La etóloga inglesa Jane Goodal se internó durante varios años en la selva africana, a la orilla del lago Tanganika, en Tanzania, para observar pacientemente y tomar nota de la conducta de los chimpancés. Primero lo hizo sola y después coordinando un equipo de estudiantes de universidades inglesas y estadounidenses. Durante la primera década su trabajo se desarrolló en un ambiente de armonía y avenencia con estos primates, que inspiraron en los observadores una creciente confianza debido a que no habían presenciado ningún acto de violencia que pusiera en riesgo la vida de alguno de ellos. Todo se reducía a gritos, gesticulaciones y ademanes amenazantes que a lo mucho culminaban con algún golpe sin importancia. Pero llegó el momento en que comenzaron a reportarse eventos de una intensa agresividad:
En 1971 —escribe Goodal— uno de nuestros investigadores observó un ataque brutal contra una hembra de una comunidad vecina. Unos cuantos de “nuestros” machos la habían golpeado y pisoteado, uno tras otro. Durante el asalto, que se prolongó más de cinco minutos, se apoderaron de su bebé, que tenía unos 18 meses, lo mataron y lo devoraron parcialmente. La madre logró escapar, pero había perdido mucha sangre y estaba tan malherida que lo más probable es que muriera.
A partir de ese momento comenzó a declinar la imagen idílica que Jane Goodal se había creado de los chimpancés, es decir, la imagen de un noble y buen simio, algo semejante, digamos, a la idea que tuvo Juan Jacobo Rousseau del buen salvaje cuando pensaba en el hombre primitivo. El desvanecimiento de la imagen de un simio bueno la llevó a escribir lo siguiente: “Un buen día descubrimos que los chimpancés podían ser feroces y que, como nosotros, su naturaleza también tenía un lado oscuro”.
A veces —escribió la bióloga— las interacciones entre “nuestros” chimpancés y las hembras “extranjeras” de otras comunidades adoptaban una forma singular. Una de aquellas desafortunadas hembras fue atacada por un grupo de machos adultos que estaba explorando el límite de su territorio. Subieron al árbol donde la hembra estaba alimentándose, con su cría agarrada al vientre. Ella hizo intentos desesperados por apaciguar a los machos adultos que la rodeaban, se acercó a ellos emitiendo sonidos sumisos, agachándose junto a la rama. Por un instante pareció que funcionaba. Algunos machos comenzaron incluso a comer. Pero entonces un macho pasó junto a ella, y cuando ella alargó el brazo para tocarle en un gesto claro de sumisión, él se apartó bruscamente, se miró el brazo que ella había tocado, arrancó un puñado de hojas y las frotó vigorosamente contra su pelaje mancillado. Y entonces, minutos después, todos los machos se unieron en un brutal ataque colectivo. La cría murió, y las heridas de la madre eran tan graves que, aunque no pudimos verificar su muerte, estábamos convencidos de que no se recuperaría”.
Pero la violencia no se reducía a una agresión de los machos hacia las hembras; ocurría también la consabida lucha entre machos, pero además el desconcertante enfrentamiento entre hembras. Transcribo lo que relata Jane Goodal:
En 1975 registramos el primero de una serie de actos caníbales perpetrados por una hembra llamada Pasión, que ocupaba un lugar muy alto en la jerarquía, y por su hija adulta Pom, contra bebés recién nacidos de hembras de su propia comunidad. Esta es la historia: Una chimpancé de nombre Gilka estaba sentada meciendo a su bebé cuando apareció Pasión, le lanzó una dura mirada y la atacó con el pelo erizado. Gilka trató de huir chillando con fuerza, pero estaba lisiada, tenía una muñeca parcialmente paralizada como secuela de una epidemia de polio. Inválida y con un bebé en brazos no tuvo ninguna oportunidad. Pasión agarró al bebé, lo mató de un fuerte mordisco en la frente, y luego se sentó para compartir el siniestro festín con su hija y su hijo pequeño. Es importante aclarar que este ataque ocurrió sin que hubiera escasez de comida, de modo que Pasión y su familia no necesitaban la carne de la cría para sobrevivir. Gilka, además, no pertenecía a otra comunidad, ella y Pasión se conocían de toda la vida. En cuatro años (entre 1974-78) nacieron 10 pequeños en la comunidad de estudio y sólo uno sobrevivió. El grupo de investigadores supo que Pasión y Pom mataron y devoraron a cinco de ellos. Cuando comenzaban a idear alguna forma de prevenir estos ataques, Pasión y Pom dieron a luz y los actos de canibalismo terminaron.
