Espejos. Una historia casi universal

Caminos de alta fiesta. ¿Adán y Eva eran negros? En África empezó el viaje humano en el mundo. Desde allí emprendieron nuestros abuelos la conquista del planeta. Los diversos caminos fundaron los diversos destinos, y el sol se ocupó del reparto de los colores. Ahora somos todos africanos emigrados. Hasta los blancos blanquísimos vienen del África. Quizá nos negamos a recordar nuestro origen común porque el racismo produce amnesia, o porque nos resulta imposible creer que en aquellos tiempos remotos el mundo entero era nuestro reino, inmenso mapa sin fronteras, y nuestras piernas eran el único pasaporte exigido.

 

p-15Fundación de la gallina. El faraón Tutmosis regresó de Siria, tras culminar una de las fulminantes campañas que le dieron gloria y poder desde el delta del Nilo hasta el río Éufrates.

Como era costumbre, el cuerpo del rey vencido colgaba, boca abajo, de la proa de su nave capitana, y toda la flota venía repleta de tributos y de ofrendas. Entre los regalos, había una pájara jamás vista, gorda y fea. El regalador había presentado a la impresentable:

—Sí, sí —admitió mirando el piso. Esta pájara no es bella. No sabe cantar. Tiene pico corto, cresta boba y ojos estúpidos. Y sus alas, de plumas tristes, se han olvidado de volar.

Entonces tragó saliva. Y agregó:

—Pero tiene un hijo por día.

Y abrió una caja, donde había siete huevos:

—He aquí los hijos que ha parido en la última semana.

Los huevos fueron sumergidos en agua hirviente.

El faraón los probó descascarados y aderezados con una pizca de sal.

La pájara viajó en su camarote, echada a su lado.

 

Fundación de la Organización Internacional del Comercio. Había que eegir al dios del comercio. Desde el trono del Olimpo, Zeus estudió a su familia. No tuvo que pensarlo mucho. Tenía que ser Hermes.

Zeus le regaló sandalias con alitas de oro y le encargó la promoción del intercambio mercantil, la firma de tratados y la salvaguarda de la libertad de comercio. Hermes, que después, en Roma, se llamó Mercurio, fue elegido porque era el que mejor mentía.

Breve historia de la siembra de la democracia en América. El 1915, los Estados Unidos Invadieron Haití. En nombre del gobierno, Robert Lansing explicó que la raza negra era incapaz de gobernarse a sí misma, por su tendencia inherente a la vida salvaje y su incapacidad física de civilización. Los invasores se quedaron 19 años. El jefe patriota Charlemagne Péralte fue clavado en cruz contra una puerta.

Veintiún años duró la ocupación de Nicaragua, que desembocó en la dictadura de Somoza, y nueve años la ocupación de la República Dominicana, que desembocó en la dictadura de Trujillo. En 1954, los Estados Unidos inauguraron la democracia en Guatemala, mediante bombardeos que acabaron con las elecciones libres y otras perversiones. En 1964, los generales que acabaron con las elecciones libres y otras perversiones en Brasil recibieron dinero, armas, petróleo y felicitaciones de la Casa Blanca. Y algo parecido ocurrió en Bolivia, donde algún estudioso llegó a la conclusión de que los Estados Unidos eran el único país donde no había golpes de Estado, porque allí no había embajada de lo Estados Unidos.

Esa conclusión fue confirmada cuando el general Pinochet obedeció la voz de alarma de Henry Kissinger, y evitó que Chile se volviera comunista por la irresponsabilidad de su propio pueblo.

Poco antes o poco después, los Estados Unidos bombardearon a tres mil panameños pobres para capturar a un funcionario infiel, desembarcaron tropas en Santo Domingo para evitar el regreso de un presidente votado por el pueblo, y no tuvieron más remedio que atacar Nicaragua para evitar que Nicaragua invadiera los Estados Unidos vía Texas. Por entonces, ya Cuba había recibido la cariñosa visita de aviones, buques, bombas, mercenarios y millonarios enviados desde Washington en misión pedagógica. No pudieron pasar más allá de Bahía de los Cochinos.

