Hay palabras que tienen un impacto terrible sobre la conciencia, el sentido común, la razón y el sano juicio, al grado de carecer de calificativos lo suficientemente descriptivos para poder transmitir su significado auténtico. La palabra hambre puede considerarse así, y no precisamente cuando nos referimos a esa sensación fisiológica que todos experimentamos cotidianamente como una necesidad inmediata y que nos induce a comer; sino de aquella que mata, tanto en su forma aguda como crónica.
Con frecuencia, en una forma morbosa, son divulgadas imágenes impactantes y desgarradoras de gente hambrienta; desde individuos con los cuerpos esqueléticos, consumidos, postrados, debilitados hasta el extremo, hasta aquellos con las miradas oscuras y perdidas en un futuro que macabramente puede predecirse como fatal en un periodo muy corto.
Pero estos cuadros solamente muestran un aspecto: el problema agudo. Cuando se revisan estadísticas y se hacen cálculos, se llega a conclusiones impresionantes. 842 millones de seres humanos padecen hambre en su forma más grave, generando problemas que matan alrededor de 34 mil niños menores de cinco años diariamente. Esto significa que más de 12 millones fallecerán por año. La cifra es mayor que el total de personas que fueron aniquiladas en la Segunda Guerra Mundial y es equivalente al número de personas que morirían, instantáneamente, si cayera cada tres días durante un año, una bomba atómica del mismo poder de aquella que estalló en Hiroshima el siglo pasado. Otra forma de verlo en números es imaginar que cada cuatro segundos, muere una persona por falta de alimento. Estos recuentos no solamente asustan. Provocan pavor y pánico.
Las cifras también pueden generar inconciencia, sobre todo, en los políticos. En un estudio llevado a cabo por la Organización para la Agricultura y la Alimentación, de la Organización de la Naciones Unidas (FAO), por sus siglas en inglés, se afirma que bastarían 25 millones de dólares anuales para reducir los indicadores de desnutrición en América Latina y salvar a 900 mil niños de la muerte. Si consideramos que las “aventuras bélicas” de Estados Unidos son costosas (hay cálculos conservadores que plantean un precio de más de 200 mil millones de dólares, gastados solamente en Vietnam), con solamente 0.125% de esta cantidad, se abatiría totalmente la desnutrición en América.
Casi una tercera parte de los niños pobres sufren retraso, no solamente en el crecimiento sino también en su desarrollo, por la desnutrición. Esto se podría revertir con un porcentaje mínimo del que emplean los países en la investigación y desarrollo bélico; pero las naciones “ricas” enmarcados por los Estados Unidos, saben perfectamente que el hambre en el mundo los beneficia, en primer lugar porque la gente sujeta a esta condición, trabaja con los salarios más bajos. Asimismo, un individuo hambriento tiene menos libertad, lo que lo convierte en vulnerable y sobre todo, manipulable. Pero entonces el manejo de alimentos tanto en su tráfico, monopolización, acaparamiento y generación se debe considerar como una verdadera arma de destrucción masiva.
Los mecanismos de producción tecnificada en Estados Unidos han arruinado al campesino en México bajo una forma catastrófica y algo que nos salva es la producción de tequila y cerveza, que incluso se exporta, pero también agrava indirectamente nuestros problemas de salud en el consumo de alcohol. A final de cuentas, ebrios no tenemos hambre.
Pero lo más grave del asunto es que se considera que México difícilmente va a alcanzar la denominada suficiencia alimentaria pues importamos alrededor del 45 por ciento de los productos agropecuarios y de acuerdo a los parámetros de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), un país es autosuficiente cuando tiene la capacidad de producir 75 por ciento de los alimentos como mínimo.
Esta grave situación tiene muchas explicaciones que giran en torno a las diferencias de aplicación tecnológica en el norte, centro y sur del país, dentro de lo que sobresale un mayor aprovechamiento en el norte, en el centro la producción por hectárea es baja y en el sur es casi nula.
La Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa) no solamente sobresale por su ineficacia sino también por la incompetencia y corrupción. Valga como un ejemplo en Puebla, la rimbombante noticia de que a los agricultores les entregaron unas máquinas denominadas mototractores.
Esto no debió llevarse a cabo pues el 21 de febrero de este 2014 la Auditoría Superior de la Federación detectó la falsificación de firmas en 168 expedientes, y mil 690 aparatos que fueron adquiridos con un desvergonzado sobrecosto.
Pero lo peor no es esto, sino que, para los campesinos, la utilización de estas herramientas es literalmente inservible, pues es imposible aplicarlas en el campo poblano. Valiosos recursos que en un insolente desafío a la lógica, lo único que generan es la visión certera de un gobierno estatal corrupto y con una visión equivocada, incongruente, abusiva y sobre todo injusta para nuestros hombres de campo, que en pleno siglo XXI, siguen arando la tierra con yuntas, que en los países ricos dejaron de usarse desde el siglo XIX. Más de 100 años de atraso tecnológico, que se sigue impulsando con la ofensiva riqueza de unos cuantos políticos a quienes nosotros, como sociedad, simplemente no les importamos.
Pero aunque parezca una paradoja, en México comer bien es factible. Si tomamos en cuenta que la base de una buena alimentación gira en torno al consumo de cereales no refinados, tenemos tortillas. El consumo diario de frutas y verduras puede ser algo relativamente económico si se buscan los productos de temporada. En la página electrónica de la Procuraduría Federal del Consumidor (Profeco) hay un vínculo que marca los precios que se establecen cotidianamente a través de la oferta y la demanda. Es justo decir que en los mercados los alimentos son más baratos que en los centros comerciales de autoservicio. Por citar un ejemplo, el kilogramo de tortilla para el 15 de junio cuesta en promedio 11 pesos. Una ensalada con espinacas representa alrededor de 5.30 pesos por manojo. Una lechuga de buen tamaño, 8.80 pesos; un kilogramo de jitomate, 13.80; el kilogramo de mango manila, 10.40; el kilogramo de melón, 14.20; el kilogramo de piña, 11.68; el kilogramo de sandía, 5.93; el kilogramo de toronja, 8.06 o el kilogramo de zanahoria, 8.35. El kilogramo de arroz, 9.30; el kilogramo de frijol, 10.90; el kilogramo de lenteja, 12.90.
Por supuesto, un salario mínimo no alcanza para alimentar decorosamente a una familia de cuatro personas; pero buscando la forma, los mejores precios y evitando los productos que en frituras y envases con aluminio acompañados del nocivo refresco (destacando la coca cola) o las comidas rápidas, tan comunes en nuestros jóvenes, podemos aspirar a una mejor alimentación. Todo se podría resumir en una frase: “si el mexicano supiera comer, dejaría de padecer…”