada entre los cerros que hacen de límite entre los estados de Oaxaca y Puebla. Allí, en la Sierra Negra de Puebla, se encuentra la comunidad mazateca de Mazatzongo de Guerrero. Verde, y calurosa, húmeda y líquida, los ríos que le circundan, el Petlapa y el Tonto, se convierten en semilleros de risas infantiles. Es tan lluviosa en verano que sus laderas se visten de milpa y cerezas de café. Las puntas de los cerros le hacen sombra a la tierra llena de veredas y de casas mazatecas, donde se teje la raigambre de su historia. Los saberes y prácticas que los abuelos y abuelas transmiten se asoman desde la enseñanza de la lengua, el sistema tradicional de curación de enfermedades, el trabajo comunitario, las relaciones con su entorno geográfico y, por supuesto, el culto a los muertos.

Para los mazatecos, recibir a sus difuntos año tras año es una fiesta: la ritualidad y solemnidad de esos días le dan un carácter que deambula entre lo sacro y lo lúdico. Las flores de los altares, las frutas de temporada, los colores de las máscaras y los penetrantes aromas del mole impregnan el ambiente lo mismo de gritos y risas como de sabor a aguardiente. Comienza el 27 de octubre, en la noche que cubre los cerros que rodean Mazatzongo. Se reúnen primero fuera de la iglesia, el rezandero, los músicos, las mujeres, los niños y algunos hombres y, al final o entre la gente, los huehuentones o chonijmó, danzantes que encarnan a los familiares fallecidos: desde los abuelos de los abuelos hasta los niños difuntos. Después se dirigen en procesión al panteón junto al potrero, ya cerca del río Petlapa, límite natural con el estado de Oaxaca.

Una vez allí, a quien dirige el rosario sólo se le reconoce por la voz. Está oscuro, desde el cielo hasta las tumbas, entre las cuales se acomodan las mujeres alumbradas por las velas, que rezan y cantan a sus muertos. Ellos aguardan por ser bienvenidos a partir de ahora hasta el 4 de noviembre, que es cuando tienen licencia para andar por el mundo de la gente. Pueden, desde este momento, visitar a la familia cada noche. Los músicos tocan escoltando a la concurrencia de regreso al atrio donde, ahora sí, los huehuentones comienzan a bailar.

Foto: Ángela Nanni

En casa se prepara un altar formado por un arco de palmas y flores de cempasúchil y una mesa donde se extiende la ofrenda: naranjas y mandarinas, pan y dulces, agua y café. Permanece desde el 30 de octubre hasta pasado el 4 de noviembre, alumbrada siempre por una veladora, y en ocasiones, silenciosa está la fotografía de algún difunto. En la cocina, se vislumbran los chiles, el ajonjolí, la galleta, los jitomates y la canela que han de ser cocinados en un mole acompañado de tamales agrios y blancos, blancos como el arroz que se convida durante la fiesta a vivos y muertos.

La fiesta es en sí un gran baile que transcurre de la casa a la iglesia, de ésta al panteón, del panteón a la plaza. Durante estas fechas, los grupos de músicos entonan canciones y cantos algunas veces en mazateco, a ritmo de una vigüela, un violín, un cencerro y un tambor; dirigen a los chonijmó por el pueblo recorriendo las veredas húmedas de la Sierra Negra, lo mismo al panteón cuando se va a rezar que a las casas durante sus recorridos de madrugada.

Tanto en Mazatzongo como en el resto de las comunidades mazatecas, las noches se vuelven, durante la festividad a los muertos, un nicho de colores caminantes. Los huehuentones, es decir, los muertos, impelen a los danzantes a desfigurar sus cuerpos: grandes ropas y trapos cuelgan de sí, paños y paliacates cubren sus rostros y máscaras ya plásticas, ya de jonote; lapidan la personalidad de quien baila. Todos Santos es movimiento anónimo: los muertos no pueden reconocerse. Entonces, los grupos que danzan de casa en casa, sugieren en sí mismos la idea de comunidad; los muertos, aunque muertos estén, representan no sólo los vínculos familiares, sino los lazos con el pasado, la importancia de recordar la historia.

A lo largo de siete noches, músicos y danzantes visitan las casas, los solares y los altares de los mazatecos. Postrándose ante la puerta, anunciados por los gritos de los difuntos que pululan los caminos, comienza a sonar la música en son de que sean recibidos. Hasta que ésta se abra —si es que lo hace— los chonijmó bailan en círculo pegados unos con otros al mismo tiempo que ríen y emiten sonidos que no son más que la voz de los muertos. Si la puerta se abre, el furor con que bailan se exacerba, la fiesta se acrecienta. Los habitantes de la casa salen a verlos bailar, a pesar de que su sueño se interrumpe; se ponen manos a la obra para, en un descanso, ofrecerles ya sea agua, café o aguardiente y tepache; el tenor del anonimato se refuerza: los danzantes se ocultan tras las plantas, entre los árboles del monte. Luego entonces se reagrupan, los músicos vuelven a tocar y los difuntos a bailar y así, como en un ciclo, se escurren hasta el alba.

Sin embargo, las cosas han cambiado. Hasta hace poco más de un lustro, en Mazatzongo sólo danzaba un grupo; ahora, por cuestiones políticas y partidistas, danzan tres. El proceso de separación que deviene de la lucha interna por la ostentación del poder —y los recursos venidos del Estado— le ha dado a la fiesta un nuevo cariz. Se baila por barrios, demarcando claramente las zonas donde para unos y otros está permitido pasar. La iglesia, el panteón y la plaza se disputan de manera simbólica de acuerdo con el número de danzantes adscritos a uno y otro grupo. Todo es color, música, flores y comida, pero también tensión.

El cierre de la fiesta, el 4 de noviembre, se organiza por facción según lo disponga la comisión encargada de cada lado. Reunidos primero en la casa del encargado principal, emergen por las veredas los muertos, poco a poco, en el transcurso de la tarde. Una vez allí y con número suficiente para impresionar al bando contrario, los músicos comienzan a tocar. Entonces danzan en un gran círculo mientras le es repartido a cada huehuentón una rama de hoja colorida y larga llamada “cuatro milpa”. Luego, precedidos por la rezandera, se trasladan, acompañados por la música y el humo del copal, al altar de la iglesia donde colocan sus racimos; a partir de este momento los muertos, ya no son muertos. Es la despedida; no, eso parece.

Restan todavía algunas horas para que culmine la fiesta; en cuanto van dejando la flor en el altar, los huehuentones regresan al atrio y al kiosco, donde los músicos, al centro de cada cual, comienzan a tocar. Para entonces, alrededor está repleto de personas que miran fijamente a los danzantes, que se incorporan más cada vez: las ruedas se expanden, los colores de trajes y máscaras brillan al atardecer. Se lanzan globos de papel al cielo iluminado por las chispas de los cuetes, repetidamente, a lo largo de un par de horas. Cuando el sol está más escondido que presente, multitud, huehuentones y músicos se dispersan de a poco y entonces es irrefutable: los muertos no volverán hasta dentro de un año. Ahora es mejor darse un baño, peinar los cabellos, ponerse los vestidos y los zapatos limpios, que por la noche hay que ir a bailar al ritmo de las cumbias y norteñas.

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