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Ciencia sin seso

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** Cereijido, Marcelino. (2019). Ciencia sin seso.Locura doble. México:Siglo XXI editores. Octava reimpresión, 2019.
** Cereijido, Marcelino. (2019). Ciencia sin seso.Locura doble. México:Siglo XXI editores. Octava reimpresión, 2019.

11. ¿Cómo se evalúa la labor científica?

 

Todo artículo científico tiene una idea original, que el autor desarrolla o pone a prueba según su sagacidad, profundidad y preparación científico-técnica, y su publicación debe pasar por la evaluación de un comité editorial que se asesora por dos o tres especialistas que emiten su dictamen anónimamente. Esto autoriza a suponer que, en principio, la cantidad de publicaciones y la jerarquía de las revistas o libros en que aparecen, refleja originalidad, productividad y constancia del investigador. Pero, en el primer mundo se ha llegado a una situación monstruosa que ha dado en llamarse “publica o muere” (publish or perish). G. A. Boutry (The impact of science on society) menciona que un 80 por ciento (!) de los artículos de investigación no se deberían haber publicado jamás. El monstruo es reconocido y temido como tal pero, como se verá, resulta difícil de extinguir, eludir o al menos domesticar.

Cabe agregar que, si el artículo es de real envergadura, es probable que su efecto se refleje en las veces que lo citan sus colegas en sus propias publicaciones. “Esse est percipi” (ser es ser percibido) afirmaba el filósofo irlandés George Berkeley, aunque claro está, en referencia a su sistema filosófico; pero uno está tentado a adoptar el lema para describir la situación del investigador profesional: si no lo perciben (sus colegas y lo citan) no existe para las instituciones.

A principios de siglo [XX] le comentaron a Eddington que la Teoría de la Relatividad era tan compleja que, en aquel momento, sólo había tres físicos en el mundo capaces de entenderla; a lo cual, éste respondió: “Einstein… yo… ¿quién es el tercero?” De manera que si el apoyo que Einstein recibía hubiera dependido del número de citas bibliográficas que merecían sus publicaciones, don Alberto hubiera estado frito. A Gregor Mendel, padre de la genética, le hubiera ido mucho peor: ¿quién le habría dado siquiera una miserable beca a un señor que no tenía un título académico, un simple diplomita que presentar, que a los cincuenta años había publicado un solo articulillo? Para colmo, estaba excedido de edad para solicitarla, tengo entendido que ni siquiera hablaba inglés; incluso se sabe que a pesar del enorme peso de su contribución, el trabajo fue desconocido por largos años. De hecho, si ser científico depende de ser reconocido por la comunidad científica, Mendel fue, como bien señala Larissa Lomnitz (El congreso científico: una perspectiva antropológica) un científico post mortem.

Contrariamente, si uno revisa la lista de los trabajos más citados de la bibliografía científica encuentra que los de mayor popularidad no son los que contienen las contribuciones más sesudas, sino los que detallan métodos que a veces resultan de modificaciones triviales de algún método anterior.

Uno de los máximos aportes a la biología de todos los tiempos es el modelo de la doble hélice de DNA, formulado por Watson y Crick: ambos investigadores son considerados biólogos de primer agua. ¡Ellos sí pueden apabullar a cualquier comité evaluador con el número de citas! Pero… sucede que, tras presentar su modelo, James Watson prefirió dedicar al menos parte de su tiempo a la labor institucional (dirigió el prestigioso laboratorio de Cold Spring Harbor y, más tarde, el proyecto para estudiar el genoma humano) y a escribir textos, pero produjo relativamente pocos papers. A veces un científico, sobre todo entre los matemáticos y los físicos, hace un aporte en su juventud y luego se apaga, se duerme sobre sus laureles, se harta de ser investigador, o prefiere cambiar de rumbo. En el tercer mundo, además, hay casos de nulidades cuyas numerosas citas corresponden a artículos que publicaron con su mentor allá en su juventud, durante su beca en el exterior o sus estancias sabáticas; por tanto, viven del pasado y de lo ajeno. Para evitar que el dinero del pueblo se malgaste pagando a científicos por trabajo que ya no realizan, muchas instituciones han adoptado la costumbre de dar más peso a la producción de los últimos tres años. Este criterio se aplica siempre que el investigador en cuestión no haya trepado en el ínterin a cargos institucionales influyentes; en tal caso, sus discursos, sus recopilaciones estadísticas o sus informes anuales pueden ser considerados como artículos originales.

Así, ciertos científicos tienen temas que les permiten trabajar en la soledad de sus laboratorios o con un par de colaboradores, o pueden continuar con la elaboración de sus datos y teorías hasta tener algo significativo que decir; en cambio, otros tienen un enjambre de colaboradores y trabajan en un campo en el que, con comprar una nueva droga del catálogo y ensayarla, consiguen publicar prácticamente un trabajo a la semana. Pero tampoco aquí es fácil dictar normas, pues uno de los peores males que hoy aqueja a la investigación en Latinoamérica es la dificultad de integrar grupos de trabajo interdisciplinarios, pues en los comités evaluadores suele haber miembros que penalizan a quienes se integran y no publican individualmente. Es decir, no ponen atención en el problema científico que se está tratando de resolver, sino en el aspecto curricular de cada investigador aislado.

Otra clase de problema aparece cuando un investigador fértil y creativo a lo largo de treinta años, de pronto tiene una afección cardiaca o artritis, sufre un accidente, una desgracia en su familia, o algún otro trastorno que reduce su eficiencia. Resulta muy cruel rebajarle el sueldo o la compensación salarial que le dan las entidades gubernamentales, o el dinero para que realice sus proyectos, más aún, cuando muchas veces lo que en realidad enferma al investigador es la práctica misma del “publica o muere”, o la consigna “deja tu laboratorio y enciérrate catorce horas al día en la oficina a redactar informes y solicitudes de dinero”, o la angustiosa espera del resultado de la evaluación. Molly Gleiser y Richard H. Seiden, químicos de California, investigaron el problema sistemáticamente y llegaron a la conclusión de que el alto porcentaje de suicidios entre los científicos se relaciona estrechamente con la ansiedad que provocan las circunstancias enajenantes en que se ejerce la profesión.

 

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