La idea de vivir en un entorno natural perfecto, como si fuésemos máquinas ideales en un universo inmutable, es algo que siempre ha seducido la mente de todos los seres humanos.
Los sumerios tenían tres deidades de la más alta jerarquía: Anu, Enlil y Enki. Para los griegos, Zeus era rey del cielo, de la Tierra y de todos los dioses del Olimpo. Los hindúes profesaban la idea de que el Universo es una gran esfera como una especie de gran huevo cósmico dentro del que existen muchos cielos, infiernos, continentes, océanos y en los que la India se encuentra en el centro, en infinitos círculos concéntricos.
Los mayas tomaban de su libro sagrado el Popol Vuh, la creación del mundo. El origen del universo según los aztecas estuvo a cargo del dios Ometecuhlti quien, junto a Omecíhuatl, creó toda la vida sobre la tierra. Esa pareja cósmica dio a luz a los cuatro dioses que más tarde establecerían cada uno de los soles y estos a su vez a más de mil 600 divinidades. Para la cultura judeocristiana, basta referirse al primer libro de la biblia y leer que Yahveh lo hizo en seis días, descansando el séptimo.
Cualquiera que no profese estas religiones, esbozará una candorosa sonrisa pensando en un cosmos con un origen totalmente alejado de estos conceptos; pero siendo francos, nadie actualmente puede albergar la idea de un universo con un inicio tan definido que pueda representar un pensamiento absoluto y veraz, sobre todo en el medio urbano, cuando pocos elevamos la vista hacia el cielo y casi todos dejamos de preguntarnos qué es lo que nos rodea; cómo surgió, cómo evoluciona y hacia dónde va.
Estamos acostumbrados a medir el tiempo y portamos relojes que marcan con puntualidad las horas y los días; pero no nos preguntamos sobre lo que es el tiempo en sí. Imaginamos que es una percepción esencialmente humana, sin considerar que para los animales la percepción del tiempo marca ciclos que permiten sus más vitales funciones, desde las alimenticias, las reproductivas y las migratorias, hasta las cotidianas costumbres de desenvolverse en un medio diurno o nocturno.
Sentir que vivimos en un espacio constante y perfecto nos genera una especie de comodidad. La inmutabilidad del universo permite que imaginemos una previsión del futuro de una manera invariable y decidida. Cualquier condición que altere esta dinámica, va a generar incertidumbre y toda perplejidad provocará temor. El miedo a lo desconocido puede llegar a ser atroz. Estas circunstancias estuvieron desde siempre vinculadas al fortalecimiento de las religiones.
Los griegos tenían un sistema de dioses que explicaba algunos fenómenos de la naturaleza, aunque buscaron revelar los misterios del mundo a través de un razonamiento profundo y bien estructurado. Para ellos, el conocimiento que se adquiría a través de la observación era una forma, digamos “inferior”, de saber algo. Para ellos, el análisis y la lógica reflexiva con sus consecuentes deducciones eran la fuente más elevada de adquisición de teorías. En ese sentido, tal vez fue Aristóteles (384-322 antes de nuestra era) quien representó la más importante tradición de pensamiento filosófico vinculado a la explicación de los fenómenos físicos. Su influencia perduró muchos siglos y sus conceptos estuvieron tan arraigados que prácticamente nadie se atrevió a contradecirlos. Él pensaba que la tierra era inmóvil ocupando el centro del universo y que el sol, la luna y los planetas se movían alrededor. Claudio Ptolomeo (100-170 de nuestra era) fue un astrónomo que reforzó las teorías aristotélicas, a través de un modelo que podía predecir algunas posiciones de los cuerpos celestes, aunque con muchas inconsistencias. Fue hasta más de 13 siglos después que el astrónomo polaco Nicolás Copérnico (1473-1543) planteara la teoría heliocéntrica con el sol, como punto central y los planetas circulando alrededor. Resulta curioso saber que sus primeras comunicaciones las hizo anónimamente, para evitar que la iglesia lo tomara como un hereje. Como sea, sus deducciones no fueron tomadas muy en serio durante casi 100 años. Fue la llegada del alemán Johannes Kepler (1571-1630), del danés Tyge Ottesen Brahe, mejor conocido como Tycho Brahe (1546-1601) y del italiano Galileo Galilei (1564-1642) quienes asestaron el golpe final a la teoría aristotélica/ptolemáica.
La revolución se había iniciado ya y en menos de 100 años, Sir Isaac Newton (1642-1727) describiría la ley de la gravitación universal, con unas leyes que ahora llevan su nombre y que plantearon las bases de la mecánica. Es asombroso cómo con su impresionante inteligencia, dedujo que los cuerpos se atraían, uno a otro en una forma directamente proporcional a su masa e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa. Se podía haber pensado que con esto estaban completamente revelados los misterios más recónditos del universo; sin embargo, la teoría newtoniana fue suplantada por otra en el siglo XX, elaborada por un alemán, quien trabajando como un humilde revisor de patentes, desarrolló la teoría de la relatividad: Albert Einstein (1879-1955).
El avance del conocimiento cada vez es más vertiginoso. Las teorías se sustituyen más rápido de lo que podríamos imaginar y las interrogantes se incrementan en una forma que asombra y que nos permite entender que estamos inmersos en un universo dinámico e imperfecto. Nuevos científicos como el sorprendente Stephen William Hawking (1942), Alan Harvey Guth (1947) o Sir Roger Penrose (1931) nos hacen ver que podemos tener limitaciones en nuestros instrumentos de medición, pero los alcances de la inteligencia y la imaginación son inconmensurables.
Vivimos en la incertidumbre de la imperfección; pero también nos acercamos a conocimientos de la naturaleza espectaculares e indómitos, que hacen de la vida algo formidable. En este sentido la frase del filósofo Bernardo de Chartres (de quien solamente se sabe que murió después del año 1124) es perfecta: “somos unos enanos encaramados en hombros de gigantes”.