“Había una vez una guerra que empezó el 11 de enero de 1937. Lo que pasó antes fue la guerra de otros. Cada soldado tiene su guerra, y la de Arcadi empezó ese día. A veces se toma una decisión y, sin reparar mucho en ello, se detona una mina que irá estallando durante varias generaciones.
En un cuartucho de alquiler, escribió, sin detenerse, ciento setenta y cuatro páginas donde narra los pormenores de esa guerra que perdió… En Nueva York miles de republicanos como él iban rumbo a México atendiendo una invitación del General Lázaro Cárdenas, buscando un país donde establecerse.
Al llegar a Galatea, un pueblo perdido en la selva de Veracruz, buscó a un pariente lejano de su madre. En un monólogo breve y devastador le dijo que no estaba dispuesto a ayudar a un rojo de mierda. Arcadi dio media vuelta y se fue pensando que si había sobrevivido a una guerra y a un campo de prisioneros, bien podría abrirse paso en esa maleza que brotaba por todas partes. Siendo maestro de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM al impartir una conferencia sobre el mundo prehispánico en la Universidad Complutense de Madrid, un estudiante me preguntó a bocajarro que por qué si yo era mexicano tenía un nombre (Jordi) tan catalán. Le expliqué que era nieto de Arcadi y su historia; se quedaron mirándome desconcertados como si acabara de contarles una historia de otro país. “Pero, ¿por qué tuvieron que irse de España? ¿Y por qué a México?”, preguntó una alumna.
Entonces yo, más confundido que ellos, les pregunté que si no sabían que más de medio millón de españoles había tenido que irse del país en 1939 para evitar las represalias del general Franco… y les conté la versión larga y detallada del exilio republicano, esa historia que ignoraban a pesar de que era tan de ellos como mía. Después de más de 20 años Arcadi y cuatro republicanos más habían hecho progresar a La Portuguesa, una hacienda cafetalera a mitad de la selva veracruzana. Mientras que el 15 de diciembre de 1955, el locutor del noticiario radiofónico Sal de uvas Picot dijo una línea que situó de golpe en la realidad a los habitantes de La Portuguesa: “A partir de hoy España es país miembro de la Organización de las Naciones Unidas”.
Esa misma noche los socios y sus mujeres se reunieron en la terraza de Arcadi. En un acto de digestión colectiva trataron de darle un encuadre positivo a esa noticia que, a fin de cuentas, no hacía sino reafirmar la situación de esas cinco familias que, en lo que esperaban a que Franco se fuera, habían invertido ahí muchos años y habían tenido hijos y levantado un negocio y construido casas y relaciones y afectos y eso parecía, a todas luces, el cimiento del porvenir. Pero ese encuadre se resquebrajó horas después, cuando ya las mujeres se habían ido a la cama y los republicanos, expuestos al whisky y al fresco de la madrugada y todavía fumando para defenderse de los escuadrones de insectos que atraía la luz eléctrica, empezaban a concluir que el porvenir estaba efectivamente cimentado pero no por su gusto ni porque así lo hubieran elegido ni deseado, sino porque el dictador que gobernaba su país no les había dejado otra opción… Con un cabo de puro humeante retacado en el oeste de la bica dijo: “Hay que matar a Franco”.
Dos semanas más tarde, Arcadi, Bages y Fontanet, a bordo del automóvil descapotable de este último, viajaron a la ciudad de México para entrar en contacto con un grupo de republicanos que tenía la misma inquietud…”
Jordi Soler (La Portuguesa, Veracruz, 1963), es autor de la trilogía Los rojos de ultramar (Alfaguara, 2004), La última hora del último día (RBA, 2007) y La fiesta del oso (Literatura Mondadori, 2009),
que han sido traducidos a varias lenguas.