Nota inicial
Este libro es producto del más certero egoísmo. He vivido en lo colectivo, siempre buscando —a veces retóricamente, lo confieso (aunque la manía de capturar la anécdota desbordaba la intencionalidad política)— la obsesión del rescate de la memoria social; pero ¿quién rescata la memoria propia? En la medida en que mi cerebro juega al queso gruyer y deja vacíos, zonas muertas y repletas de telarañas donde deberían estar los recuerdos, escribo también rescatarme. La segunda parte de esta queja continua que es literatura, es que aunque muchas de las historias me pertenecen, otras son reales pero ajenas, algunas son fabulaciones y aunque me he alejado bastante de la ficción o casi, esta tiene su espacio. Egoístamente he robado y saqueado recuerdos, de mis falsas memorias y de las remembranzas forasteras, sobre todo de mis amigos, a veces de los recuerdos inexistentes. Los yo del texto son engañosos, muchos no son propios. Pero, ¿todas las memorias nos pertenecen? Ergo, esto es como una novela y los que se reconozcan en ella bien harán, pero los que intuyan en sus páginas, bien deberían dejar de hacerlo.
1
Ellos
Ellos desde luego pensaban que eran inmortales.
Estaban absolutamente convencidos de que el pasado, el presente y el futuro eran material intercambiable tan sólo en un ciclo de 24 horas. Era la consecuencia de no tener demasiado pasado, de tener un desinformado exceso de involuntario respeto al presente y de no haberse puesto a pensar seriamente en el futuro. No tenían capacidad para imaginar pesimistamente el futuro. Por lo tanto, ni siquiera intuir que existía esa cosa llamada “el porvenir”.
Ellos creían fielmente en la multitud de fantásticos futuros paraísos que en aquellos años en la izquierda estaban de moda, y desde luego no participaban de la maligna frase de Paul Nizan, que hacía de la adolescencia y la juventud una desgracia irreparable, aunque la citaban frecuentemente, pasada la frase ´por la pluma de Malraux…
27
Vida (1968)
Ellos no sabían que lo que estaba por suceder iba a modificar absolutamente sus vidas. Muchos entramos a la universidad y el año 68 se deslizó desde el inicio de clases amable, sorprendente y agitado hasta llegar julio. Luego todo cambió, para siempre. Ellos no percibían las señales en el aire, aunque sin ningún rigor climático los pronosticaban tras el movimiento parisino en mayo, las movilizaciones estudiantiles norteamericanas y el socialismo rebelde de Praga. Esto era la práctica que confirmaba la teoría, pero la realidad nacional estaba más en el territorio de la las telenovelas que en el sueño libertario. Ellos no pulsaban la tensión porque ya habían aprendido que las ilusiones rojas de los pequeños grupos de izquierda que había en cada escuela, y había en todas (Chapingo, CPS de la UNAM, Economía de IPN, la Voca 7, la Normal Superior, Prepa 2, Biológicas del Poli, Ciencias de la UNAM, Prepa 8), tenían serios problemas para entender al país, al menos desde el Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, de Pepe Revueltas. Ellos eran generosos, entregados, creyentes, pero un poco pendejos.
31
El ruso
Era de noche. Estábamos montando el campamento en el zócalo para quedar ahí hasta que el gobierno diera una respuesta a las demandas, cuando la Puerta Mariana del Palacio se abrió y comenzaron a salir unas tanquetas; no recuerdo que sus motores hicieran mucho ruido, ni siquiera recuerdo los gritos de las 2 mil o 3 mil estudiantes que estábamos en la plaza. Toda la escena parece registrada en la memoria en silencio, cual película muda. ¿Eran muchas tanquetas? Seis o siete o diez. También entraron por la calle Moneda y se fueron directo al centro del Zócalo. ¿Venían tras ellas soldados de infantería? Si es así, no lo recuerdo. ¿Por qué las llamo tanquetas y no tanques?
Me dijeron que se gritaba “¡México, libertad!” mientras nos íbamos replegando. Una de ellas se detuvo ante nosotros, a 4 o 5 metros. El soldado que iba en la ametralladora frontal, casi a la altura del chofer de un automóvil nos apuntaba. Parecía muy asustado bajo su caso verde. David Cortés, alias el ruso, rompió la pata metálica de una silla de paleta con la que estábamos armando el campamento y se fue sobre la tanqueta gritando, le dio dos o tres palazos al caso del soldado antes de que pudiéramos arrastrarlo, arrancándole la mitad de la camisa. No paramos de correr hasta el Palacio de Bellas Artes siempre pensando por qué no había disparado.
Al día siguiente, en el jardín de la facultad contábamos por milésima vez la historia cuando apareció David, grandote, con rostro lampiño de inocente, y escuchó sorprendido su historia. Finalmente dijo:
—No mames. ¿yo hice eso? No jueguen.
Se le había borrado, y por más que le contamos con detalle lo que había sucedido, los tubazos, la cara del soldado, su camisa rota, no recordaba nada.
Son chingaderas. Para un pinche día de gloria que tienes de vida…
32
Culpa
Logré salir huyendo de Ciudad Universitaria cuando entraron los tanques gracias a que Héctor, el Chilito, estaba tomando el sol en el techo de Ciencias Políticas y los vio entrar a lo lejos. ¡Hay unos pinches tanques!, gritaba enloquecido y sin camiseta, y por más que los gritos que le devolvieron eran rudos (“Te insolaste, pendejo”), se la creímos. Corrí con Marco y Elisa Ramírez hacia la barda de Copilco, unos metros atrás iba Romero, el dirigente más lúcido de nuestra escuela. Lo vi llegar a la barda y agarrarse, atrás de él venía una compañera que creo que se llamaba Silvia, que lo alcanzó: ¡No me da la falda! (vestía de blanco), y Romero se bajó para ayudarla, cuando apareció un soldado y le cortó cartucho. Esa falda que no daba le costó tres años en la cárcel. Luego averiguamos que esa Silvia o como se llamase era agente del Gobierno de DF.
Pero eso fue la toma de Ciudad Universitaria; luego pasé a la clandestinidad viviendo en la casa de unos amigos de mi padre y tratando de reconstruir el comité de brigadas universitario, moviendo dos mimeógrafos que habíamos salvado de la toma de Ciudad Universitaria tres días antes de que entrara el ejército, y usando los carros de dos hijas de funcionarios del DF, Flor y Guadalupe, que los llevaban en las cajuelas de sus coches, llegábamos a un garaje donde había compañeros y papel e imprimían los volantes siguiendo rutas mientras continuaban las detenciones.