En México se pueden distinguir dos tipos de sociedades: una tradicional, que habita principalmente en el medio rural y ordena su vida y concibe el mundo según principios e ideas vinculados a la noción de lo sagrado, y otra moderna, que habita principalmente en las grandes ciudades y cuyo pensamiento y sentido de la vida transcurren en un mundo concebido como un ámbito desacralizado. Los primeros son herederos de una larga tradición mágico-religiosa, mientras los segundos son herederos del pensamiento renacentista e ilustrado que encuentra su expresión más acabada en el pensamiento científico contemporáneo. Esta polaridad, que estoy simplificando excesivamente, es el resultado de intensos y prolongados procesos históricos de intercambio y dominación cultural.
Dentro de cada una de estas sociedades existe un modo muy distinto de concebir y distinguir lo que es real, objetivo e imaginario. La sociedad moderna generalmente procede mediante una ecuación en la que identifica lo real con lo objetivo y deja lo imaginario en el terreno de la mera fantasía. Es real todo lo que percibimos, sentimos y actuamos conscientemente durante la vigilia, lo demás son solo sueños, ideas o creencias. La sociedad tradicional, en cambio, tiene una noción más amplia de lo real, que comprende tanto lo objetivo como lo imaginario. El mundo de los sueños o las visiones enteogénicas no son menos reales que el mundo de la vigilia, y lo que ahí ocurre es tan decisivo, o más, que lo que sucede estando despierto a plena luz del día.
Mientras el hombre moderno se ha olvidado de sus sueños y cuando experimenta con alguna sustancia psicoactiva piensa que tiene alucinaciones, es decir, visones de cosas inexistentes, el hombre tradicional hace una lectura radicalmente distinta. Los sueños para él son una fuente de mensajes y premoniciones que tienden un puente entre el mundo de la vigilia y un mundo espiritual que puede proporcionar claves y soluciones para resolver problemas que transcurren en el lado diurno de la vida. Cuando consume ritualmente plantas sagradas tiene acceso a una dimensión espiritual en la que se le revelan verdades y es posible comunicarse directamente, cuando se está preparado para ello, con seres cuya voluntad incide en el curso de las cosas de este mundo. Don Epifanio, un trabajador del temporal del volcán Popocatépetl, me lo dijo un día claramente: “Nosotros tenemos dos vidas en la misma vida: la vida material en el día y la vida espiritual durante la noche, mientras soñamos”. Estas diferencias nos permiten trazar una línea de demarcación entre las certidumbres de cada sociedad, y en función de ellas, los límites de lo que cada una considera como posible.
Es decir, debemos colocar en el centro de la reflexión el concepto de realidad para poder distinguir las diferencias y posibles confluencias entre las sociedades tradicionales y las modernas, o, para decirlo de otra manera, entre la conciencia religiosa y la conciencia profana ordinaria. Para ello voy a valerme de la distinción que hizo uno de los más connotados científicos del siglo XX, Albert Hofmann, entre mundo exterior y mundo interior. Por mundo exterior, dice Hofmann, se entiende todo el universo material y energético al que pertenecemos, incluyendo nuestra propia corporeidad. Como mundo interior se designa la conciencia humana. Ahora bien, la conciencia se escapa a una definición científica pues se precisa de la conciencia para reflexionar acerca de qué sea la conciencia, de modo que esta puede ser descrita únicamente como el “centro espiritual receptivo y creativo de la personalidad humana”.
Existen dos diferencias fundamentales entre el mundo exterior y el interior: la primera es que mientras existe un solo mundo exterior, el número de mundos interiores es tan grande y variado como el de los individuos humanos, aunque hay que precisar que éstos se encuentran organizados en sociedades y culturas que comparten formas de conciencia de la realidad; la segunda es que el mundo exterior, material, es objetivamente demostrable, mientras que el mundo interior representa una mera experiencia espiritual subjetiva, que, insisto, puede ser compartida culturalmente.