Por último voy a referirme a otra forma de violencia observada por el equipo de Jane Goodal; está relacionada con un comportamiento típicamente territorial y llegó a convertirse, según la expresión de la propia autora, en una especie de guerra primitiva:
Todo comenzó cuando la comunidad de chimpancés empezó a dividirse. Siete machos adultos y tres hembras con sus crías pasaban cada vez más tiempo en la zona sur del territorio, que hasta entonces había sido campo de acción y de vida de toda la comunidad. En 1972 ya era evidente que aquellos chimpancés habían formado una comunidad totalmente nueva y separada. Esta comunidad meridional había renunciado a la zona norte del territorio, mientras que la comunidad de la zona norte se veía ahora excluida de lugares del sur que antes había recorrido libremente. Cuando los machos de las dos comunidades se encontraban en la zona intermedia común a ambas, se lanzaban amenazas unos a otros: el grupo con menos machos abandonaba en seguida el lugar y se retiraba al corazón de su territorio.
Dos años después, en 1974, se observó una agresión más seria. Seis machos del norte se desplazaron sigilosamente hacia los lindes meridionales y descubrieron a uno de los jóvenes machos del sur comiendo solo y en silencio. Al verlos intentó huir, pero lo agarraron, lo tiraron al suelo y lo golpearon, lo pisaron y lo mordieron durante 10 minutos. Luego se fueron dejándolo tendido en el suelo. El chimpancé herido, de nombre Godi, se levantó lentamente, gritando aún y mirando cómo se marchaban. Los investigadores suponen que las heridas le provocaron la muerte porque nunca más lo volvieron a ver. El combate duró cuatro años y las víctimas fueron machos y hembras adultas. Todos los ataques duraban entre 10 y 20 minutos y acababan con la muerte de la víctima. En total se pudo observar el ataque contra cuatro de los siete machos secesionistas del sur. A otro lo encontraron muerto, con el cuerpo mutilado, en señal de otra agresión de los chimpancés del norte, y los otros dos sencillamente desaparecieron. También presenciaron el ataque a una de las tres hembras adultas y las otras dos desaparecieron. En resumen, toda la comunidad que se había mudado al sur fue aniquilada, con la excepción de tres hembras jóvenes sin hijos, que fueron reclutadas activamente por los machos victoriosos.
Los informes de Jane Goodal tuvieron un fuerte impacto en la comunidad científica que se divide en dos grandes campos:
- a) Por un lado están quienes piensan que la agresividad es innata, que está codificada en nuestros genes. Uno de los mejores defensores de esta teoría es Richard Dawkins (El gen egoísta, 1976) quien afirma que nuestro comportamiento está determinado principalmente por nuestros genes. La idea es esta: dado que el “propósito” o la “finalidad” de estas partículas de proteína consiste en propagarse a sí mismas, una buena parte de las cosas que hacemos está determinada por la necesidad de la supervivencia genética, ya sea a través de nuestro propio éxito reproductivo, o a través del éxito reproductivo de nuestros familiares, quienes comparten una notable porción de nuestros genes. Esto significa que en cualquier circunstancia tendemos naturalmente a ayudar a quienes consideramos como “nuestros”, sobre todo con quienes establecemos relaciones muy cercanas, como los hermanos y hermanas, con la finalidad de asegurar la preservación de nuestros genes. De acuerdo a esta teoría los humanos somos egoístas innatos, pues todo cuanto hacemos es, en última instancia, por el bien de nuestra propia supervivencia genética. Cuando esta tesis ha sido refutada preguntando por qué en ocasiones ayudamos a personas que no son de nuestra familia, la respuesta ha sido que vivimos también un “egoísmo recíproco”, que consiste en ayudar a una persona desconocida hoy, para que alguien nos pueda ayudar mañana.
- b) Por otra parte están quienes afirman que los humanos nacen sin agresividad alguna, que su ser individual es una suerte de papel en blanco en el que se irán grabando, uno tras otro, una serie de hechos familiares y sociales que determinarán el futuro comportamiento de la persona, entre ellos, la violencia. Según algunas versiones de esta teoría, bastaría con eliminar de la vida infantil toda experiencia violenta y agresiva, así como las teorías y prácticas que conducen a ella, como el castigo, la competencia, el nacionalismo y otras semejantes, para hacer posible la construcción de una sociedad sin violencia.
