“Agua, eres la fuente de toda cosa y de toda existencia”, se dice en un texto indio de tradición védica. “Las aguas son los cimientos del mundo entero”, “son la esencia de la vegetación”, “el elíxir de la inmortalidad”, “las aguas aseguran larga vida, fuerza creadora y son el principio de toda curación”, continúan diciendo los textos védicos, según lo refiere Mircea Eliade, quien afirma que las aguas simbolizan la sustancia primordial.
Es bien conocida la asociación agua-mujer-luna como un circuito cósmico que propicia la fertilidad humana y vegetal. Me voy a permitir una analogía herética pensando en el agua primigenia. Si el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, según lo establece el Génesis bíblico, y los humanos todos nos creamos en un ambiente acuático en el seno materno, Dios no está exento de esta gestación hídrica, pues existió Él también, en el tiempo sin tiempo, en una especie de matriz cósmica acuática, según lo establece el mismo texto bíblico: “En el principio creó Dios el cielo y la tierra. Y la tierra estaba desnuda y vacía, y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo: y el Espíritu de Dios era llevado sobre las aguas.” Sobre esas mismas aguas originarias, en otro mito, ahora mesoamericano, caminaba Tlaltecuhtli, un enorme monstruo con ojos y bocas en las coyunturas. Se desplazaba sobre esas aguas, “que nadie sabe quién creó” dice el mito nahua, cuando dos dioses creadores, Quetzalcóatl y Tezcatlipoca, transformados en serpientes cósmicas, atraparon al monstruo del brazo izquierdo y la pierna derecha, y del brazo derecho y la pierna izquierda y tirando con fuerza lo partieron por la mitad. Una de esas mitades fue elevada para crear el cielo y la otra permaneció en lo bajo para crear la tierra. Descendieron sobre ella los dioses y ordenaron que de ella salieran todos los frutos necesarios para la vida de los humanos. Fue así que de sus cabellos brotaron árboles, flores y yerbas; de su piel las yerba y las flores más delicadas; de sus ojos los pozos y las fuentes y las pequeñas cuevas; de su boca las cavernas grandes y profundas; de la nariz las montañas y los valles…
No lo dice el mito, pero se deduce de la cosmovisión de los antiguos mexicanos, que esa agua primordial rodeó el cuerpo-tierra de Tlaltecuhtli para crear el Cemanáhuac, el mundo mítico de los nahuas con un centro terrestre donde se desarrolla toda vida vegetal y animal, rodeada siempre del agua que la nutre. Del cuerpo mismo de Tlaltecuhtli brotó la vida en las más variadas formas, sobre ese cuerpo se cultivó el maíz y todas las verduras y frutos que existen para el mantenimiento de los humanos, por eso se le rinde culto y se le ofrendan las primicias, los primeros frutos que de ella se obtienen, por eso se le habla, se le pide, se le agradece y se le considera como lo que el mito indica que es: un ser vivo.
En todas las culturas de todos los tiempos, exceptuando los modernos, el agua ha sido deificada al reconocer en ella todas las cualidades vitales. Los antiguos mexicanos le rendían culto en la figura de Tláloc, deidad de las aguas celestes que descendían bajo la forma de lluvia, o en la imagen de Chalchiutlicue, la diosa de las aguas terrestres, de los lagos, los ríos y las corrientes subterráneas, los manantiales y los ojos de agua, o en la figura de Uixtocíhuatl, deidad secundaria de la que poco se sabe. Fray Bernardino de Sahagún dice que los sabios indígenas se referían a ella como hermana menor de los Tlaloque, dioses del agua, y que “por cierta desgracia que hubo entre ellos”, la desterraron a las aguas saladas y que ahí inventó la sal.
Sólo el mundo moderno, corrompido y mercantilizado hasta la locura, tiene un demencial desprecio por el agua, la ensucia, la desperdicia, no tiene consideración alguna con ella y sólo la purifica para hacer grandes negocios. El mito judeocristiano escrito en La Biblia da cuenta del impertinente mandato divino al crear la primera pareja que habitó la tierra. Dijo Dios a Adán y Eva: “Creced y multiplicaos y henchid la tierra y sojuzgadla, y tened señorío sobre los peces de la mar y sobre las aves del cielo y sobre todos los animales que se mueven sobre la tierra” (Génesis, I- 28) El mundo desacralizado de la modernidad, que ha expulsado a las deidades de su imaginario, dejando una naturaleza cosificada, ha cumplido cabalmente con este mandato utilitario. No hay deidades en la naturaleza que merezcan consideración alguna, como consideración merecían en el mundo antiguo los elementos en que esas deidades habitaban, porque eran y son lo mismo, pero esto sólo ocurría en las sociedades pre modernas, en el capitalismo oligofrénico en que vivimos hoy sólo hay agua, tierra y aire al servicio del hombre, según el ordenamiento del Dios judeocristiano.
Termino recordando un poema de mi querido amigo Luis Riestra, que imagino sentado a la siniestra de Dios Padre, bebiendo lentamente sorbos de agua mineral con ron.
Agua
Me gustaría contarles
La desolada tristeza
del agua primogénita
que no tenía sueños ni palabras
ni la habían comentado las estrellas.
Agua filtro de agua
elemento sin nidos
agua niña para la soledad del mundo
y el cansancio de Dios.
Primerísimo vaso, madre mía
sólo la magia es tu vocera
pero cuenta, tan sólo dilo
¡De qué manera hiciste el mar!