Date:

Share:

Los ninguneados

spot_img

Los franciscanos, los doce primeros apóstoles que llegaron a México en junio de 1524, creen que, si evangelizan a todos los indios encontrados, el mundo se acabará de una vez y por todas. Son suicidas en masa. Empujan el final, lo precipitan cuando bautizan en grupos, a razón de trecientos cincuenta mil indios por año, en sacramentos que son regaderas, en sumergidas de todo un pueblo en el fango más cercano, en sustituir en las oraciones al misterioso “Dador de la Vida, el que está en la cercanía, el que está en el anillo, la noche que es viento” de los toltecas con el nombre de Jesucristo; “el libro de tinta negra y roja” por los evangelios; al Hombre Tecolote con Satanás; Tlaxcala por Belén; “aquel por el que se vive” de los nahuas por el castizo “aquel para quien se vive”.

Los franciscanos apuraron el final para que llegara el reino de los cielos y ya no importó que no quisieran decir lo mismo los agradecimientos matutinos de los mexicas: “Ha salido el sol, nos alumbra y comunica su claridad y su resplandor debe ser labrado en una piedra” que la traducción de los frailes: “Él, el sol, calienta nuestro cuerpo, así Nuestro Señor Jesucristo es como la luz de nuestra alma que hay que labrar para o que precise”. No importó nada más que precipitar la llegada del Reino del Otro Mundo, como sea, al chilazo, aunque fuera a partir de una mentira: que los indios eran precristianos o que habían olvidado las lecciones del apóstol santo Tomás que había llegado antes, y se llamó Quetzalcóatl.

Eran las órdenes de las monjas visionarias que sentían a Cristo dentro de sus templos, que las hacía gemir entre lágrimas y lenguas adámicas, que desgarraban sus ropas para tomar una prenda que se perdía para siempre en este mundo ´porque Dios se la había llevado al más allá. Era La Beata del Barco de Ávila a la que se venía la deshonra con el sentimiento de la presencia de Dios, de la que no podía dudar porque “estaba dentro de mí y yo toda engolfada en Él”; que sentía el entendimiento como espantado; la voluntad ama más que entiende, mas ni entiende si ama, ni qué hace, de manera que lo pueda decir”, esa misma Beata del Barco fue la que señaló la última acción: “Irse entre los infieles”. Y hasta ahí llegaron los frailes, los doce apóstoles del nuevo mundo: Martín de Valencia, Francisco de Soto, Martín de la Coruña, Toribio de Benavente llamado “Motolinía”, es decir, “el que se aflige”, García de Cisneros, Luis Fuensalida, Juan de Ribas, Paco Jiménez, Andrés de Córdoba y Juan de Palos, además de Pedro Melgarejo y Diego Altamirano, primo de Cortés. Y, desesperados por cumplir la orden cósmica del final de los tiempos apuraron la llegada de un reino en la Tierra que no contaminara su obra con la avaricia de los españoles. Y cometieron el pecado político número uno: pensar que se podían quedar con la Nueva España. Lean, si no, lo que escriben al rey de España los franciscanos reunidos en México el 8 de marzo de 1594:

La Nueva España consiste de dos naciones, la española y la de los indios. La de los indios es natural, que están en su propia tierra, donde se les promulgó el Santo Evangelio y ellos lo recibieron con gran voluntad. La otra nación, la de los españoles, es advenediza y acrecentada, que ha venido a seguir su suerte en estos reinos. Son repúblicas independientes y es injusticia que se ordene la una a la otra y que la natural sea sierva de la advenediza y extranjera.

            Ellos que habían estudiado el náhuatl y los libros de tinta roja y negra para encontrarle recovecos de cristianismo, ellos, quienes recorrieron todo el territorio bautizando a mansalva, ellos, que inauguraron el género de la etnografía apocalíptica, fueron acusados de querer independizarse, poner a Juan de Zumárraga, como sacerdote supremo de una orden reformadora, y a Hernán Cortés como virrey de la Nueva España. Fracasan, son derrotados, se les prohibe enseñar el náhuatl “para que los indios no se comuniquen entre ellos”, se les cancelan las facilidades para levantar escuelas de indios como la de Tlatelolco, se les quitan de las manos herrumbrosas los textos que recogen las tradiciones indígenas ya torcidas para parecer cristianas.

Es un desastre. A Fray Bernardino de Sahagún se le confiscan sus tomos de Historia Universal de las cosas de la Nueva España en 1577 y los rehace de memoria. Diez años después lo excomulgan y se entera de ello prácticamente exiliado en Guatemala, defendiéndose de las censuras que le impiden hablar y publicar. Tiene ochenta años y está casi ciego. Los franciscanos indigenistas han terminado expulsados o encarcelados por alimentar una “conspiración” contra las autoridades. El Reino del Fin de los Tiempos no llegó a este mundo.

Frabrizio Mejía Madrid (ciudad de México, 1968) es un escritor, cronista y ensayista. Ha colaborado en La Jornada, Proceso y Gatopardo. De su obra que comprende más de veinte títulos, destacan Disparos en la oscuridad (2010), Tequila, DF (2008), Salida de Emergencia (2007), Esa luz que nos deslumbra (2017), El rencor (2020) y Hombre al agua (2004), reconocida con el premio Antonin Artaud.

* [email protected]

** Mejía Madrid, Fabricio. (2023). Los ninguneados. México: Fondo de Cultura Económica, Colección Popular 830, (pp. 45-53).

Más Articulos