Ramón Martínez es un abogado exitoso, ateo militante y patriarca convencional. Un golpe de azar lo privará de la lengua —la carne, el habla— y lo condenará a vivir una silenciosa tragicomedia.
13
Bajo un sol espurio de cuatro mil watts, las plantas de marihuana hacían horas extra de fotosíntesis. Era lunes por la noche. Teresa estaba podando los tallos maduros con parsimonia. Tenía el cuerpo empapado de sudor y las manos cubiertas de resina pegajosa y psicoactiva. Sonreía. Bastaba el perfume de la hierba para inducirle un estado de profunda calma. Había tenido un día intenso de terapias grupales y consultas privadas. Había conocido a Ramón, cuyo silencio forzoso impediría tratarlo de manera ortodoxa. La primera entrevista sirvió únicamente para que Carmela describiera los pormenores del caso de su esposo, desde la lengua entumida hasta el ataque violento contra el hermano tres noches atrás. De acuerdo con el retrato esbozado por ella, él era impaciente, dominante y narcisista, con una enorme confianza en su intelecto y un registro muy superfluo de sus emociones.
Ramón había intervenido pocas veces esa mañana, por medio de frases escuetas, redactadas con fastidio en una libreta. Esa forma de expresión resultaba tediosa: primero tenía que redactar el mensaje, luego pasar la libreta a su interlocutora y esperar a que lo leyera. Puesto que la asociación libre de ideas, pilar del método psicoanalítico, era imposible en esas condiciones, Teresa le propuso a Ramón una estrategia insólita: sostener sesiones de chat por internet en el consultorio. La dinámica consistiría en utilizar cada quien una computadora portátil; así, él podía escribir sus mensajes en el teclado y ella podría leerlos conforme los enviara, de manera casi simultánea. Aunque la idea de chatear en persona podía parecer un contrasentido, ella quería estar frente a él para captar las manifestaciones no verbales del inconsciente y responderle de viva voz, atenta a sus reacciones gestuales.
La propuesta no pareció entusiasmar a Ramón. Carmela, por el contrario, se mostró muy emocionada, y planeó de inmediato pedirle a su hijo que les prestara su laptop y les enseñara a usarla. Ella parecía segura de que se trataría de una terapia de pareja, pero Teresa ya le aclararía después que necesitaba primero trabajar a solas con Ramón.
Al terminar de podar las hojas, Teresa cortó los tallos que se ostentaban cogollos maduros y formó un racimo con ellos, cuidándose de que no se rozaran las partes más ricas en resina psicotrópica. Estos tallos pasarían un par de semanas secándose en una covacha adyacente, colgados boca abajo a lo largo de una cuerda. Una vez deshidratados, los cogollos serían puestos a “curar” en frascos de vidrio, proceso que tardaría seis meses y que daría como resultado una hierba de efectos vigorosos y sabor delicado.
Para suministrar marihuana a todos los pacientes que, movidos por el testimonio de otros, se acercaban a Teresa en busca de un remedio alternativo contra sus dolencias, necesitaba una producción cada vez mayor. La demanda estaba a punto de rebasar su capacidad de producción, así como la de su proveedor de tierra y abono especial para la cannabis, un biólogo hippie que vivía en Tepoztlán.
Estaba convencida de que la marihuana no tardaría muchos años en ser legalizada, y vivía con la confianza de que cuando eso sucediera ella podría divulgar su trabajo y dejar en manos de otros esa valiosa labor social. Mientras tanto tendría que rechazar cada día a más pacientes, diciéndoles que tendrían que conseguir la hierba por su cuenta, a pesar de que eso significaba que terminarían comprando un producto de pésima calidad en un mercado dominado por criminales.
Llevaba meses pensando en buscar a una socia, pero no conocía a nadie que tuviera la privacidad, el espacio y la vocación de servicio suficientes para realizar esa labor que, encima de todo, estaba penada con la cárcel. Por el momento tendría que continuar trabajando sola.
Bajó a darse un baño después del arduo trabajo. Era su momento favorito del día, entrar a la regadera y sentir el abrazo del agua cálida. Con una esponja muy suave repartía el jabón por su cuerpo. Siempre comenzaba por la nuca e iba bajando por su carne flácida; rodeaba las cicatrices de su pecho, dos sonrisas ciegas donde alguna vez hubo pezones. La espuma se acumulaba en el vello púbico, cada día más escaso. Teresa tomó asiento en un banquito de plástico para lavar sus piernas. No había prisa. Era una madre cariñosa de su propia vejez. Volvió a pensar en Eduardo, su benjamín psicoanalítico. Después de varias semanas de no mencionar el asunto, el sábado Teresa había decidido preguntarle si había alguna novedad con Emilia, su compañera en la Facultad. Fastidiado, Eduardo le dijo que habían estudiado juntos para la clase de latín y que no la había pasado bien. ¿Por qué? Emilia mordía la tapa del bolígrafo. Esa inocente fijación oral de la libido era inadmisible para Eduardo. ¿Cuántas bacterias no habría en ese trozo de plástico que Emilia sacaba con las manos del estuche, colocaba en el pupitre y luego se llevaba a la boca? No le había vuelto a hablar desde entonces.
Teresa decidió confrontarlo con las raíces de su fobia. Le preguntó si había soñado con Emilia. “¿por?”, dijo él a la defensiva. “¿Qué soñaste?”, insistió ella, traicionando los principios más sagrados de su escuela analítica. “No quiero hablar de eso”, dijo asustado. Teresa asintió respetuosamente, sabiendo que Eduardo no soportaría la falta de control sobre lo que ella pudiera imaginarse. Terminó por decirlo.
Soñaba con ella a cada rato. Ella quería matarlo, pero al hacerlo la que moría era ella. Casi siempre él estaba en una cama de hospital. Ella le cortaba el oxígeno y ella se asfixiaba. Eso era lo extraño. Cuando ella le amarraba una soga a él alrededor del cuello, el rostro de ella se amorataba; se le saltaban los ojos, se desvanecía. Él trataba de salvarla, pero era imposible, ella lo seguía ahorcando hasta matarse. “No me mates”, le suplicaba él, aunque era ella quien moría cada vez.
Teresa debía resignarse al hecho de que pasaría mucho tiempo antes de que Eduardo pudiera tener relaciones afectivas normales; en pocas palabras, seguiría solo, completamente solo, como ella, porque también se trataba de ella, de la proyección de su deseo, de la fantasía de bañarse por la noche y saber que alguien la acompañará en la cena, se meterá con ella a la cama y la abrazará sin reproches por la ausencia de los senos. Buenas noches, mi amor, dijo el silencio cuando Teresa apagó la luz.
** Comensal, Jorge. (2017). Las mutaciones. México:Antílope. 2ª Edición.