1 Como cada domingo, a las 12, no quería ir. Como cada domingo a las 12, me rezagaba, hacía todo lo posible por arañar un poco de tiempo. Pero…
—¡Iris! —exclamó Pierre— ¿Qué estás haciendo?
—Vale, ya voy.
—Date prisa, vamos a llegar tarde.
¿Por qué mi marido tenía tanto empeño en ir a comer a casa de mis padres? La única ventaja era que la ocasión me permitía estrenar mi nuevo vestido. Había conseguido darle el toque final la noche antes, y estaba satisfecha con el resultado. Intentaba, mal que bien, no perder práctica y conservar mis dotes de costurera. Además, en aquellos momentos me evadía de todo: de mi mortalmente aburrido trabajo en el banco, de mi vida rutinaria y del desmoronamiento de mi pareja. Me sentía viva cuando formaba equipo con mi máquina de coser, con la que diseñaba mis modelos, palpitaba.
A las 12 horas y 30 minutos justos, nuestro coche se detenía delante de la casa de mis padres. La comida fue presidida como siempre por mi padre. De vez en cuando echaba un vistazo a Pierre, que se sentía como pez en el agua rodeado de mi familia, a pesar de lo aburrida y opuesta a mis gustos que era. Una de mis cuñadas me llamó.
—¡Iris, llevas un vestido precioso! ¿Dónde lo has encontrado?
—Ha salido de mi desván.
—Me lo he hecho yo.
—Es verdad, había olvidado que cosías un poco.
—Se te da realmente bien, me dejas con la boca abierta. ¿Crees que podrías hacerme uno?
—Es una pena que Iris no fuera a aquella escuela —dijo me hermano mayor.
Ladeé la cabeza y me quedé mirándole. Tenía la expresión del que acaba de meter la pata. Me volvía hacia mis padres, que no sabían dónde meterse.
Fui propulsada a más de 10 años atrás, cuando le había confeccionado un atuendo de gala completo.
—Iris, ¿no querrás que lleve ese andrajo a la boda de tu hermano? ¿Qué pinta tendría?
—Mamá, por lo menos pruébatelo. Estoy segura de que te sentará bien, me ha llevado tanto tiempo…
La voz de mi hermano me devolvió al presente. Escrutaba a mis padres y ahora parecía satisfecho de haber evocado un tema que había sembrado la discordia entre ellos y yo durante toda mi adolescencia.
—Vamos, decídselo con franqueza. Ha pasado tanto tiempo que ya ha prescrito. ¡No le va a cambiar la vida!
—¿Alguien podría explicarme de qué estáis hablando? —dije enfadada levantándome de la mesa. ¿Papá? ¿Mamá?
—Lo diré yo —intervino mi hermano mayor después de comprobar que los niños se había alejado. Iris, ¿tú presentaste una solicitud para una escuela de diseño al acabar tus estudios sin decirle nada a nadie?
—¿Cómo lo sabes? Y además, de todas formas, me rechazaron.
—Creíste que te habían rechazado porque nunca obtuviste respuesta… Ahí es donde te equivocas.
—Sentí que se me formaba un nudo en la garganta y empecé a temblar.
—Te aceptaron, pero nunca lo supiste.
Como en una neblina, escuchaba a mi hermano relatar que mis padres habían abierto la carta y habían descubierto lo que yo había tramado a sus espaldas. En aquella época pensaba que una vez terminados lo malditos estudios de Comercio en los que habían obligado a matricularme mientras yo no soñaba más que con máquinas de coser y casas de moda, sería libre para hacer lo que quisiera. Pero mis padres habían decidido librarme de la famosa carta; la había quemado. Me había traicionado. Mis propios padres me habían robado la vida.
—¿Cómo pudisteis hacerme algo así? Sois unos… Es… ¡es asqueroso!
Esa obsesión tuya por la costura siempre fue ridícula —contestó fríamente mi padre. No íbamos a dejar que acabases en una fábrica textil.
—Nos vamos —dije a Pierre.
—Por supuesto, volvamos a casa.
2 Al cabo de 10 días de verlo todo negro y darle vueltas a la cabeza, acababa de recuperar la sonrisa. Quería sorprender a Pierre esa noche. Estaba preparando una cena romántica con todo lo necesario: velas, buen vino… Me besó de forma distinta, apenas me daba tiempo a sentir sus labios sobre los míos, eran besos de rutina, o peores.
—¿Cuál es tu sorpresa? —me dijo Pierre.
—Bueno…, he hecho algo… algo que debía haber hecho hace mucho tiempo…He dejado el trabajo. ..
—¿Y para qué has dejado el trabajo?
—He encontrado un curso de costura.
—Le conté mi descubrimiento. Días antes me había topado con una página de internet en la que figuraba una escuela privada, no muy cara. Podría pagarla con mis ahorros… no tendría que usar presupuesto familiar.
Agnès Martin-Lugand es psicóloga clínica y trabajó en protección a la infancia. Su anterior novela La gente feliz lee y toma café (Alfaguara, 2014) fue rechazada por varias editoriales hasta que decidió autoeditarla en Amazon. La novela alcanzó los primeros lugares de venta muy rápidamente. Ahora está vendida a más de 20 países y próximamente será adaptada al cine.