Llegamos entonces al concepto de realidad, que Hofmann renuncia a definir tanto en términos trascendentales como de la física teórica, optando por concebirla en los términos del lenguaje cotidiano como “el mundo en su totalidad, tal y como los humanos lo percibimos con nuestros sentidos y lo experimentamos como seres con espíritu, y al que pertenecemos nosotros mismos con nuestra existencia corporal y espiritual”. Es decir, la realidad definida de esta forma no es pensable sin un sujeto de experiencia, sin un yo. Por tanto la realidad es el producto de una relación mutua entre señales materiales y energéticas que parten del mundo exterior y el centro que constituye la conciencia en el interior del individuo. Para ser más precisos aún: el mundo material y energético del espacio exterior trabaja como emisor, enviando ondas ópticas y acústicas, señales táctiles, gustativas y olfativas, a una conciencia que existe en el interior de cada ser humano constituida como receptor, donde los estímulos recibidos por los órganos sensoriales, son transmutados en una imagen del mundo exterior, experimentable de manera sensorial y espiritual. Si falta uno de los dos, el emisor o el receptor, no se produce realidad humana alguna.
Volviendo a la definición de realidad que propone Hofmann quisiera resaltar dos aspectos más: el primero consiste en señalar que la metáfora emisor/receptor no existe como dualidad, porque el cerebro humano es materia y como tal pertenece al mundo material, es decir, al emisor; pero al mismo tiempo, sus funciones organizativas de la información que recibe del exterior, lo han constituido como receptor, esto significa que materia y espíritu, emisor y receptor, se encuentran mutuamente fundidos en el cerebro, por lo tanto, el dualismo emisor-receptor no existe en realidad, es solo una construcción conceptual que intenta esclarecer el proceso mediante el cual surge la realidad humana.
El segundo aspecto tiene que ver con las limitaciones del conocimiento científico, la gran laguna que existe en el paso del acontecer material-energético de los sentidos a la conformación de la imagen psico-espiritual inmaterial en la mente humana. Esta laguna es el punto de encuentro entre el emisor y el receptor, ahí se entremezclan y se unen a la totalidad de lo viviente. El misterio desplegado en esa laguna es también la fuente generadora del pensamiento religioso. En ese misterio reside la idea de Dios como organizadora del cosmos.
Sucede que la noción de lo sagrado, que ordena la visión del mundo en las sociedades tradicionales, desvanece las fronteras entre interioridad y exterioridad a las que nos hemos acostumbrado en las culturas occidentales modernas. Las imágenes que se tienen al consumir plantas visionarias son consideradas entonces, por la ciencia moderna, como alucinaciones, porque se considera que carecen de un emisor externo y que son producto de la mera subjetividad del individuo. Sin embargo, un chamán piensa que mediante la ingestión ritual de estas plantas se abre la oportunidad de ver, no hacia su propio interior, sino hacia la conformación esencial del mundo, donde espíritu y materia son uno mismo.
Cuando a María Sabina se le revelaba el Chicón-Nindó sabía que estaba mirando y hablando con el cerro que está al lado de su casa, y que podía trabajar ritualmente con él porque esencialmente ella y él, y los enfermos y consultantes que trataba, son parte de una unidad cósmica que el consumo de hongos sagrados hace evidente. Es fundamental, entonces, esclarecer la noción de lo sagrado y no renunciar a ella mediante una pedantería racionalista.
Los autores del magnífico libro Las plantas de los dioses, Richard Evans Schultes y Albert Hofmann escriben lo siguiente:
“Si aceptamos que la realidad es el producto de la interacción entre un emisor y un receptor, la percepción de una realidad distinta bajo la influencia de alucinógenos puede ser explicada por el hecho de que el cerebro, que es donde se encuentra la conciencia, sufre dramáticos cambios bioquímicos. El receptor se ve ajustado para recibir otras longitudes de onda, distintas de aquellas asociadas con la realidad normal y cotidiana. Desde esta perspectiva, la experiencia subjetiva de la realidad es infinita, dependiendo de la capacidad del receptor que puede ser transformada ampliamente a través de modificaciones bioquímicas en la esfera cerebral. En general, experimentamos la vida desde un punto de vista muy limitado. Este es el estado llamado normal. Sin embargo, mediante los alucinógenos la percepción de la realidad puede cambiar radicalmente y expandirse. Estos distintos aspectos o niveles de una sola realidad no son mutuamente exclusivos. Forman una realidad global, trascendente y atemporal. El verdadero significado de los alucinógenos consiste en esta capacidad de cambiar la longitud de onda que puede captar el ‘receptor del yo’, y con esto, producir cambios en la conciencia que se tiene de la realidad. Precisamente por esta capacidad de crear nuevas y diferentes imágenes del mundo las plantas alucinógenas fueron, y siguen siendo, consideradas sagradas”.
