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El gran error de Dios

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p-03Cuando tenía unos quince años había en Kanazawua un misionero de la Iglesia Ortodoxa Griega, y recuerdo que me dio un ejemplar de la traducción japonesa del Génesis, con una encuadernación de estilo japonés, diciéndome que me lo llevara a casa y lo leyera. Lo leí, pero me pareció que no tenía sentido alguno. En el principio estaba Dios… pero ¿por qué Dios habría de crear el mundo? Aquello me sorprendió mucho.

El mismo año un amigo mío se convirtió al protestantismo. Quería que yo también me hiciera cristiano y me invitó a que me bautizara, pero le dije que no podía ser bautizado a menos que estuviera convencido de la verdad del cristianismo, y todavía me tenía perplejo la cuestión de por qué Dios habría creado el mundo. Acudí a otro misionero, esta vez protestante, y le hice la misma pregunta. Me dijo que todo debe tener un creador a fin de recibir la existencia. Entonces le pregunté quién había creado a Dios. Replicó que Dios se había creado a sí mismo; que no era una creatura. Esta respuesta no me pareció nada satisfactoria, y esa misma pregunta siempre ha sido un impedimento para convertirme al cristianismo. También recuerdo que aquel misionero siempre llevaba a todas partes un gran manojo de llaves y esto me pareció muy extraño. En aquellos días nadie en Japón cerraba nada, así que cuando lo vi con tantas llaves me pregunté por qué necesitaba cerrar tantas cosas.

Según la leyenda, en sus primeros años de vida, al Buda le perturbaba el problema del nacimiento y la muerte. Esto procede del sistema de pensamiento hindú, pues la mente hindú se preocupa por el ciclo de nacimiento y muerte, o como diríamos hoy, por la bifurcación entre sujeto y objeto. Cuando nos enfrentamos a esta bifurcación, cuando el sujeto y el objeto son contrarios entre sí, el resultado es la ansiedad y el miedo que nos trastornan en Occidente; y no sólo en Occidente, sino en todo el mundo.

Este problema de la emancipación del nacimiento y la muerte turbó a Buda tan intensamente que no pudo continuar su vida ordinaria. Abandonó su residencia palaciega y su familia, y se fue al bosque, al pie de los Himalayas. Lo primero que hizo fue visitar a los filósofos. Esta apelación al intelecto y la razón era del todo natural, pues cuando los hombres y mujeres jóvenes tienen dificultades, quieren resolver sus problemas por medio de la razón, y esto es cierto no sólo históricamente sino también psicológicamente. Sin embargo, aunque Buda estudió bajo la guía de los filósofos, varios años después sus problemas no se habían resuelto y aún estaba dominado por el ciclo de nacimiento y muerte… Ni la disciplina intelectual ni la disciplina moral podían resolver su problema.

La vida religiosa o espiritual es algo que trasciende los intentos intelectuales encaminados a alcanzar la realidad. Otras religiones recalcan la disciplina moral (mediante el ascetismo), pero el esfuerzo moral jamás puede llegar al reino de la espiritualidad. Cuando hemos alcanzado el plano espiritual, la vida moral emana con naturalidad, pero la disciplina moral y el intelecto nunca nos llevarán a esa vida espiritual. Debemos trascender el aspecto sujeto-objeto de la existencia.

¿Cómo llegamos a este reino trascendental? Se alcanza cuando la personalidad y la enseñanza, o el interrogador y la pregunta, se identifican. Mientras Buda tenía su pregunta ante él; mientras la tenía fuera y separada de él, como si pudiera resolverse por medios externos, no podía resolverla. La pregunta sale de quien la formula. Pero cuando está fuera, el que hace la pregunta cree, por error, que es algo que existe fuera de él. La pregunta solamente se responde cuando se identifica con quien la formula.

