Los antiguos griegos no tenían que lidiar con la complicada y extenuante memorización de 118 nombres de elementos químicos y sus correspondientes símbolos y propiedades. Para ellos solo existían cuatro elementos, cuya combinación en distintas proporciones daba lugar a todo aquello que existía en la naturaleza y el universo: el fuego (cálido y seco), el agua (fría y húmeda), el aire (cálido y húmedo) y la tierra (fría y seca). Cada cosa se formaba de una pequeña cantidad de alguno de estos cuatro elementos, de manera tal que (pensaban ellos) podía ser posible transformar una sustancia en otra simplemente mediante un proceso en el cual se removiera o adicionara un poco de cada uno. La idea de transformar de una sustancia en otra, dio lugar eventualmente al concepto de la piedra filosofal, la cual se pensaba podría emplearse para convertir cualquier sustancia en otra, en particular, para convertir una sustancia simple y abundante en otra más valiosa y apreciada. Platón pensaba que estos cuatro elementos podían ser obtenidos a su vez a partir de un elemento desconocido y más fundamental: la prima materia. Esta idea se mantuvo hasta bien entrado el siglo XVI, cuando el alquimista alemán Paracelso, cuyo nombre real fue Philippus Aureolus Teofrasto Bombastus von Hohenheim, denominó a dicha sustancia alkahest, convencido de que dicha sustancia era la verdadera piedra filosofal.
Durante la Edad Media los alquimistas árabes, europeos y orientales persiguieron el sueño de la piedra filosofal. En la infructuosa búsqueda, aunque condenada al fracaso inminente, descubrieron nuevos elementos químicos: el fósforo, el arsénico, el antimonio, el bismuto y el zinc; también descubrieron sustancias compuestas tales como el ácido muriático (o clorhídrico) o el ácido nítrico. Aunque el término alquimista pudiera tener hoy en día connotaciones negativas, asociándose a la idea de un charlatán o brujo, algunos científicos cultos y distinguidos que hoy admiramos como Isaac Newton y Robert Boyle practicaron el antiguo arte de la alquimia. Muchos explicaban la ineficiencia de la búsqueda de la piedra filosofal (o del elixir de la vida, que será tema de otra conversación) por la propia impureza del alma de los practicantes, razón por la cual se recomendaba primero purificar al individuo a través de la oración, el ayuno y la penitencia, antes de intentar transmutar los metales. Quizá por esta razón es que en el libro MutusLiber (Libro Mudo, en latín), publicado en Francia en 1677 por Pedro Savouret, y que se supone contiene los secretos para crear la piedra filosofal (ilustrado a través de 15 láminas grabadas solo con imágenes, sin ninguna palabra), encontramos como una excepción en las últimas dos láminas un par de frases, diciendo la de la lámina 14: “Ora, Lege, Lege, Lege, Relege, Labora et Invenies” (Ora, Lee, Lee, Lee, Relee, Trabaja y Encontrarás), que es tal vez una invitación a adoptar una vida de meditación y oración, estudio y trabajo, como camino para descubrir el secreto mayor de los alquimistas.
Tal vez nunca lo sepamos con certeza, pero es posible que algunos alquimistas alcanzaran la transmutación de sus almas con más éxito que la de la materia. Y así, en la búsqueda de la máxima transformación, sus corazones que eran más parecidos a una piedra, inerte y ambiciosa, se convirtieron en generosos y amorosos testigos de que no todo lo que brilla es oro.
(*) El Dr. Miguel Angel Méndez-Rojas es profesor e investigador Titular de Tiempo Completo del Departamento de Ciencias Químico-Biológicas de la Universidad de las Américas Puebla. Premio Estatal de Ciencia y Tecnología en la categoría de Divulgación Científica y Tecnológica 2013.