 

Quiéreme mucho. Los amigos de Adolf Hitler tienen mala memoria, pero la aventura nazi no hubiera sido posible sin la ayuda que de ellos recibió.

Hitler contó con el temprano beneplácito de la Iglesia Católica. Hugo Boss vistió su ejército. Bertelsmann publicó las obras que instruyeron a sus oficiales.

Sus aviones volaban gracias al combustible de la Standard Oil y sus soldados viajaban en camiones y jeeps marca Ford. Henry Ford, autor de esos vehículos y del libro “El judío internacional”, fue su musa inspiradora Hitler se lo agradeció condecorándolo. También condecoró al presidente de la IBM, la empresa que hizo posible la identificación de los judíos.

La Rockefeller Foundation financió investigaciones raciales y racistas de la medicina nazi. Joe Kennedy, padre del presidente, era embajador de los Estados Unidos en Londres, pero más parecía embajador de Alemania.

El consorcio IGFarben, el gigante de la industria química alemana, que después pasó a llamarse Bayern, usaba como conejillos de indias a los prisioneros de los campos, y además los usaba de mano de obra. Estos obreros esclavos producían de todo incluyendo el gas que iba a matarlos.

Los prisioneros trabajaban también para otras empresas, como Krupp, Thyssen, Siemens, Varta, Bosch, Daimler Benz, Volkswagen y BMW, que eran la base de los delirios nazis. Los bancos suizos ganaron dinerales comprando a Hitler el oro de sus víctimas: sus alhajas y sus dientes.

Coca-Cola inventó la Fanta para el mercado alemán en plena guerra. En ese período, también Unilever, Westinghouse y General Electric multiplicaron allí sus inversiones y sus ganancias. Cuando la guerra terminó, la empresa ITT recibió una millonaria indemnización porque los bombardeos aliados había dañado sus fábricas en Alemania.

 

El otro hongo. Tres días después de Hiroshima, otro avión B-29 vuela sobre Japón.

El regalo que trae, más gordo, se llama Fat Man.

Los expertos quieren probar suerte con el plutonio, después del uranio ensayado en Hiroshima. Un techo de nubes tapa a Kokura, la ciudad elegida. Después de dar tres vueltas en vano, el avión cambia de rumbo. El mal tiempo y el poco combustible deciden el exterminio de Nagasaki.

Como en Hiroshima, los miles y miles de muertos en Nagasaki son todos civiles. Como en Hiroshima, otros muchos miles morirán después. La era nuclear está amaneciendo y una nueva enfermedad nace, el último grito de la Civilización: el envenenamiento por radiaciones que después de cada explosión sigue matando gente por los siglos de los siglos.

 

El papá de las computadoras por no ser macho, lo que se dice macho, hombre de pelo en pecho, Alan Turing fue condenado. Usaba una vieja corbata a modo de cinturón. Dormía poco y pasaba días sin afeitarse y corriendo atravesaba las ciudades de punta a punta, mientras mentalmente iba elaborando complicadas fórmulas matemáticas. Trabajando para la inteligencia británica, unos años atrás, había ayudado a abreviar la Segunda Guerra Mundial cuando inventó la máquina capaz de descifrar los indescifrables códigos del alto mando militar de Alemania.

Para entonces, ya había imaginado un prototipo de computadora electrónica y había echado las bases teóricas de la informática moderna. Después, dirigió la construcción de la primera computadora que operó con programas integrados.

Fueron policías de carne y hueso los que en 1952 se lo llevaron preso, en Manchester, por indecencia grave. Sometido a juicio, Turing se declaró culpable de homosexualidad. Para que lo dejaran libre, aceptó someterse a un tratamiento de curación. El bombardeo de drogas lo dejó impotente. Le crecieron tetas. Se encerró. Ya no iba ni a la universidad. Escuchaba murmullos, sentía miradas que lo fusilaban por la espalda.

Antes de dormir, era costumbre, comía una manzana. Una noche, inyectó cianuro en la manzana que iba a comer.

 

Eduardo Galeano, Espejos. Una historia casi universal, Siglo XXI Editores (2008).

 

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