Mario celebró su primer cumpleaños en la travesía. Pero no hubo mucho festejo. Estaba a más de 3 mil kilómetros de su hogar, en un país que no era el suyo y separado de sus padres y la mayoría de sus hermanos.
Unos meses antes, hombres armados habían irrumpido en un encuentro familiar y secuestrado a nueve niños, entre ellos a Mario y a sus hermanos. Los secuestradores liberaron a los niños varios días después, pero el episodio dejó en claro que sus vidas corrían peligro. Sus padres le pidieron a una pareja de amigos cercanos que sacaran a Mario y a su hermano de siete años del país, lejos del peligro. Estaba previsto que sus hermanas partieran más adelante con sus abuelos.
Mario y su hermano llegaron sanos y salvos a su destino, donde esperaban en breve reunirse nuevamente con toda la familia. Pero nunca más volvieron a ver a sus padres. Seis meses después de la partida de Mario, en vísperas de emprender su propia huida a un lugar seguro, su padre fue muerto por militares, y su madre, que estaba embarazada, fue apresada, torturada y finalmente desaparecida.
La historia de Mario resuena hoy en las experiencias de innumerables niños centroamericanos que en los últimos años han huido de una terrible violencia en sus comunidades de origen, cruzando fronteras en busca de refugio. Pero la suya no es una historia sobre Centroamérica, ni tampoco es una historia del presente. La huida de Mario ocurrió en 1976, en el momento más álgido de la represión de la izquierda latinoamericana durante la Guerra Fría. El padre de Mario, Mario Roberto Santucho, era el líder de una de las guerrillas marxistas más grandes del hemisferio. El país del que huyeron los niños era Argentina. Su destino: Cuba.
Hay, por supuesto, diversas y profundas diferencias entre la experiencia de Mario y la de los niños centroamericanos refugiados de hoy: el contexto político, la naturaleza de la violencia, las implicancias geopolíticas de la huída de los pequeños, tanto para las sociedades de partida como para las de llegada, y ni que hablar de lo que sucedió en el caso de Mario y sus hermanos una vez llegados a destino. El Estado cubano, gracias a sus afinidades políticas con los padres revolucionarios, recibió a los niños con los brazos abiertos, ofreciéndoles protección primero en la embajada cubana en Buenos Aires y luego en La Habana.
Pero los paralelismos entre estas dos historias tan dispares de niños refugiados también son reveladores. El solo hecho de plantear la comparación nos invita a ver al movimiento transfronterizo de niños centroamericanos de los últimos años no como algo excepcional y sin precedentes, sino como parte de una historia más larga de movilidad infantil en el hemisferio. Nos invita a reflexionar también sobre los refugiados jóvenes que han cruzado otras fronteras, no solo la que separa a México de Estados Unidos. Nos propone, en suma, a pensar la migración infantil como un fenómeno social y político y a explorar las diversas maneras en que ha evolucionado en el tiempo y a lo largo y ancho del hemisferio.
Nacimiento de una “crisis”
En 2014, los medios de comunicación comenzaron a informar sobre una “oleada” de migrantes en la frontera entre Estados Unidos y México. Pero lo que distinguió ese momento y los patrones de detención fronteriza a partir de entonces no fueron las cifras absolutas de personas que cruzan la frontera, que en perspectiva histórica son inferiores a las de cualquier otro momento, sino el perfil demográfico de los que cruzan, y más concretamente, por la proporción de niños entre ellos. En 2014 aumentó el número de menores no acompañados que cruzaron la frontera, alcanzando los 68,541, según el Servicio de Aduanas y Protección de Fronteras, sumados a 68,445 “unidades familiares”, término con el que los organismos de inmigraciones de Estados Unidos designan a los grupos compuestos por uno o más niños que viajan con uno o ambos padres. En total, respecto al año anterior, la cantidad de menores no acompañados se incrementó en un 77 por ciento y la de familias en un 361 por ciento. El “problema” particular que surgió en la frontera en 2014 no fue, por lo tanto, la migración en general, sino específicamente la migración infantil.
Se podría decir que el hemisferio ha estado viviendo desde entonces a la sombra de 2014. Si bien la cantidad de niños migrantes, tanto menores no acompañados como niños en unidades familiares, ha fluctuado, las cifras se han mantenido altas. Lo sucedido en 2014 catalizó el establecimiento, durante el gobierno de Barack Obama, del actual aparato de detención de familias en Estados Unidos, en el marco del cual hasta la fecha se ha encarcelado a decenas de miles de padres e hijos migrantes. La “crisis” de 2014 también preparó el terreno para que dos años y medio más tarde el gobierno de Donald Trump comenzara a aplicar una serie de políticas ilegales y crueles, dirigidas a disuadir a quienes buscaran asilo y criminalizarlos, así como a desmantelar las protecciones jurídicas a las que tienen derecho en virtud de las leyes nacionales y el derecho internacional. Los cuerpos de los niños migrantes y sus traumas emocionales se convirtieron en un territorio político para reafirmar las fronteras nacionales y los imperativos de seguridad nacional.
Al mismo tiempo, el trato que se da a los niños migrantes ha suscitado fuertes críticas del público. De las muchas políticas devastadoras introducidas por el gobierno de Trump, ninguna ha provocado una indignación tan potente y extendida como la política de separación de familias de 2018 y el escándalo de los “niños en jaulas” que estalló en la primavera de 2019. Ha corrido mucha tinta condenando, con toda razón, estas terribles violaciones de los derechos humanos. Sin embargo, lo que ha estado curiosamente ausente del debate público es un análisis crítico del fenómeno de la migración infantil y de la categoría de niño/a refugiado. Otro tema que ha estado ausente es cómo a través de violencia y medidas punitivas, los Estados y sus instituciones han contribuido a producir nuevas categorías de niños migrantes, exiliados y refugiados.
Al igual que para muchos niños migrantes de hoy, para Mario y sus hermanos cruzar fronteras formaba parte de una estrategia de supervivencia. La historia de Mario, como las que se relatan en este dossier, nos invitan a considerar el contexto y las causas de la movilidad de los niños, la violencia que sufren, el papel de los Estados y otros actores en sus trayectorias, las resistencias que protagonizan y las posibilidades que tienen de forjar nuevas vidas e identidades. Recordar la experiencia de Mario también nos permite reflexionar sobre los efectos pasados y presentes de las desigualdades sociales y raciales tan extendidas en el hemisferio y las diferencias entre refugiados de clase media como Mario y niños pobres, campesinos o indígenas. Por último, nos invita a pensar cómo la movilidad de los niños y los jóvenes habilita ciertos tipos de políticas, tanto represivas como liberadoras, no solo para los jóvenes, sino también para todos los migrantes y que es necesario cuestionar, confrontar y desmantelar.
Una versión anterior de este texto ha sido publicada en la revista NACLA como parte de un dossier sobre migración infantil del Grupo de Trabajo sobre Infancias y Migración, conformado por 10 colegas de cinco países y diversas disciplinas que puede ser consultado en:
https://nacla.org/news/infancia-migracion-en-las-americas