Cuando Dios creó el mundo fuera de Sí mismo, cometió un gran error. No podía resolver el problema del mundo mientras lo mantuviera fuera de Sí. En la terminología teológica cristiana, Dios, para decir “Soy”, tiene que negarse a Sí mismo. Para que Dios se conozca a Sí mismo tiene que negarse, y su negación aparece en la forma de la creación del mundo de los particulares. Ser Dios es no ser Dios. Debemos negarnos a nosotros mismos para negarnos. Nuestra afirmación es negación, pero mientras permanezcamos en negación no tendremos descanso; debemos regresar a la afirmación. Debemos salir de nosotros mismos y regresar. Salimos a la negación, pero esa negación debe volver a la afirmación. Salir es regresar. Pero para darnos cuenta de que salir es regresar, hemos de pasar a través de toda clase de sufrimientos y dificultades, de pruebas y disciplinas.

Así pues, Buda pasó a través de las disciplinas intelectuales y morales, pero éstas no le pertenecían. Situó su cuerpo y su intelecto fuera de él. Planteó el problema y él mismo estaba separado de él. Diseccionó el problema con su intelecto, como si fuera el bisturí de un cirujano, pero un cadáver no puede ser devuelto a la vida por la simple operación de un bisturí de cirujano. Es necesario algo más que la disección. Hay que inyectar algo en el cuerpo para devolverle la vida y, no obstante, seguimos diseccionándonos y tratando de encontrar dónde se encuentra el yo.

La solución final siempre procede de dentro. Si la pregunta sale del yo, debe regresar del yo. El yo y el no-yo deben identificarse. Cuando la pregunta sale de quien la formula y se separa de él, él no pude resolverla. La conciencia humana está hecha de tal manera que, al principio, había una profunda falta de conocimiento. Entonces fue cuando se comió del fruto del árbol del conocimiento, conocimiento que consiste en hacer a quien conoce diferente de lo que se conoce. Este es el origen del mundo. El fruto nos separó del no conocer, en el sentido de no conocer ni sujeto ni objeto. Este despertar del conocimiento tuvo como consecuencia nuestra expulsión del jardín del Edén. Pero tenemos un deseo persistente de regresar al estado de conciencia anterior, hablando epistemológicamente, a la creación, al estado en que no hay división sujeto-objeto, al tiempo en que sólo había Dios tal como era antes de que creara el mundo. La separación de Dios del mundo es el origen de todos nuestros trastornos. Tenemos un deseo innato de estar unidos con Dios.

Si Dios, tras haber creado el mundo, se separa de él, ya no es Dios. Si se separa a Sí mismo del mundo, o quiere separarse a Sí mismo, no es Dios. El mundo no es mundo cuando está separado de Dios. Dios debe estar en el mundo, y el mundo en Dios. Esto no significa que abogue por una doctrina de inmanencia que es, al mismo tiempo trascendencia. Existe Dios y existe el mundo, pero también existe algo que va de uno a otro. Existe un vacío que no se puede unificar. Existe una comunión constante y, al mismo tiempo, una constante diferenciación. Existen dos cosas y, al mismo tiempo, una sola. Dios no pudo evitar la creación del mundo. Al crear el mundo Dios se convirtió en Dios.

Cuando Buda llegó a este impasse, las disciplinas intelectuales y morales no podían resolver el problema. Pero este estaba allí, y le trastornaba. No sabía qué hacer. Cuando se sentó bajo el árbol durante una semana (como se dice en los Sutras) en su mente había un gran torbellino. Antes, cuando estudió filosofía, la persecución intelectual del problema había sido el objeto visible de su búsqueda. Ahora no había objeto. Cuando emprendió la disciplina y el ascetismo, hubo un objeto; al abandonarlos perdió, de hecho, su objeto. Cuando descubrió que las disciplinas no logran resolver el problema, ¿qué podía hacer? No quedaba nada más. Sin embargo, el problema aún estaba ahí, y no podía serle indiferente. Pendía sobre su cabeza y amenazaba con privarle de la vida. No podía encontrar el significado de la vida, y si el significado de la vida era desconocido, ¿cuál era la utilidad de vivir? Pero tampoco podía morir. Si morir resolvía el problema, no sería resuelto de la misma manera que lo sería viviendo. No podía vivir ni morir.

