La verdadera Batalla de Puebla, la gran batalla, la heroica, trágica, grandiosa Batalla de Puebla, no duró un día, sino muchos más. En su carta a Lorencez, Luis Napoleón reconocía que Prim había tenido razón, y que para conquistar México hacía falta cuando menos treinta mil hombres. El Cuerpo Legislativo francés aprobó su envío, Lorencez regresó a Francia, y a México llegó el General Elías F. Forey, al frente de dos divisiones que hicieron ascender a veintiocho mil hombres al total de tropas francesas en territorio mexicano. Una división estaba bajo las órdenes del General Carlos Abel Douay. La otra al mando del General Francisco Aquiles Bazaine, futuro Mariscal de Francia. A esto se agregaban casi siete mil hombres más, entre las fuerzas auxiliares mexicanas comandadas por los generales Almonte y Leonardo Márquez, y los contingentes nubio y egipcio.
Puebla, una ciudad entonces de ochenta mil habitantes, contaba con una guarnición de veintiún mil armas portátiles. Era la plaza mejor defendida de México y, desde mayo del 62, se habían agregado varios fuertes a los ya existentes. Ningún esfuerzo se escatimó para aumentar las defensas, nada se había olvidado o descartado: izar piezas de montaña a los pisos superiores de la Penitenciaría; encargar a los indios de los alrededores la confección de cestones para trincheras; ordenar la instalación de dos talleres: uno de fundición y otro de fabricación de pólvora, y para ello reunir cuanto salitre, azufre y plomo fuera posible; aspillerar la parte alta del Fuerte de San Javier y la Penitenciaría; cubrir con sacos de tierra las fachadas de los edificios anexos a los fuertes y, con tierra que sobraba de las excavaciones y la tierra de acarreo, hacerle un extenso glacis al Fuerte de Santa Anita; derrumbar la iglesia del Fuerte de Guadalupe y construir una bóveda y un aljibe; elevar más de cien parapetos en calles y edificios; comprar cuarenta mil varas de manta, cinco mil schakós y ocho mil frazadas, usar la madera de la plaza de toros para construir espaldones con tierra suelta en las calles que desembocaban en las goteras de la ciudad y, por razones logísticas, ordenar que los ciruelos, manzanos, perales, tejocotes, naranjos y limoneros de la hermosa huerta del Carmen fueran talados sin misericordia. En la ciudad, además, al mando de la guarnición, estaban algunos de los generales juaristas de mayor prestigio, como Berriozábal, Negrete, Porfirio Díaz, O´Horan y el garibaldino Ghilardi. Pero el héroe del 5 de mayo, Ignacio Zaragoza, el general que había nacido en Tejas cuando Tejas era todavía de México, ya no lo encontrarían los franceses en Puebla porque había muerto apenas unos meses antes de fiebre tifoidea, presa del delirio: en su lecho de muerte, se soñaba aún general en jefe del Ejército de Oriente, recorriendo las líneas y juramentando banderas, caballero en su caballo del Kentucky. En su honor y en su memoria, la ciudad dejaría algún día de llamarse Puebla de los Ángeles, para llamarse Puebla de Zaragoza.
El sitio de Puebla duró 62 días. El 10 de marzo, el General González Ortega anunció a la población que el asedio de la ciudad era inminente, y pidió que salieran de ella las bocas inútiles, así como los habitantes de ciudadanía francesa.
Los sitiadores de Puebla comenzaron a aplicar técnicas nuevas de sitio, eligieron el frente de ataque e iniciaron la aproximación paulatina por medio de trincheras paralelas sucesivas. El 26 de marzo comenzaron a construir paralelas a setecientos metros del Fuerte de la Penitenciaría y San Javier. El comandante mexicano Romero Vargas montó en su caballo, salió a inspeccionar las paralelas, cayó muerto de un tiro y una ambulancia de tres hombres con bandera blanca recogió el cuerpo. Un día después los franceses construían otra paralela a sólo trescientos metros, y el fuerte fue objeto de un nutrido ataque del fuego concéntrico. El 29 de marzo, tras perfeccionar los franceses una cuarta paralela y agregarle dos alas en forma de “T”, cayó el fuerte. Pero en el patio quedaron zuavos, abandonados y pudriéndose junto con los cuerpos de otros de sus compañeros y los cadáveres de los cazadores de Vincennes y los húsares franceses que habían cruzado el trópico envueltos en mosquiteros de tul y que sin empinar sus caballos había arrancado los racimos de plátanos para guardarlos en las mangas de sus casacas, y los cadáveres también de muchos mexicanos de las brigadas de Oaxaca y de Toluca, de los Zacapoaxtlas, del Batallón de Rifleros y del Batallón Reforma, del Cuerpo de Zapadores y del Cuerpo de Ingenieros, si todos esos cadáveres estaban allí en la Calle de Judas Tadeo y en muchas otras calles de la ciudad: la del Hospicio y la de los Locos, la de Cocheros de Toledo y la de la Santísima donde había un cañón llamado El Toro porque hacía tanto ruido con cada cañonazo que no dejó vidrio sano en una manzana a la redonda, y sí estaban allí abandonados, pudriéndose, y si después comenzaron a ser pasto de los perros y los gatos, y por las lluvias y el tiempo a deshacerse, a liquidarse, a volverse jirones, piltrafas, un puré espeso, una papilla gris y hedionda, fue porque el sitio de la ciudad de Puebla, que comenzó con la toma de la Penitenciaría y San Javier y culminó con la caída de Totimehuacan y el fuerte de Ingenieros se transformó, desde las primeras semanas, en una lucha manzana por manzana, cuadra por cuadra, casa por casa, piso por piso, cuarto por cuarto, y por eso, porque muchas veces el enemigo estaba al otro lado de la calle y se disparaba de una puerta a otra, de una ventana a otra, se quedaban abandonados los cuerpos de los que habían muerto a la mitad de la calle, y además los heridos que no podían caminar a arrastrarse y que pronto también serían, fueron cadáveres.
Cuando el General Forey supo esto, cuando se enteró que día con día era necesario tomar reducto pro reducto y ametrallar casas, bodegas y tiendas y arrojar granadas por ventanas, balcones, tragaluces y claraboyas y desbaratar barricadas hechas con todo lo imaginable: roperos, cubetas, planchas loza, barriles, huacales, mesas sartenes y jabones, y que en ocho días sólo habían sido tomadas siete manzanas, ni siquiera una diaria, y que quedaba como uno de los pocos recursos construir galerías subterráneas pero el subsuelo rocoso de Puebla era muy duro y sólo en algunas partes sería posible hacerlo como en la calle de Pitiminí donde una mañana seis casas se derrumbaron como por arte de magia tras la explosión de media tonelada de pólvora, el General Forey reunió a sus oficiales en consejo de guerra, habló de la posibilidad de traer de Veracruz los cañones navales, se quejó amargamente, declinó su responsabilidad y propuso que levantaran el sitio y se dirigieran a la ciudad de México.
No lo hicieron así, para desgracia de Juárez y su gobierno, y siguió la batalla…