Schultes y Hofmann ofrecen una explicación en la que los argumentos neurofisiológicos y bioquímicos se relacionan con una entidad ordenadora de la conciencia, el ego, que da cuenta de la realidad en tanto que receptor de la información. Los cambios neurofisiológicos que acontecen con el consumo de estas sustancias operan básicamente de la misma manera en el organismo humano, independientemente de la cultura a la que pertenezca. Muy bien. Pero sucede que no ocurre lo mismo con el tipo de información que el “emisor” envía al “receptor” una vez que han surtido efecto estas plantas en individuos de distintas culturas. Es más, ni siquiera se puede decir que aquello que se reconoce como emisor y receptor sea lo mismo para la moderna cultura occidental que para las culturas tradicionales, que ordenan su visión del mundo en torno a la noción de lo sagrado.
El ego que nuestros autores reconocen como receptor y ordenador de la información que nutre la conciencia, encuentra un equivalente en la noción de espíritu en las culturas arcaicas, donde tiene un ámbito de acción diferente al de nuestro ego. Esta diferencia se expresa en toda su magnitud en la manera en que se conciben, por ejemplo, los sueños. En las sociedades tradicionales el sueño es un ámbito de acción del espíritu tanto o más importante que el del mundo físico. Lo que ocurre en sueños no es una realidad ilusoria desprovista de veracidad y credibilidad. Las revelaciones oníricas a las que tiene acceso el espíritu le develan la esencia misma de la realidad, su verdad fundamental, porque a través del sueño se tiene acceso al mundo de lo divino. La noción de “realidad” que se tiene en las culturas tradicionales es de una naturaleza distinta a la que tenemos en la sociedad moderna. Al haber desacralizado el mundo la moderna cultura occidental generó nuevos horizontes en el conocimiento, pero canceló otros por considerarlos “carentes de objetividad”.
Dentro del modelo explicativo de Schultes y Hofmann, podemos decir que el mundo onírico también forma parte del emisor que envía información a un receptor, que aprecia y valora estos “datos” otorgándoles un sentido no solo en su conciencia, sino también en su vida práctica. La información onírica no se descalifica como fantasiosa por el hecho de que el sujeto se halle dormido, como ocurre en nuestra cultura, con la excepción de algunos sueños significativos, susceptibles de ser interpretados terapéuticamente. Al contrario, en las culturas tradicionales los sueños ofrecen al espíritu la posibilidad de visitar lugares y recibir mensajes de una dimensión existencial inaccesible durante la vigilia, pero no por inaccesible menos real y verdadera que el mundo que se nos presenta cuando estamos despiertos.
Los mismos principios que operan en los sueños se aplican a las imágenes que se presentan durante la ingestión de plantas psicoactivas. El mundo visionario que se abre a la experiencia de quien ha consumido ritualmente estas plantas no es, de ninguna manera, considerado como una “alucinación” en el sentido que sea una imagen engañosa que no tiene un referente en el mundo y en la vida de la persona. El “ajuste del receptor” del que hablan Schultes y Hofmann, para recibir “otras longitudes de onda distintas de la realidad normal”, no abre la percepción del hombre tradicional a un mundo inédito, nunca antes visto ni anticipado. Más bien me parece que lo que hacen estas plantas es ayudarlo a profundizar en un mundo religioso que ya le es familiar porque la memoria colectiva de su pueblo lo ha hecho presente en relatos míticos, en festividades donde se danza, se canta y se representan seres sagrados, en ritos de paso celebrados en templos y sitios sagrados, en rituales de fertilidad, petición de lluvia y otros. Es decir, si las plantas que abren acceso al mundo visionario son consideradas sagradas no es, como afirman estos autores, porque tengan “capacidad para crear nuevas y diferentes imágenes del mundo”, sino todo lo contrario, porque han permitido la posibilidad de repetir secularmente las mismas imágenes sagradas, aunque modificadas por distintos contextos históricos y culturales.