Quisiera hacer dos precisiones. La primera: referir las observaciones de Jane Goodal sobre la violencia entre los chimpancés no significa que pretenda eliminar las fronteras que nos distinguen de ellos, como primates pertenecientes a diferentes especies desde hace aproximadamente seis millones de años. Significa, más bien, afirmar que la parte innata de agresividad que conforma la condición humana viene de muy lejos, de antepasados muy remotos, y que aún la compartimos, como primates que somos y a pesar de las enormes diferencias que nos distinguen de otras especies, con los chimpancés.
La segunda precisión tiene que ver con la diferencia entre lo innato y lo aprendido. Pienso que la aproximación a la verdad no está en ninguno de estos extremos, sino en una compleja combinación de ambos. Es decir, congénitamente y como primates que somos, tenemos una predisposición a la violencia, a la agresividad, aunque estemos orgullosos de haber alcanzado el status de sapiens sapiens, que nos hemos dado a nosotros mismos, en medio del misterioso silencio de las otras especies que habitan el planeta y desde el cual observan la destrucción que hacemos de él, de ellas y de nosotros mismos. Tenemos una propensión innata a la agresividad, pero las formas que esta agresividad ha adquirido a lo largo de la historia y la prehistoria humana es un fenómeno que se debe a la cultura, es decir, al aprendizaje, y no a la naturaleza.
En la vieja discusión por precisar los límites entre natura y cultura no debemos olvidar que la cultura no surge del vacío, sino, como dice Edgar Morin, sobre una primera complejidad precultural que es la de la sociedad de los primates, desarrollada en las sociedades de los primeros homínidos. Una vez que aparece, la cultura no reemplaza al código genético. Por el contrario, es el código genético del homínido desarrollado, y especialmente el del sapiens, el que produce un cerebro cuyas capacidades organizativas son cada vez más aptas para el desarrollo de la cultura. Sin embargo, la cultura es indispensable para producir al hombre, es decir, un individuo altamente complejo que se mueve en una sociedad de elevada complejidad, a partir de un bípedo desnudo cuya cabeza aumentará progresivamente de volumen.
Veamos algunos cambios interesantes que se produjeron en la evolución humana. Se trata de un ejercicio de imaginación bioantropológica realizado por Edgar Morin, en el que se plantean, más que secuencias de etapas cronológicas, desarrollos lógicos a partir de una sociedad de homínidos o paleo sociedad. A diferencia de lo que ocurre en primates como los babuinos, que mantienen una estructura social muy centralizada, organizada en un grupo encabezado por un macho al que siguen las hembras con sus crías, rodeadas para su protección por otros machos. Todos desplazándose siempre sobre un mismo espacio ecológico. A diferencia de ellos, la sociedad del homínido separa ecológica, económica y culturalmente los sexos, que a partir de este momento se convierten en dos cuasi-sociedades en una:
“Mientras que la caza lleva a los hombres cada vez más lejos, la maternidad confina a las mujeres en los refugios. Las hembras, convertidas en sedentarias, se consagrarán a la búsqueda de forraje y a la recolección de frutos para satisfacer las necesidades vegetales del grupo. A partir de este momento toma cuerpo una dualidad ecológica y económica entre hombres y mujeres”.
La casta dominante de machos se transformará lentamente en clase dominante de hombres. Entre los monos sociales, la intolerancia entre machos solamente podía ser dominada en y por la jerarquía del rango y por una cooperación estrictamente limitada a la defensa del grupo. La hominización operará un progreso radical al reprimir la intolerancia entre machos por medio de la solidaridad masculina y proyectando sobre la organización de la vida social una cooperación impulsada por las necesidades de la caza.
Lo masculino y lo femenino desarrollarán cada uno por su lado su propia sociabilidad, su propia cultura y su propia psicología. Una mujer tierna, sedentaria, rutinaria y pacífica se opondrá al hombre cazador, nómada y explorador. Dos siluetas —dice Edgar Morin— hacen su aparición en el marco de la sociedad homínida, la del hombre que se yergue empuñando las armas para enfrentarse al animal y la de la mujer reclinada sobre su hijo o para recolectar el vegetal.