El primer homicidio

El mito judeocristiano que permea la moral occidental nos hace saber que la maldad llegó al mundo con Caín. Según el erudito judío Louis Ginzberg, a quien voy a seguir en este relato encontrado en escritos rabínicos y patrísticos, después de la caída de Eva, Satanás, con la apariencia de la serpiente, se acercó a ella y el fruto de su unión fue Caín, el antepasado de todas las generaciones impías que se rebelaron contra Dios y se levantaron contra él. La división del trabajo entre Caín, que se dedicó a la agricultura, y su hermano Abel, que se dedicó al pastoreo, se debió a una decisión de su padre, Adán, quien los separó intentando evitar la trágica muerte de Abel, que se le había anunciado a Eva en un sueño premonitorio.

Abel, escultura de Giovanni Duprè

Abel, escultura de Giovanni Duprè

Teniendo como antecedente la preferencia que Dios mostraba por las ofrendas de Abel, que escogía los mejores ejemplares de su rebaño para ofrecerlos en sacrificio, mientras que Caín entregaba como ofrenda las sobras de lo que había comido, un desafortunado incidente provocó lo inevitable. Un día, una oveja de Abel pisoteó los cultivos de Caín, lo que provocó reclamos mutuos, reprochando cada uno el beneficio que el otro obtenía del producto de su trabajo. La discusión fue subiendo de todo hasta que Caín dijo: “Y si yo te mato, ¿quién exigirá de mí tu sangre?”. A lo que Abel contestó: “Dios, que nos ha traído al mundo, me vengará. Él exigirá mi sangre a tus manos si me matas. Dios es el juez y castigará a los perversos y a los malos. Si tú me matas, Dios sabrá tu secreto y Él te castigará”.

Esta respuesta solo aumentó la ira de Caín, que se lanzó sobre su hermano y peleó con él. Abel era más fuerte y estaba venciéndolo cuando Caín pidió merced y su hermano lo soltó, pero apenas librado atacó de nuevo a Abel y lo mató. Cuando Dios le preguntó por Abel, Caín le contestó:

“¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano? ¡Tú eres el que vigila toda criatura, y me pides cuentas a mí! Es cierto, lo he matado, pero tú has creado esa inclinación maligna en mí. Tú lo vigilas todo; entonces ¿por qué permites que le matara? Tú mismo le has matado, porque, si hubieras considerado mi ofrenda como expresión favorable como hiciste con la suya, yo no habría tenido razón para tenerle envidia y no le habría matado”.1

Si consideramos a Dios como una metáfora de la vida, en toda su complejidad circunstancial, encontramos que el mal es el resultado de una inequidad original, primigenia, que resulta inadmisible para quien siente en ella una desventaja. Se trata de la lucha a vida o muerte por el reconocimiento, que no proviene de la naturaleza salvaje del hombre sino de su espíritu. Se trata de lo que Platón llamó thymos o pasión timótica, que es una aspiración apasionada a diferenciarse mostrándose superior a los demás, para así adquirir un rasgo de distinción frente a ellos. Esta fuerza puede desembocar en la voluntad de coacción y en el avasallamiento, desatando la voluntad de poder y el dominio sobre el otro.2

La pasión timótica encuentra una nueva formulación en Kant, cuando plantea que al competir nos impulsamos para elevarnos. Sin la pugna —dice Kant— los hombres, bondadosos como las ovejas que apacientan, apenas otorgarían a su existencia un valor mayor que el de estos animales domésticos; no llenarían el vacío de la creación en lo tocante a su fin como naturaleza racional. Gracias sean dadas, pues, a la naturaleza por la incompatibilidad, por la envidiosa y competitiva vanidad, por el insaciable afán de tener y también de dominar. Sin eso, todas las excelentes disposiciones naturales dormitarían eternamente en la humanidad sin desarrollarse”.3

De esta reflexión se deduce que la historia no tiene por qué terminar en la fatalidad homicida de Caín y Abel. Los hombres pueden y deben aprender a vivir en medio de la competencia en lugar de matarse, pero en una competencia regulada ya no por Dios, sino por un Estado vigilante y con división de poderes para garantizar la mayor equidad posible.

