Hombres sin mujeres

El timbre del teléfono me despierta pasada la una de la madrugada. Una llamada telefónica en plena noche siempre resulta violenta. Es como si alguien intentase destruir el mundo valiéndose de una brutal pieza metálica. Como miembro del género humano, tengo la obligación de acallarlo. Así que me levanto de la cama, voy a la salita de estar y descuelgo el auricular.

p-15a

Haruki Murakami, Hombres sin mujeres, Tusquets Editoresi. 2015

Una voz grave de hombre me da un aviso: Una mujer ha desaparecido para siempre de este mundo. La voz pertenece al marido de la mujer. Por lo menos así se presentó. Y me dijo algo: <<Mi mujer se suicidó el miércoles de la semana pasada y, en cualquier caso, pensé que debía comunicárselo>>; eso me dijo. En cualquier caso. Su tono me pareció desprovisto de todo sentimiento. Daba la impresión de que dictara un texto de un telegrama. Apenas había silencios entre palabra y palabra. Un aviso puro y duro. La verdad sin ornamentos. Punto.

Se hizo un silencio. Un silencio como si cada uno nos asomásemos a un extremo de un hondo agujero abierto en medio de una carretera. Luego él colgó, sin más ni más, sin haber añadido nada. Como si suavemente depositase una frágil obra de arte en el suelo. Y yo me quedé con el teléfono en la mano. En camiseta blanca y bóxers azules.

No sé de qué me conocía. ¿Le habría dicho ella que yo era un <<viejo amante>>? ¿Para qué? ¿Y cómo es que tenía mi número, si no viene en la guía telefónica? Además, para empezar, ¿por qué yo? ¿Por qué tuvo el marido que tomarse la molestia de llamarme e informarme de que ella había desaparecido para siempre? Me resulta difícil creer que ella se lo pidiera por escrito en el testamento. De nuestra relación hacía una eternidad. Y una vez rota, nunca volvimos a vernos. Ni siquiera a hablar por teléfono.

Pero en fin, él creyó que tenía que informarme de que su mujer se había suicidado. Y en algún sitio consiguió el número de teléfono de mi casa. Pero no vio necesario informarme de nada más. Todo indica que su intención era dejarme en ese punto intermedio entre el conocimiento y la ignorancia. Pero ¿por qué? ¿Pretendería hacerme pensar en algo?

¿En qué?

No lo sé. El número de interrogatorios sólo fue en aumento. Como un niño que estampa su sello de juguete sin ton ni son en su cuaderno.

Y es que ni siquiera tenía idea de por qué se había suicidado o cómo había puesto fin a su vida. Aunque hubiera querido averiguarlo, no habría podido. Desconozco dónde vivía y ya puestos, ni siquiera sabía que se hubiera casado. Como es natural, tampoco sé su apellido (el marido no me dijo su nombre por teléfono). ¿Cuánto tiempo había estado casada? ¿Había tenido hijos, hijas?

No obstante, acepté sin más lo que el marido me había comunicado. No albergaba ninguna sospecha. Tras romper conmigo, ella siguió viviendo en este mundo, se enamoraría (probablemente) de alguien con quien luego se habría casado, y el miércoles de la semana pasada acabó con su vida por algún motivo, de algún modo. En cualquier caso. En la voz del marido había, sin duda, un vínculo profundo con el mundo de los muertos. En la quietud de la noche, fui capaz de sentir esa cruda conexión. Percibí la tirantez del hilo tensado y su agudo destello. En ese sentido, llamarme pasada la una de la madrugada —fuese o no su intención— era la opción correcta para él. A la una de la tarde seguramente no habría causado el mismo efecto.

Cuando por fin colgué el auricular y volví a la cama, mi mujer estaba despierta.

—¿Quién ha llamado? ¿Se ha muerto alguien? —preguntó ella.

—No, nadie. Se han confundido de número —contesté arrastrando las palabras, con voz somnolienta.

Pero ella, por supuesto, no me creyó. Porque incluso en mi tono se percibía un atisbo de muerte. La conmoción que provoca una muerte reciente es altamente contagiosa. Se transforma en un temblorcillo que se propaga por la línea telefónica, deforma el eco de las palabras y hace que el mundo se sincronice con su vibración. Mi esposa, con todo, no añadió nada. Estábamos acostados a oscuras, cada uno pensando en sus cosas, con el oído pendiente de aquella quietud.

De modo que aquella mujer era la tercera mujer que elegía la vía del suicidio de entre todas con quienes había salido. Bien pensado…, no, no, tampoco hace falta pensarlo tanto, pues la verdad es que es una tasa de mortandad considerable. Apenas puedo creerlo. Porque tampoco he salido con tantas mujeres. Me cuesta entender cómo pueden ir quitándose la vida una tras otra, siendo tan jóvenes. Ojalá no sea culpa mía. Ojalá no me vea implicado. Ojalá ellas no me tomen como testigo o cronista. Lo deseo de veras, de corazón. Además, ¿cómo expresarlo?, ella —la tercera (dado que resulta incómodo no nombrarla de algún modo, he decidido llamarla provisionalmente M)— no era, en absoluto, una persona con rasgos suicidas. Y es que a M siempre la vigilaban y protegía todos los marineros fornidos de mundo.

 

Haruki Murakami (Kioto. 1949) es uno de los pocos autores japoneses que han dado el salto de escritor de prestigio a autor con grandes ventas en todo el mundo. Ha recibido numerosos premios y su nombre suena reiteradamente como candidato al Nobel de Literatura.

Haruki Murakami ofrece siete relatos en torno a la soledad que precede o sigue a la relación amorosa: hombres que han perdido a una mujer, o cuya relación ha estado marcada por el desencuentro, asisten inermes al regreso de los fantasmas del pasado, son incapaces de establecer una comunicación plena con la pareja, o ven extrañamente interrumpida su historia de amor.

 

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