Sobre el vasto territorio de México, desde dos o tres milenios antes de nuestra era hasta el año fatídico de 1519 que presenció la invasión de los europeos, se han sucedido tantas civilizaciones diversas, elevándose cada una a su tiempo para después desplomarse como las olas del mar, que es necesario situar con precisión, en el tiempo y el espacio, el tema del presente libro.
Introducción
La civilización mexicana estaba en pleno auge. No había transcurrido un siglo desde que el primero de los grandes soberanos aztecas, Itzcoatl (1428-1440), había fundado la triple alianza. En México-Tecochtitlán a 2 mil 200 metros de altitud, en las orillas de las lagunas y sobre el agua misma de ellas, fue donde se construyó en unas cuantas décadas el poder más extenso que jamás conociera esta parte del mundo.
En Europa, el mundo moderno comienza a moler su mineral. En este año de 1507 en el cual los mexicanos, una vez más, “ataron los años” encendiendo el Fuego Nuevo sobre la cima del Uixachtécatl, Lutero acababa de ordenarse sacerdote. Hace un año que Leonardo da Vinci ha pintado la Gioconda y que Bramante ha comenzado la erección de la Basílica de San Pedro, en Roma. Francia está empeñada en grandes guerras con Italia; en Florencia, Nicolás Maquiavelo es Ministro de la Guerra. España ha realizado la reconquista de su suelo venciendo a los moros de Granada. Ningún blanco sabe todavía que más allá del Estrecho de Yucatán y del Golfo de México hay tierras inmensas, con ciudades en las que los hombres se amontonan como hormigas con sus guerras, sus Estados y sus templos.
En cada “capital” de las provincias conquistadas por los aztecas residía un funcionario, el calpixqui, encargado de recaudar el impuesto. Sólo había gobernadores nombrados por el poder central en ciertas plazas fuertes situadas en las fronteras o en las regiones recientemente sometidas. Las ciudades incorporadas conservaban sus propios jefes con la condición única de pagar el tributo; otras sólo estaban sujetas a enviar regalos más o menos obligatorios al emperador, o a suministrar alojamiento y provisiones a las tropas o a los funcionarios que estaban de paso; otras, en fin, colonizadas de manera más estricta habían recibido nuevos gobernadores enviados de México. Cada ciudad conservaba su autonomía administrativa y política, con la sola reserva de pagar impuesto, suministrar contingentes militares y de someter, en última instancia, sus litigios a los tribunales de México o de Texcoco. No existía, pues, una verdadera centralización; lo que nosotros llamamos imperio azteca era más bien una confederación nada rígida de ciudades-estado con situaciones políticas muy diversas.
- La ciudad
En la época de la conquista española, la ciudad de México englobaba a la vez a Tenochtitlán y la Tlatelolco. La plaza central de Tenochtitlán, como las de los barrios, debía servir como mercado. “Tiene esta ciudad muchas plazas, escribe Cortés, donde hay continuos mercados y trato de comprar y vender.” “Y sin embargo, agrega, tiene otra plaza tan grande como dos veces la ciudad de Salamanca, toda cercada de portales alrededor. Donde hay cotidianamente arriba de sesenta mil ánimas comprando y vendiendo; donde hay todos los géneros de mercadurías que en todas las tierras se hallan, así de mantenimientos como de vituallas, joyas de oro y de plata”, etcétera.
Sandalias, cuerdas, pieles de jaguar, de puma, de zorra y de venado, crudas o curtidas, se amontonaban en los lugares reservados a ese tipo de mercancía, junto con plumas de águila, de gavilán y de halcón. Se vendía maís, frijol, semillas oleaginosas, cacao, chile, cebolla y mil especies de legumbres y de hierbas; Pavos, conejos, liebres, carne de venado, patos y perritos cebados, mudos y sin pelo, que tanto apreciaban los aztecas; frutas, camotes, miel, almíbar de caña de maíz (sic) o de maguey; sal, colores para teñir telas y para escribir, cochinilla, índigo; vasijas de barro cocido de todas formas y dimensiones, calabazas, vasos y platos de madera pintada; cuchillos de pedernal o de obsidiana, hachas de cobre, madera para construcción, tablas, vigas, leña, carbón de madera, trozos de madera resinosa para antorchas, papel de corteza o de áloe; pipas cilíndricas de carrizo, llenas de tabaco y listas para usarse; todos los productos de la lagunas, los peces, las ranas y los crustáceos y hasta una especie de “caviar” formado por los huevos de insectos recogidos en la superficie del agua; y esteras, sillas, braseros…
Había en todas partes un amontonamiento prodigioso de mercancías, una abundancia inaudita de artículo de todo género que una muchedumbre compacta —llena de rumores, pero de ninguna manera ruidosa, tal como son todavía los indígenas actuales, serios, reposados— rodeaba deambulando alrededor de las canastas. “Hay (en este mercado), dice Cortés, casas como de boticarios, donde se venden las medicinas hechas, así potables como ungüentos y emplastos. Hay casas como de barberos, donde lavan y rapan las cabezas. Hay casas donde dan de comer y beber por precio.”
- La sociedad y el Estado a principios del siglo XVI
Desde su nacimiento, el varón está consagrado a la guerra. El cordón umbilical del niño se entierra junto con su escudo y unas flechas en miniatura. Se le dirige un discurso en el cual se le anuncia que ha venido al mundo a combatir. El dios de los jóvenes es Tezcatlipoca, también llamado Yaotl “el guerrero”, y Telpochtli, “el joven”. Es el que preside las “casas de jóvenes”, telpochcalli, que reciben, en cada barrio, a los adolescentes desde la edad de seis o siete años. La educación que se imparte en esos colegios es esencialmente militar, y los jóvenes mexicanos no sueñan más que en distinguirse. Desde los diez años, se les cortan los cabellos dejando crecer solamente un mechón, piochtli, sobre la nuca, que sólo podrán cortar el día en que, en combate, hayan hecho un prisionero.
Sin duda, “La vida cotidiana de los aztecas en vísperas de la conquista”, de Jacques Soustelle, es una publicación singular. Editada originalmente en francés, en 1955, y después publicada en español por el Fondo de Cultura Económica —y reimpresa en varias ocasiones—, marcó un precedente importante, pues el autor acudió a diversas fuentes históricas como los escritos de Sahagún, Durán, Torquemada y otros cronistas, así como a diversos códices. De esta manera y de primera mano, Soustelle brindó una visión de los pormenores de la vida diaria en la ciudad de Tenochtitlan, basándose no solamente en los documentos antiguos, sino en el dato arqueológico.