¿Y si el libro se inventara hoy?
El tema de la innovación conlleva una pregunta decisiva: ¿qué tan inaugural debe ser un invento? La importancia de un producto suele depender de su capacidad para sustituir a otro; sus aportaciones se miden en relación con lo que había antes. El inventor llega después.
Esto conduce a otra pregunta: ¿podemos inventar hacia atrás, reordenar de manera retrospectiva la historia de la técnica? Imaginemos una sociedad que dispone de computación, pero carece de imprenta. Un mundo donde sólo se lee en soportes electrónicos y donde incluso se han diseñado pastillas que permiten ingerir resúmenes de libros y se practican métodos hipnóticos para absorber documentos. ¿Qué sucedería si en esa modernidad alterna se inventara el libro impreso? Posiblemente sería visto como una superación de la computadora, no sólo por el prestigio que lo artesanal tiene ante la industria, sino por sus condiciones que lo artesanal tiene la industria, sino por sus condiciones funcionales.
Los indudables beneficios de la cibernética no se verían amenazados por el nuevo producto, incapaz de suplir da todas las aplicaciones; sin embargo, la gente, siempre dispuesta a comparecer peras con manzanas, celebraría no sólo la peculiaridad del libro en papel, sino su condición ultramoderna.
Después de años de leer en pantallas, se dispondría de un objeto que se abre al modo de una ventana o una puerta. Un aparato para entrar en él. Además, el conocimiento tendría repercusiones sensoriales, pues se podría asociar con el tacto, el olfato y la ley de gravedad, aportando las inauditas sensaciones de lo que funciona en tercera dimensión mientras se sopesa y acaricia. La lectura se transforma así en una experiencia táctil. Con el papel en las manos, el lector juzgaría la forma en que gravitan las palabras.
Por otra parte, al pertenecer al mundo del relieve, el sorprendente libro impreso permitiría asociar el tiempo de la lectura con el espacio que la contiene. Los neurólogos de esa modernidad confirmarían que el cerebro, acostumbrado a juzgar la realidad en profundidad (no sólo en sentido simbólico, sino material), analiza las cosas “de bulto”: si alguien interrumpe la lectura en la página 243, sabe, por el mero grosor del volumen, cuánto le queda por leer. La especie que aprendió a pensar mientras mordía manzanas se relaciona de un modo físico con el saber. Pasar página es un mordisco que acerca al corazón del fruto.
La condición portátil del libro cambiaría las costumbres de una comunidad que hasta entonces dependía de enchufes eléctricos. En su variante de bolsillo, el libro entraría en la ropa y sería llevado a todas partes. Los transportes públicos se llenarían de lectores que perderían su parada por estar absortos en las páginas, y así descubrirían que no hay vehículo más eficaz que la lectura.
Esta ubicuidad fomentaría prácticas escatológicas en las que no es necesario detenerse. Baste decir que la lectura acompañaría a los necesitados de distracción incluso en el baño.
Volvamos a la virtud artesanal de los libros en papel. La variedad de ediciones fomentaría el coleccionismo. Las personas pretenciosas podrían encuadernar en exquisita piel de tiburón volúmenes que no piensan leer pero desean lucir y los cazadores de rarezas buscarían títulos esquivos donde el valor agregado podría depender de un error de imprenta. Gracias a los variados diseños gráficos y los cambios de tipografía, los fetichistas descubrirían nuevas tentaciones. Sólo los tradicionalistas extrañarían la primitiva y monótona edad en que se leía en pantalla.
Las más curiosas consecuencias del invento tardarían algún tiempo en advertirse. Una de ellas está al margen de la ciencia y la comprobación empírica, pero sin duda existe. El libro en papel se mueve solo. Lo dejas en el escritorio y lo encuentras en el buró sin que nadie reconozca haberlo llevado ahí; lo colocas en la sección de los teólogos y aparece, tal vez en forma apropiada, junto a un manual de marxismo. A veces, un poeta furibundo coincide en el librero con otro poeta furibundo. Pablo de Rokha comparó a Vicente Huidobro con una gallina orgullosa de haber ido a Paría a poner un huevo. El malicioso azar puede hacer que esos poetas enemigos cacareen en la misma repisa. Las bibliotecas no tienen sosiego.
El hecho de que incluso los tomos pesados se desplacen sin ser vistos representaría un misterio menor, de no ser porque, conjeturalmente, los libros se mueven por la causa: buscan a sus lectores o se apartan de ellos. Hay que merecerlos. El password de un libro es el deseo de conseguirlo.
Es posible que estas ideas se deban a vivir en un país donde las librerías nunca han estado bien nutridas. Antes de internet, la Ciudad de México tenía más y mejores librerías que ahora, pero siempre había un tomo inencontrable. En la adolescencia, pasé casi dos años buscando una aventura que debería estar en todas partes, El vizconde de Bragelonne, tercera parte de Los tres mosqueteros, hasta que la descubrí en una feria del libro subterránea, en el pasaje del metro Zócalo-Pino Suárez. Esta dificultad de acceso me hizo pensar que los libros son hallados por méritos morales. El esfuerzo invertido en la búsqueda provoca que el hallazgo se perciba como una justificada recompensa. En cambio, la inmediatez de las descargas electrónicas resta importancia a la búsqueda.
La compra de productos digitales no depende de otro mérito que el dinero, pero nada garantiza que esa adquisición dure lo suficiente. Uno de los mayores abusos de la sociedad de mercado es la obsolescencia programada que obliga a renovar las mercancías.
Por el contrario, el sistema operativo del libro en papel no debe ser actualizado ni requiere de respaldo. Su tipografía es constante, pero su mensaje cambia con el tiempo y se presta a nuevas interpretaciones.
En una comunidad completamente electrónica, el inesperado invento del libro impreso traería sorpresas que nosotros sólo podemos vislumbrar a medias. Después de décadas de buscar datos en un acervo interconectado, donde cada respuesta es inmediata, se descubriría el demorado placer de averiguar.
El e-book puede reunir una gran biblioteca en espacio reducido. Esta ventaja no modifica su condición de objeto frío, que no pasa de mano en mano. Por otra parte, regalar una descarga electrónica nunca será tan afectuoso como regalar un libro impreso, único aparato inventado para modificarse con una dedicatoria.
Por último, siempre hay que tomar en cuenta las ventajas derivadas de los desastres. Si un libro se cae de las manos, ya sea por tedio, rabia o descuido, no pasa nada. Está hecho para venirse abajo sin problemas, algo muy distinto a lo que ocurre con las frágiles pantallas.
El libro ya cambió el mundo, pero si se inventara hoy, sería aún mejor.