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Basura y arquitectura bioclimática

En México, la arquitectura bioclimática —aquella que busca adaptarse al entorno natural, reduciendo el impacto ambiental y optimizando el uso de recursos como la luz, el agua, el viento o la energía— sigue siendo la excepción y no la norma. Aunque el país cuenta con una rica tradición de construcción adaptada al clima, desde los pueblos mayas, los mexicas y culturas prehispánicas hasta las viviendas de adobe en comunidades rurales, la modernidad ha traído consigo un modelo de urbanización que ignora el entorno, consume recursos en exceso, generando cantidades alarmantes de desechos y es justo ahí donde está el problema, planteando graves inconvenientes con respecto a la basura y la forma en que la manejamos.

México produce más de 120 mil toneladas de residuos sólidos urbanos cada día y menos de 10 por ciento se recicla formalmente, según datos de la Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat). El resto termina en tiraderos a cielo abierto, rellenos sanitarios colapsados o, peor aún, en carreteras, ríos, calles y bosques. Esto representa no solo un problema de contaminación, sino también de graves inconvenientes sociales y económicos por inundaciones de carácter peligroso, además de una oportunidad perdida en la recuperación de recursos.

La arquitectura bioclimática moderna se alimenta del reciclaje, no solo de materiales, sino de una visión sistémica del entorno, reutilizando madera, vidrio, plásticos, metales o incluso llantas y residuos orgánicos que permiten construir viviendas térmicamente eficientes, con menor huella ecológica y costos más bajos; sin embargo, en México estos materiales reciclados no están disponibles en cantidad, calidad ni precios suficientes, porque el sistema de recolección y reciclaje es caótico y poco profesionalizado.

Por otro lado, en México tenemos uno de los índices de radiación solar más altos del mundo y desgraciadamente no adoptamos el uso de tecnologías pasivas útiles para compensarlo, como construcción de muros térmicos, techos verdes o captación de agua de lluvia, que apenas se explora fuera de ciertos desarrollos de élite o proyectos académicos. Esto no se debe solo a la falta de cultura ambiental, sino también a una cadena de suministro defectuosa, sin la adecuada utilización de materiales aislantes reciclados, la pobre fabricación de plásticos resistentes al calor, botellas de Polietileno Tereftalato (PET) transformadas en aislantes térmicos o vidrios reutilizados, que literalmente no circulan en el mercado para poderse adquirir con facilidad.

Una de las razones que generan estas conductas biológicamente nocivas es porque nuestra basura no se separa correctamente. En países donde la arquitectura bioclimática ha avanzado, como Alemania, Suecia, Dinamarca o Japón, los residuos son materia prima codiciada y no un desperdicio. Hay normas claras de separación, con incentivos fiscales para arquitecturas verdes e industrias que transforman basura en ladrillos, vigas o mobiliario. En México, en cambio, el PET sucio o mezclado con restos orgánicos pierde valor. El vidrio roto no se clasifica y los residuos de construcción suelen terminar amontonados o enterrados, sin ningún tipo de reaprovechamiento. A esto se suma la falta de políticas públicas claras. Aunque existen normas oficiales sobre eficiencia energética en construcciones nuevas (como la NOM-020-ENER), su aplicación es limitada y su fiscalización, casi inexistente. Pocos municipios exigen criterios bioclimáticos en sus reglamentos urbanos. Además, no se incentiva el uso de materiales reciclados en la construcción ni se apoya suficientemente a emprendedores que quieren innovar con productos sostenibles.

Por otro lado, la informalidad en el manejo de residuos, donde los “pepenadores” cumplen una función crucial, pero no reconocida oficialmente, genera un círculo vicioso pues no hay infraestructura digna para la separación y clasificación, lo cual impide que los arquitectos, diseñadores o ingenieros accedan a insumos reciclados que estén debidamente certificados.

La arquitectura bioclimática es, en el fondo, una forma de escuchar al entorno en un intento de entender hacia dónde sopla el viento, cuánta luz entra por una ventana, o cómo aprovechar las lluvias sin depender de sistemas costosos; pero para lograrlo, se necesita una sociedad que valore lo que desecha. Es decir que vea en la basura no un problema qué esconder, sino una solución potencial.

Según un estudio publicado en la revista científica Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America (en español, traducida como “Actas de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos de América”; PNAS por las siglas en inglés), se calcula a la biomasa total del planeta, considerando el peso seco, es de alrededor de 550 mil millones de toneladas. Se estima que en el mundo se generan alrededor de 2 mil 300 millones de toneladas de basura al año. En el año 2020, el peso total de la materia fabricada por el ser humano (construcciones, plástico, asfalto, acero, etcétera) superó por primera vez el peso de toda la biomasa del planeta. Esto incluye todo lo que hemos construido, como edificios, carreteras, celulares, ropa, automóviles y ductos, entre muchos otros. Con esto podemos entender que la acumulación de materia hecha por el ser humano, gran parte no biodegradable, ya sobrepasa el peso de toda la vida del planeta. Es un dato simbólico y aterrador. Hemos construido más cosas de las que la Tierra puede regenerar. Cada año, el balance se inclina más hacia lo artificial.

Mientras México no se tome en serio el reciclaje, no como obligación moral, sino como estrategia productiva, la arquitectura sostenible seguirá siendo una curiosidad universitaria o un lujo para sectores de alto poder adquisitivo y seguiremos construyendo viviendas que se calientan con gas y se enfrían con aire acondicionado, usando materiales que son extremadamente contaminantes.

No puede haber arquitectura bioclimática sin gestión inteligente de residuos. Si queremos ciudades que respiren mejor, que consuman menos y que construyan más con menos, debemos empezar por revolucionar la forma en que tratamos nuestra basura, porque ahí, entre los restos de nuestra vida diaria, está el ladrillo del futuro.

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