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De rituales de castigo a autodefensas armadas: la evolución del linchamiento en México

Los linchamientos en México responden a una compleja interacción de factores estructurales donde convergen precariedad social, déficit institucional de justicia, impunidad y débiles capacidades policiales, fenómeno que lejos de disminuir ha evolucionado hacia formas organizadas de autodefensa armada, advirtió Antonio Fuentes Díaz, profesor investigador del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades Alfonso Vélez Pliego de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

El fenómeno presenta una tendencia creciente alarmante: según el Informe Especial sobre Linchamientos en el Territorio Nacional de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), publicado en mayo de 2019, los casos aumentaron 37 por ciento en 2016 respecto al año anterior, con un repunte dramático de 190 por ciento en 2018, al pasar de 60 a 174 casos. Las víctimas (fallecidos y lesionados) se incrementaron 146 por ciento en ese mismo periodo, pasando de 110 en 2017 a 271 en 2018. Puebla, estado de México, Hidalgo, Tlaxcala, Oaxaca y la Ciudad de México concentraron más de 74 por ciento de los casos durante ese periodo.

El informe de la CNDH se basó en casos reportados por medios de comunicación y aplicó encuestas en los cuatro estados con mayor frecuencia de linchamientos durante 1988-2014: Estado de México, Puebla, Ciudad de México y Morelos.

Raíces en la precariedad y la impunidad

Los primeros estudios sobre linchamientos en México, datados de 2001, identificaron que el fenómeno surgía principalmente como respuesta a robos y asaltos, explicó Fuentes Díaz. “Los linchamientos serían un acto que revela inconsistencias o problemas en otros múltiples ámbitos”, señaló el investigador, quien subrayó que estos eventos reflejan un contexto de precariedad social donde se castigaba con la muerte a personas que habían robado objetos aparentemente simples como bicicletas o aves de corral.

El académico destacó que las estadísticas marcan una correlación directa entre el aumento de los linchamientos y el incremento del delito de robo en la segunda mitad de la década de los años 1990. A esto se sumó un sistema de justicia profundamente deficiente: “En la década de 2000, los estudios mostraron un índice de impunidad muy alto para el caso de países como México, que casi llegaba al 98 por ciento”, explicó el sociólogo, lo que significa que de cada cien denuncias, noventa y ocho quedaban impunes.

Puebla encabeza incidencia nacional

En Puebla, uno de los estados con mayor incidencia, en 2019 se registraron 276 linchamientos según cifras oficiales —391 de acuerdo con el registro del Observatorio Ciudadano de Seguridad del Consejo de Seguridad Pública y Justicia de Puebla, basado en un monitoreo hemerográfico—; en 2020 hubo 148; en 2021, 97; en 2022, 22; en 2023 se llevaban entre 17 intentos, dos consumados; entre diciembre de 2024 y lo que va de 2025, la Secretaría de Gobernación estatal registró 49 intentos y tres consumados.

Fuentes Díaz identificó como factor determinante de la tendencia que se agudizó significativamente a partir de 2017 la reforma implementada durante el gobierno de Rafael Moreno Valle en 2013, que concentró los Ministerios Públicos en la capital del estado y ciudades intermedias. “Esta contracción de los Ministerios Públicos generó una problemática de denuncia. Poner una denuncia implicaba una serie de gastos a veces muy difíciles de sortear para los familiares”, explicó el investigador.

Esta dificultad para acceder a la justicia formal derivó en lo que el especialista denominó “actuación de no denuncia”, donde las comunidades suplantaron los mecanismos institucionales con formas propias de justiciamiento.

Es importante destacar que los estudiosos del tema coiciden en que no existe un registro oficial unificado del gobierno federal sobre linchamientos, por lo que todas las cifras que se pueden hallar provienen de monitoreo hemerográfico de medios de comunicación, registros de organismos de derechos humanos y trabajo académico. Las diferencias en las cifras entre fuentes se deben a variaciones en las metodologías de recopilación y definiciones utilizadas por sus analistas.

Organización previa y códigos vecinales

Contrario a la percepción común, Fuentes Díaz enfatizó que los linchamientos no son hechos espontáneos ni aislados. “Realmente había un colectivo o un grupo que más o menos se conocía previamente, que compartía las mismas rutas de transporte o vivía en el mismo lugar”, precisó. El investigador explicó que existe organización previa basada en códigos vecinales o barriales, donde los mismos vecinos deciden ejecutar el castigo públicamente para demostrar que en su territorio no se tolerarán delitos.