Durante aquella semana el Buda debió de haber sufrido una prueba terrible. Todos experimentamos esta prueba a diferentes grados, unos más, otros menos, pero la experimentamos. Cuando el trastorno alcanza su clímax, la conciencia de sujeto y objeto muere, por así decirlo, y se hunde en la inconsciencia. Mientras tenemos conciencia hay siempre dos aspectos, sujeto y objeto, la persona que hace la pregunta y la pregunta. Pero este estado conduce a la tortura espiritual y mental, y la conciencia puede volver a hundirse en sí misma. Esto es lo que se denomina samadhi, ser absorbido en la meditación, y cuando llegamos a esto todo está perdido. Psicológicamente hay un completo estado de inconsciencia. Pero cuando se alcanza este estado, incluso esto no es el final. Tiene que haber despertar, y este despertar suele producirse a través de la estimulación sensorial. Cuando Buda se encontraba en este estado, se le ocurrió mirar el lucero del alba. Los rayos de la estrella atravesaron su ojo, tocaron el nervio y pasaron al cerebro, como diríamos hoy, y así despertó de la inconsciencia y pasó al estado de conciencia. De la unificación total se origina la separación, y tras la separación tenemos este mundo. Pero lo que los budistas llaman iluminación consiste en que lo inconsciente empieza a pasar al estado de conciencia, o conocimiento de sujeto y objeto. El instante en que empezamos a ser conscientes es el momento de la iluminación.

En términos teológicos aproximados, cuando Dios pensó por primera vez en crear el mundo, cuando el pensamiento se produjo por primera vez en Su mente, cuando deseó o pensó (pues desear es pensar en su sentido fundamental), cuando aquella voluntad tuvo lugar en su mente, fue el momento en que se conoció a Sí mismo. En aquel momento el mundo empezó a existir. Por ello los teólogos cristianos dicen: <<Dios pensó: “Que haya luz”, y hubo luz>> Pero la oscuridad llegó con ella, pues la luz nunca está sola. La luz siempre va con la oscuridad. La afirmación se vuelve negación, pero la negación regresa a la afirmación original. Salir es regresar. El hecho de que Dios adquiera conciencia de Sí mismo fue el movimiento por el que el mundo empezó a existir. Ver este movimiento como dos es intelecto. En el plano espiritual es un solo movimiento, hacia fuera y de regreso, no dos. No existe tiempo ni espacio, aunque hablemos en términos de tiempo y espacio. Cuando una cosa está espacialmente <<aquí>>, su otro aspecto está en el tiempo. Cuando hablamos de tiempo, el espacio está ahí (implicado), y cuando hay espacio hay tiempo. Pero en el reino espiritual no hay espacio ni tiempo, pues todo es uno. En consecuencia, jamás se produjo la creación en un momento particular del tiempo. El principio de la creación fue un principio sin principio, y existe una continua creación sin tiempo. Dios regresa a Sí mismo al mismo tiempo que sale, y este único movimiento es la iluminación. Buda lo experimentó, y entonces descubrió por fin la respuesta a su problema.

Pensamos en mañana, pensamos en el pasado, tenemos sueños y nos atormentamos. La imaginación, el recuerdo y la expectación componen nuestras vidas y nos causan sufrimiento. No sugiero que debamos vivir sin ellas, como un perro, pero debemos aprender a vivir con toda nuestra historia y nuestros recuerdos, con todas nuestras expectativas escatológicas, como si no hubiera nada en el pasado o el futuro. Esto es vivir en el reino espiritual, y esto se puede experimentar a través de la iluminación.

 

 

 

 

1  Tomado de: D.T.Suziki, El ámbito del zen, ed. Kairós, Barcelona, 2005.

 

 

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