Kant interpreta el mal como una opción de la libertad. El mal no es un impulso de la naturaleza o un apetito ciego. El mal surge de la tensa relación entre naturaleza y razón: es una acción de la libertad. Como seres racionales tenemos en nuestras manos el juego de la decisión, que no es otra cosa que la dimensión de la libertad. La acción mala es aquella que privilegia el “amor a sí mismo”, convirtiéndolo en principio supremo; entonces, el otro hombre queda denigrado, reducido a la condición de medio para los propios fines: se le utiliza, se le engaña, se le explota, se le atormenta y se le mata. El mal surge cuando la autoafirmación egoísta ocupa el centro de nuestra vida y no deja lugar a la consideración hacia los demás, a la obligación relativa a una vida común.

Rüdiger Safranski critica, con razón, la ingenuidad de la idea del mal en Kant, quien no se plantea la existencia del mal absoluto, de aquél que opera no en beneficio del “amor propio”, sino en función de su propia maldad. El mal bastándose a sí mismo y satisfaciéndose a sí mismo. Aquí comienza a perfilarse la sombría figura del marqués de Sade. Esa maldad sin límites, que desata una violencia que no reconoce en el otro a un semejante sino a un objeto a destruir, se encarnó en un personaje como Gilles de Rais y se ha multiplicado en nuestro país en los últimos años, poniendo ante nuestros ojos escenas macabras de cuerpos destrozados que revelan una crueldad insondable. El Dios al que apelaba Abel no está más en la tierra para reclamar la sangre de estas víctimas.

¿Qué sucede con el mal a la luz de la muerte de Dios? En un mundo donde el pensamiento técnico-científico ha desplazado a la vieja idea de un ser supremo, un mundo en el que no cabe esperar la ayuda de un ser trascendente, un mundo dominado por el egoísmo y la ambición despiadada y ciega, que ha hecho posible los crímenes más atroces entre los humanos, como el exterminio industrial de los judíos invocando la delirante idea de un hombre superior. Con Hitler, el Estado no reguló la diferencia competitiva, como quería Kant, sino que fue utilizado como instrumento de exterminio de una parte de la humanidad considerada indeseable.

Sin Dios quedamos sujetos únicamente al juicio y a la voluntad humana.

Pero qué sucede si, como todo parece indicar, la maldad no es algo que le sucede al hombre, sino que es una parte sustancial de sí mismo. ¿Qué sucede si la maldad es constitutiva del ser humano y no algo adventicio y ocasional?

¿Qué consecuencias acarrearía para la sociedad —se pregunta Óscar del Barco— el reconocimiento de la igualdad en el mal, el reconocimiento de la diferencia óntica en el interior de la identidad ontológica? Y responde: No se podría juzgar ni castigar, sino que habría que proteger. Si reconozco que entre el torturador y yo mismo no hay diferencia, el trato se modifica mediante un giro hacia la piedad y el amor. Pensar que el otro es malo, esencialmente malo, dice Del Barco, es distinto a pensar que eso que llamamos “maldad” es algo constitutivo de todos los hombres y que potencialmente todos podemos realizar actos a los que llamamos “malos”.

El mal —dice Del Barco— solo se vence aceptándolo, no renovándolo ni transmitiéndolo mediante la venganza. En el mundo judeocristiano es Jesús el prototipo de quien aceptó el mal con la respuesta ilimitada del perdón.

Si puedo suprimir en mí el mal, mediante la aniquilación en mi subjetividad de un contramal, que sería la venganza, entonces aquí y ahora, en este instante, ya no hay mal. El nomal supera por supresión de existencia al mal. Sin premio (porque no hay Dios) el nomal, es decir, el amor, suprime el mal en un acto sin fundamento. No se trata, por otra parte, de un “deber”, del “deber de amar” en cumplimiento de una ley divina que implicaría un premio o un castigo; se trata más bien de un acto gratuito, de una entrega que es innegablemente absurda.4

 

Notas

  1. Citado Allan Watts, 1995, Las dos manos de Dios, Kairós, Barcelona.
  2. Rüdiger Safranski, 2005, El mal o el drama de la libertad, Tusquets, Fábula, N° 246, Barcelona.
  3. Ibid, p. 160, 161.
  4. Oscar del Barco, 2003, “Consideraciones sobre la violencia” en Nombres, Revista de filosofía, Córdoba, Argentina, año XIII, Nº 18, diciembre.

 

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