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La Brecha que Dios abre

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Traducción de A. Ashwell.

 

Dios como el Ser Supremo —el timonel cuya segura mano conduce el universo; el que ordena todas las cosas hacia un buen propósito; el ojo abarcador y providencial que todo alcanza ver— ha tenido una larga vida. Pero en nuestra condición postmoderna reconocemos la inestabilidad de los fundamentos tradicionales, las ambigüedades de los viejos absolutos, la complejidad del entrelazado sin fin de los sistemas sin clausura (“Internet” es muy postmoderno). El mundo no es un prolijo y divinamente administrado cosmos ni tampoco puro caos; sino más bien lo que James Joyce describió proféticamente como “caosmos”, una danza de probabilidades que algunas veces produce improbables resultados. Todo ello se ajusta a la narrativa bíblica de la creación: en el inicio, en el tiempo en que Dios creaba el mundo, los elementos ya existen, son tan viejos como Dios. La Biblia comienza con una “B” (bet, bereshit) no una A (aleph). Lo primero ya está habitado por lo segundo (justamente como la deconstrucción predijo). Los elementos bíblicos eran demasiado femeninos para los teólogos del ex nihilo que vinieron después, quienes mejor prefirieron una muestra de testosterona divina. El creador se las tuvo que arreglar de la mejor manera con lo que tenía, esperando lo mejor, igual que todos nosotros. La fe no es un puerto seguro, sino un asunto riesgoso. Dios no es la garantía de un mundo ordenado, sino el nombre de una promesa, de una promesa no cumplida, en la que cada promesa es también un riesgo y una llamarada de esperanza en un planeta sufriente.

No creo en la existencia de Dios, sino en la persistencia de Dios. No digo que Dios “existe”, sino que Dios nos convoca, Dios nos llama, como una no bienvenida interrupción, una solicitud silenciosa pero insistente, que puede o no puede volverse verdadera. La tarea de la teología no es describir las campanas y los silbidos que adornan a un ser celestial, sino la de meditar sobre todo aquello a lo que se nos convoca, todo lo que intentamos atraer en con el nombre de Dios. En el mundo posmoderno este nombre monoteísta no tiene un monopolio. Dios emerge aquí y allá, a menudo bajo otros nombres y no en los libros encuadernados de la teología, sino entre las hojas sueltas que describen una fe más subrepticia e insegura, una inquieta esperanza, una promesa más honda pero incumplida y un deseo; o un deseo más allá del deseo que nunca se satisface. No sé lo que deseo cuando deseo a Dios, pero ese no saber no es una falta, sino un libre aventurarse en la aventura humana, la promesa/riesgo, la estructura misma de la esperanza y la expectación, no de este Mesías o del otro, sino una expectación mesiánica que no está inmune de secretamente desear que el Mesías nunca se aparezca.

Dios no trae clausura, sino que abre una brecha. Un Dios de brechas no es la brecha que Dios llena sino la brecha que Dios abre. El nombre de Dios vuelve al presente un espacio convulsionado por un pasado inmemorial y un futuro impensado. “Bueno, bueno”, ciertamente muy bueno. Esto no es una declaración de una verdad, sino una promesa en espera de que nosotros la hagamos buena —Y nadie está garantizando nada.

 

 

 

 

1 Este texto fue publicado en la revista judía Tikkun por John D. Caputo, profesor de religiones de la Universidad de Siracusa. Caputo se especializa en teología posmoderna. Su mayor obra es La debilidad de Dios: una teología del evento. 2006. Premio AAR a un libro de teología constructiva.

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