La infinita variedad de medidas disponibles en Francia escapaba a toda comprensión. Las medidas variaban no solo dentro de cada provincia, sino también dentro de cada comarca y casi de cada villa o ciudad. Se estima que había unos 800 nombres de medidas y, teniendo en cuenta su diferente cuantía en diferentes ciudades, unas 250 mil medidas en realidad distintas. Cada noble podía fijar en su feudo un sistema de unidades completamente diferente al de su vecino. El deseo de una medida general para todo el territorio era una vieja aspiración. En abril de 1789, el astrónomo Lalande propuso sin éxito al rey que tomara las medidas empleadas en París como patrón para todo el reino. Era un primer intento de estandarización, aunque no de racionalización. En Francia no hubo “estandarización racional” hasta la Revolución (1789).
La estandarización de las medidas sería una de las primeras exigencias en los Estados Generales. El 17 de junio de 1789, mientras los representantes del Tercer Estado se autoproclamaban Asamblea Nacional en la sala del juego de pelota del palacio de Versalles, los miembros de la Academia de Ciencias, entre ellos Laplace, se reunían en una sala del palacio de Louvre para formar una comisión que hiciera una propuesta en firme sobre la uniformización de los pesos y las medidas. La revolución métrica acababa de arrancar, aunque tardaría más de una década en llegar a buen puerto. El proyecto conoció desde su origen un desarrollo zigzagueante, sujeto a los vaivenes políticos. Muchos fueron los avatares de la revolución científica de la época.
El 27 de marzo de 1790, el obispo Talleyrand elevó a la Asamblea Nacional una propuesta al respecto emitida por Condorcet en nombre de la Academia: Memoria sobre la necesidad y los medios de volver uniformes, en todo el reino, todas las medidas de longitud y de peso. Talleyrand, asesorado por los científicos de la academia, propuso a la asamblea la adopción de un revolucionario sistema de pesos y medidas basado en tres únicos principios:
—El sistema seguirá la escala decimal.
—Todas las unidades se definirían a partir de la unidad de longitud.
—La unidad fundamental de longitud se extraería de la naturaleza.
La unidad fundamental de longitud, que —según propuso el propio Laplace (aunque otros autores adjudican la ocurrente Auguste-Savinien Leblond, un profesor de matemáticas) recibió el nombre de metro (medida en griego), tendría los siguientes múltiplos: el decámetro (10 metros), el hectómetro (100 metros) y el kilómetro (mil metros ). Así como los siguientes submúltiplos: el decímetro (la décima parte de un metro, es decir 0.1 metros), el centímetro (la centésima parte, 0.01 metros) y el milímetro (0.001 metros). El sistema métrico sería, al igual que la aritmética decimal.
El origen del Sistema Solar: La hiótesis nebular
Hacia 1796, Pierre-Simon de Lapace (1749-1827) concluía el último capítulo (muy corto) de la obra titulada “Consideraciones sobre el sistema del mundo y sobre los progresos futuros de la astronomía”. En esta obra Laplace conjeturaba sobre cuál podría haber sido el origen del sistema solar.
Laplace partía de unos datos conocidos por los astrónomos de esa época y que Newton nunca había logrado explicar: Todos los planetas giran en el mismo sentido y en órbitas que están confinadas casi en el mismo plano; además, dichas órbitas tienen muy poca excentricidad (son prácticamente circulares) y se distinguen bien de las de los cometas (que son bastante excéntricas, de giro a veces retrógrado y poseen diferentes inclinaciones con respecto al plano en el que se mueven los planetas y satélites).
Para Laplace, este fenómeno era altamente improbable y no podía deberse al mero azar, sino que tenía que tener una causa bien definida. Aun más, dado que todos los cuerpos celestes, a excepción de los cometas, compartían unas características similares, argumentaba que tenía que ser porque compartían un origen común.
Laplace postuló que inicialmente el Sol tenía un tamaño mucho mayor que el actual y su atmósfera se extendía hasta los confines del sistema solar, conformando una especie de nebulosa primitiva. En ese estado, el sol se parecería a las nebulosas que el telescopio mostraba. Conforme las moléculas más exteriores de la atmósfera solar fueron enfriándose, formaron anillos circulares en torno a su estrella, que se condensaron en globos y originaron los distintos planetas. Así, a causa del propio movimiento de rotación de la atmósfera solar, se explicaría que todos los planetas y sus satélites girasen en el mismo sentido y en el mismo plano. Además, según fuese perdiendo masa, esta atmósfera iría girando cada vez más rápido sobre sí misma, de modo que era natural que los planetas más exteriores girasen más lentamente que los interiores alrededor del Sol. Por último, las distintas posiciones de los planetas se explicarían coincidiendo con los momentos críticos en que la fuerza centrífuga causada por la rotación solar había superado la fuerza gravitatoria que mantenía las moléculas solares atrapadas. Resumiendo: los múltiples anillos concéntricos de vapores que giraban en torno al Sol eran, en esa hipótesis, el origen común de los planetas. Los cometas eran, en cambio, cuerpos celestes ajenos al sistema solar. A partir de 1811, con la presentación por parte de William Herschel de sus primeros trabajos sobre la evolución de las nebulosas, el estatuto filosófico de la hipótesis de Laplace cambió radicalmente: de ser una mera especulación ilustrada a ser un modelo plausible. Probablemente, el primer modelo cosmológico científico. Por un lado, Herschel estableció fuera de duda que algunas nebulosas eran enormes nubes gaseosas de aspecto lechoso y con un núcleo luminoso, lo que se avenía muy bien con la idea de un Sol y una atmósfera solar gigantes. Por otro lado, mantuvo que ciertas estrellas pasaban a través de varias etapas de condensación nebular como resultado de la atracción gravitatoria. Estimulado por el descubrimiento, Laplace inmediatamente lo reseñó para el periódico oficial del gobierno, Le Moniteur Universal. Paralelamente fueron elevándose voces críticas con la hipótesis de Laplace (un argumento de peso es que no todos los planetas y satélites del sistema solar giran en el mismo sentido: Tritón, el satélite de Neptuno descubierto en 1846, n gira en sentido directo sino retrógrado).
Una revolución también científica
La revolución francesa movilizó a los científicos y viceversa. De hecho, sorprende descubrir el gran número de científicos que estuvieron involucrados en los acontecimientos políticos: Bailly, el astrónomo, los geómetras Condorcet, Monge y Laplace, el ingeniero Carnot, los químicos Lavoisier, Fourcroy y Bertholet. Algunos filósofos e historiadores de la ciencia proponen que la relación no fue casual y que los políticos aplicaron a su campo los mismos principios que los científicos venían aplicando al suyo. De igual manera que un gas se concebía ahora como un conjunto de moléculas, o un ser vivo como un conjunto de células, el Estado pasó a verse como un conjunto de ciudadanos: la nación. Lejos quedaba ya el tiempo en que Luis XIV, el Rey Sol, exclamaba: “El Estado soy yo”.