Fueron tan importantes las cocinas poblanas como sus recetarios. Pintores como Eduardo Pingret, Antonio Serrano o Agustín Arrieta pintaron esos espacios de cocción, lugar donde nacieron crecieron u hicieron célebres esas recetas. Cocinas anchas, altas, repletas, abigarradas, todas con exquisita precisión, meticuloso arreglo que perpetuaba el paso del tiempo, con su piso enladrillado. En una esquina estaban colocadas las ollas de la más grande, hasta culminar como estrella triunfante el pequeño jarro, ya fuese para el chocolate, el atole blanco o el champurrado. Una pared tapizada con diferentes cazuelas, desde las torteras hasta las grandes cazuelas para el mole conocidas como de media campana, utilizadas para las ocasiones especiales; así como todo tamaño de sartenes, ollas, comales de lata o de barro, peroles, cacitos de hierro, los útiles pocillos. En otro lado los sellos para las masas, el asador de tres pies con su varilla. Más allá el bracero de carbón, revestido de preciosa loza poblana, con sus diferentes hornillas y parrillas con las brasas siempre listas, y el indispensable soplador de palma de la Sierra Negra. Arriba del bracero las tenazas para el carbón, cerca de este, en una banqueta alta, estaban el indispensable metate y su metlapil, a un lado el molcajete y el temolote. Cerca del bracero tres planchas de hierro y una palangana. El fregadero ancho para lavar las cazuelas y ollas, con el apoyo del tequesquite y el zacate. No olvidemos, la olla alta con agua fresca y sus pequeños jarros vidriados, las palas y los molinillos de madera, las cucharas de madera de naranjo, los cedazos, coladores, ralladores, cuencos para escurrir, cucharones de cobre, las jícaras, los cuchillos, el machete, la piedra de picar, las jarras y vasos de vidrio verde para el agua y el pulque; los vasos de a cuartillo lisos de boca de clarín, los vasos abiselados, las chocolateras, las jarras, para la leche, y para el pulque; los moldes para los buñuelos y pastas, el cazo de cobre para los dulces, la loza blanca de Puebla en un trastero; y en otra esquina la carbonera y los candeleros y faroles para iluminar. Del techo colgaba el garabato y sus ganchos para alejar la carne y los embutidos del gato y los roedores que abundaban en toda la casa, el cual estaba amarrado a un clavo en la pared. Al centro de la pieza, la indispensable mesa larga de madera, cuyas patas torneadas le daban realce a la cocina; las sillas y los bancos; la alacena para guardar las preciadas especias, el chocolate, el azúcar; las repisas para colocar la loza blanca, que en aquellos años era de uso diario, sobresaliendo los platones para los imprescindibles dulces que tanto esplendor daban a sus creadores como deleite a los que los consumían. Todo coronado por una cruz, para pedir la bendición de Dios, y en muchos casos la imagen de san Pascual Bailón, patrono de las cocineras poblanas. No podían faltar los petates de palma tejida, para que durmiera la cocinera y el resto de la servidumbre. La galopina cuyas obligaciones no terminaban ni en su descanso nocturno, debía mantener atizadas las brasas durante la noche para que al despuntar el nuevo día se preparasen los primeros alimentos sin perder el tiempo.
No faltaban los moldes de lata de diferentes tamaños y formas, para hacer pasteles, dulces, ates y demás delicias azucaradas. Los moldes de diferentes tamaños y formas para los exquisitos buñuelos. Colgadas en lugar especial las hermosas canastas de carrizo de Tehuacán, indispensables para ir al mercado, y regresar repletas de las más variadas frutas y legumbres.
Espacio aparte junto a la cocina se encontraba la cocina de humo, lugar donde se echaban las tortillas, el hogar estaba sobre el piso, generalmente, cubierto de tierra, donde colocaban tres piedras macizas redondas, para aguantar el calor y el peso en caso necesario de una gran cazuela; las piedras se acomodaban dejando un espacio en el centro de donde surgía el fuego. Sobre el llamado tlecuilli, se colocaba un comal de barro cubierto de cal diluida para que no se pegaran las tortillas.
Junto al metate de piedra, el tenate o chiquihuite alto con su blanca servilleta para guardar las tortillas que salían vaporosas del comal, el soplador de palma, la olla con el nixtamal, el jarrito de agua y el incesante movimiento de la mujer moliendo; todo esto era parte primordial de ese oscuro espacio desde el amanecer hasta el atardecer.
En la azotehuela se tenía una que otra gallina que daba buena cuenta de la limpieza de la cocina y del propio patio, el guajolote que se cebaba, con almendras para degustarlo en el próximo cumpleaños.
No faltaban las jaulas de los preciados pájaros: las calandrias, las primaveras, los jilgueros y los cenzontles llenaban de alegría desde el amanecer el espacio culinario; éstos quedaban colgados en una pared alta mientras pasaba la noche, ya que en el día tomaban el sol que inundaba la azotehuela. Especial cuidado se debía tener con el gato que cualquier momento era bueno para acercarse a las aves.
Coronaba este espacio una amplia ventana revestida en una hermosa cortina realizada en ganchillo, con motivos culinarios.
Estas cocinas permanecieron con su singular belleza hasta los años treinta y cuarenta del siglo XX; con la llegada de las estufas eléctricas y de gas, cambiaron radicalmente las cocinas poblanas; se buscó la funcionalidad, finalmente, el refrigerador, los aparatos eléctricos y las cocinas integrales dieron un giro a la cocina y a la forma de concebir los alimentos”.