Los programas de participación ciudadana importados de Estados Unidos y Reino Unido, conocidos como “vecino vigilante”, tuvieron efectos perversos en el contexto mexicano. “No se contempló que una facultación como la de ‘vecinos vigilantes’ implicaba, para el contexto local, que se iba a derivar más bien a que los vecinos organizados iban a linchar”, advirtió el sociólogo. Lo que debía ser participación legal ciudadana se transformó en fomento de linchamientos, con mantas que amenazaban directamente con matar o quemar a delincuentes.

Herramienta de presión política

El fenómeno evolucionó hacia una dimensión política cuando las comunidades descubrieron su potencial como mecanismo de presión. “Los linchamientos, como son actos muy espectaculares y cubiertos por los medios de comunicación, empezaron a ser vistos por algunos grupos, pueblos o barrios como medidas de presión política para reclamar alguna demanda en específica”, explicó Fuentes Díaz. Esta amenaza se incorporó como repertorio de protesta, comparable a cerrar calles o realizar plantones, utilizada especialmente para evitar desalojos mediante la retención de policías o la quema de patrullas.

Acuerdos extralegales y letalidad

El investigador reveló hallazgos sobre acuerdos informales entre comités de vigilancia y policías de proximidad que, aunque políticamente incorrectos, operaban en el terreno.

“Una de las formas en que se empezó a negociar la punición era que los propios integrantes de la policía permitían a los colectivos… la actividad de golpear a los detenidos que ellos hacían de manera extralegal”.

“Se encontró una medida media entre colectivos de vigilantes y policías donde decir: ‘Bueno, ustedes péguenle, se los dejamos aquí un rato, le van a pegar, pero no lo vayan a matar. Ese era el trato’”.

“Tanto los colectivos como los policías coincidían [en la explicación]: ‘Nosotros nos quitamos un problema de papeleo de burocracia y de tiempo’”, explicó el académico. Paradójicamente, estos acuerdos extralegales lograron reducir la letalidad de los eventos, mientras que en localidades sin comités organizados el castigo derivaba frecuentemente en ejecuciones.

Víctimas inocentes y familias estigmatizadas

Fuentes Díaz advirtió sobre la alta probabilidad de que muchas personas linchadas sean inocentes, que estuvieron en el lugar equivocado, aunque reconoció que no existe estadística fiable al respecto. El académico señaló una realidad alarmante: en México no existe ninguna denuncia formal de víctimas de violencia tumultuaria. Visitadores de la Comisión de Derechos Humanos confirmaron que la violación de derechos continúa incluso con las familias de los linchados, quienes enfrentan estigma y amenazas que en algunos casos las obligan a desplazarse de sus localidades.

Transición hacia la autodefensa armada

El investigador identificó una transformación crítica en el fenómeno: “Pasamos de una sociedad en los años 90 que generaba episodios de contención a través de rituales de castigo a una sociedad donde ahora genera contención sobre el delito a partir de organizarse de manera armada”, explicó. Muchos grupos que posteriormente se conformaron como autodefensas o guardias comunitarias iniciaron siendo colectivos de linchadores. Esta evolución responde a nuevas formas de criminalidad: mientras los linchamientos castigan delitos comunes, las organizaciones armadas confrontan criminalidad de alto poder de fuego, particularmente ante el aumento de delitos como la extorsión.

Falla institucional y desvinculación académica

Fuentes Díaz criticó las políticas de seguridad actuales y la desconexión entre gobierno y academia. “Aunque se diga que cambió la política de seguridad, realmente a nivel de las localidades estas transformaciones no son tan evidentes”, señaló en referencia al periodo posterior a 2018, año en que se da un cambio de gobierno y con ello un cambio de estrategia de seguridad pública. El académico identificó un déficit estructural en los cuerpos policiales, insuficientes y con niveles desiguales de instrucción, particularmente a nivel municipal.

El protocolo de atención para intervenir en linchamientos, aunque bien diseñado jurídicamente, carece de operabilidad práctica. “El diseño mismo del protocolo de intervención ‘ya juega a toro pasado’. Cuando se articula el protocolo de intervención es porque ya la gente está en la calle golpeando a la persona”, advirtió el investigador. Desde la academia se propuso reformar el protocolo e implementar comités focalizados en localidades con incidencia, pero estas metodologías preventivas no han sido adoptadas por los responsables de seguridad pública, remató.

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