Dos años después hubo otro niño en otro tren, esta vez un chico de diez u once años, y en esta ocasión un tren subterráneo, el metro de París enfilando por un túnel de camino a no sabe dónde ni de dónde venía, como tampoco recuerda la época del año ni la hora, aunque sospecha que era al final de la jornada porque iba bastante lleno y en cada parada subía más gente, con Baumgartner instalado en un asiento y numerosos pasajeros de pie, sujetándose a las barras y las correas superiores, un metro viejo ruidoso de ruedas metálicas que chirriaban por los raíles de hierro y con unas preciosas puertas de madera barnizada que se abrían tirando hacia arriba de la manijas plateadas. Aún puede ver esas cosas, sentirlas: restos imperecederos de un pasado desaparecido hace mucho pero imborrable. Debió de haber alzado la vista del libro o periódico que estaba leyendo porque en cierto momento descubrió que tenía los ojos fijos en el chico y su padre, de pie delante de él junto a una de las barras verticales, uno frente a otro, en silencio en general, aunque de vez en cuando uno de los dos se inclinaba hacia delante y decía algo al otro, pero las ruedas del tren hacían demasiado ruido para que Baumgartner distinguiera una sola palabra. El chico de diez u once años era bien parecido y de talla media, ni escuálido ni regordete, ni moreno ni rubio, una obra en desarrollo que parecía ser un niño amable y bien educado que iba de paseo con su padre, y por la expresión de sus ojos Baumgartner creyó detectar en el chico un indicio de callada satisfacción, lo que sugería que las salidas con su padre en solitario eran acontecimientos poco frecuentes. En cuanto al padre, era como una masa de carne humana, un hombre barrigudo de rostro cetrino que podría ser un modesto funcionario, empleado de banca o administrativo de alguna empresa, un tipo deprimente que como mucho tendría treinta y tantos o cuarenta años pero que ya estaba en la lona a causa del trabajo, la vida o el mundo y no tenía esperanzas de volver a ponerse de pie. O eso imaginaba Baumgartner, aunque se dijo que seguramente estaba equivocado. Por lo que él sabía, el inteligente y prometedor muchacho bien podría ser un ladronzuelo y futuro atracador, y el hastiado padre, un dechado de entereza y fuerza interior. Entonces, en medio de esas confusas conjeturas, que siguen vivas en Baumgartner aún hoy, el chico se inclinó hacia delante y dijo algo a su padre, que un instante después le dio una bofetada. Una cachetada fuerte violenta, por ninguna razón aparente: tan ruidosa como un tiro de pistola, tan veloz como una bala disparada al pecho del muchacho. Baumgartner ha estado considerando durante cuarenta y nueve años lo que podría haber dicho para suscitar una reacción tan extrema y humillante, y aunque es consciente de que nunca lo sabrá, sigue preguntándoselo. El muchacho se quedó tan aturdido que durante dos o tres segundos simplemente permaneció inmóvil, sin inmutarse, y luego alzó el brazo y apretó la palma de la mano contra la mejilla atacada, que debía de escocerle tremendamente para entonces, y un momento después agachó la cabeza y miró al suelo, las facciones contraídas por el sufrimiento y luchando por contener las lágrimas que se agolpaban en los ojos. El padre se le quedó mirando desde su propio sufrimiento particular, horrorizado por lo que había hecho, avergonzado de la furia que había estallado de su mano impulsándolo a perpetrar una agresión así contra su hijo, como si por primera vez desde que se convirtió en padre empezara a entender que los padres poseen un ilimitado poder sobre los hijos y que abusar de tal autoridad es convertirse en un tirano y un rufián. Pensare lo que pensase, el hombre no se decidía a hablar con su hijo, que ahora lloraba a moco tendido y seguía con la vista fija en el suelo. Enteramente desconcertado, el padre metió la mano en el bolsillo y sacó un pañuelo que sostuvo frente al chico en un ángulo lo bastante bajo para que alcanzara a verlo, porque el chico se negaba a alzar los ojos del suelo. Al fin lo tomó y se tapó la cara con él, pero siguió sin levantar la cabeza. El padre no dijo nada. Veinte segundos después, el metro llegó a la parada de Baumgartner. Se levantó del asiento, se dirigió a una de las puertas, manipuló la manija metálica, se abrió la puerta y salió del andén. Se volteó a echar una última mirada, pero el chico y su padre quedaban ocultos a la vista por el gentío de nuevos pasajeros que abordaban el vagón.
Paul Auster 1847-2024. Fue un escritor, traductor y cineasta estadounidense. Entre sus obras, del siglo XXI, destacan El libro de las ilusiones (2002); Brookyn Follies (2005); Sunset Park (2010); Diario de Invierno (2012); 4321 (2017); La llama inmortal de Stephen Crane (2021); Un país bañado en sangre (2023), en colaboración con Spender Ostrander, y [su última novela] Baumgartner (2024).
Baumgartner es un profesor de Filosofía, tan excéntrico como tierno, sumido en el dolor por la pérdida de su gran amor, Anna, nueve años atrás. Su inminente jubilación desencadena un torrente de recuerdos y una nueva forma de ver el mundo que le devuelven las ganas de vivir. Decidido a seguir adelante, se embarca en una nueva relación, dando inicio a una serie de acontecimientos imprevisibles y sometidos a los caprichos del destino.