La mano derecha, humilde, pero como si prolongase aún el mágico impulso, descendió con suma tranquilidad a tiempo de que el arco describía en el aire una suave parábola. Eran evidentes la actitud de pleno descanso, de feliz desahogo y cierta escondida sensación de victoria y dominio, aunque todo ello se expresara como con timidez y vergüenza, como con miedo de destruir algún íntimo sortilegio o de disipar algún secretísimo diálogo interior a la vez muy hondo y muy puro. La otra mano permaneció inmóvil sobre el diapasón, también víctima del hechizo y la alegría, igualmente atenta a no romper el minuto sagrado, y sus dedos parecían no atreverse a recobrar la posición ordinaria, fijos de estupor, quietos a causa del milagro.
Aquello era increíble, mas con todo, la expresión del rostro de Rafael mostrase singularmente paradójica y absurda. Una sonrisa tonta vagaba por sus labios y se diría que de pronto iba a llorar de agradecimiento, de lamentable humildad.
—No puede ser, no es cierto, es demasiado hermoso —balbuceó presa de una agitación extraña y enfermiza. Apartó el violín debajo su barbilla y oprimiéndolo luego con el codo, la mano izquierda libre y sin que la otra abandonase el arco, se puso a examinar ambas flexionando ridículamente los dedos, una y otra vez, como si los quisiera desembarazar de un calambre—. No puedo creerlo, es demasiado —repitió.
Después de las más amargas incertidumbres, hoy era como si las tinieblas de la duda se hubieran disipado para siempre. Su mano izquierda se había conducido con destreza, seguridad e iniciativa extraordinaria; supo ir, de la primera a la séptima posiciones, no solo cuanto a lo que la partitura indicaba, sino, sobre todo, por cuanto a la inquietud de descubrir nuevos matices y enriquecer el timbre mediante la selección de cuerdas que el propio compositor no había señalado. En esta forma los periodos opacos cobraron una brillantez súbita; las frases banales, un patetismo arrebatador y todo aquello que ya era de por sí profundo y noble se elevó a una espléndida y altiva grandeza. Por lo que hace a los sonidos simultáneos —que fueron su más atroz pesadilla en el Conservatorio—, le fue posible alcanzar no sólo las terceras, sino todas las décimas de doble cuerda, aun cuando éstas siempre se la habían dificultado grandemente a causa de la torpe digitación. La mano derecha, a su vez, se condujo con exactitud y precisión prodigiosas al encontrar y obtener, cuando se la requería para ello, el punto de la escala propio o el color más inesperado de la encordadura, ya aproximándose o alejándose del puente, ya con el uso del arco entero o sólo del talón o la punta, según lo pidiese el fraseo. O finalmente, con el ataque individual de cada sonido en el alegre y juvenil stacatto o en el brioso y reidor saltando. A causa de todo eso la impresión de conjunto resultó de una intensidad conmovedora y los sentimientos que la música expresaba, la bondad, el amor, la angustia, la esperanza, la serenidad del alma, surgieron libres, radiantes y jubilosos como un canto sobrenatural y lleno de misterio.
“Ahora cambiará todo —se dijo Rafael después de haberse escuchado—; será todo distinto. Todo cambiará.” Sonreía hacia algo muy interior de sí mismo y por eso su rostro mostraba un aire estúpido. Era imposible darse cuenta si un fantástico dios nacía en lo más hondo de su ser o si un oscuro ángel malo y potente se combinaba en turbia forma con ese dios.
Caminó en dirección de la mesa cubierta con un mantel de hule roñoso, y en el negro y deteriorado estuche que sobre ella descansaba guardó el violín después de cubrirlo con un paño verde. Llamaron su atención las figuras del mantel, infinita y repetidamente repetidas en cada una de las porciones que lo componían. “Todo cambiará, todo”, se repitió, y advirtió que ahora esa frase se refería al mantel. Cuántas veces no hubiera deseado cambiarlo, pero cuántas, también, no se guardaba ni siquiera de formular este deseo frente a su mujer, tan pobre, tan delgada y tan llena de palabras que no se atrevía a pronunciar jamás. Eran unas tercas figuras de volatineros sin sentido, inmóviles, inhumanos, que se arrojaban unos a otros doce círculos de color a guisa de los globos de cristal que los volatineros reales se arrojan en las ferias.
“Hasta esto mismo, hasta este mantel cambiará”, finalizó sin detenerse a considerar lo prosaico de su empeño —cuando lo embargaban en contraste tan elevadas emociones— y sin que la vaga y penosa sonrisa se esfumara de sus labios.
No quería sentirse feliz, no quería desatar, sacrílegamente, esa dicha que iluminaba su espíritu. Algo indecible se la había revelado, más era preciso callar porque tal revelación era un secreto infinito.
Nuevamente se miró las manos y otra vez se sintió muy pequeño, como si esas manos no fueran suyas. “Es demasiado hermoso, no puede ser. Pero ahora todo cambiará, gracias a Dios.” Lo indecible de que nadie hubiera escuchado su ejecución, y que él, que él solo sobre la tierra, fuera su propio testigo, sin nadie más.
—Parece como si tuvieras fiebre; tus ojos no son naturales —le dijo su mujer a la hora de la comida. No era eso lo que quería decirle, sin embargo, querría haberle dicho, pero no pudo, que, su mirada era demasiado sumisa y llena de bondad, que sus ojos tenían una indulgencia y una resignación aterradoras.
—¿Estás enfermo? —preguntaron a codo y con ansiedad los niños. Rafael no respondió sino con su sonrisa lastimera y lejana.
“No les diré una palabra. Lo que me ocurre es como un pecado que no se puede confesar.” Y al decir esto Rafael sintió un tremendo impulso de ponerse de pie y dar a su mujer un beso en la frente, pero lo detuvo la idea de que aquello le causaría alarma…
Cuentos mexicanos presenta una antología de los mejores autores de la segunda mitad del siglo XX. Estos cuentos fueron escritos en poco más de una década, de 1952 a 1963, y sin embargo siguen conservando una furiosa actualidad. Los cuentos incluidos son El guardagujas, ¡Diles que no me maten!, Lo que uno solo escucha. La suerte de Teodoro Méndez Acubal, Chac Mool, Amelia Otero y Tarde de agosto.
El lector se encontrará con sus propios sueños, con su mundo, con sus ilusiones puestas, de alguna manera, en el mágico lenguaje de estos prodigiosos escritores mexicanos.
Juan José Arreola
Juan Rulfo
José Revueltas
Rosario Castellanos
Carlos Fuentes
Sergio Pitol
José Emilio Pacheco
** Revueltas, José. (2001). Lo que sólo uno escucha. En Cuentos mexicanos Antología. México: Alfaguara