XII Los crímenes de odio por la homofobia y feminicidios
La ley no prohíbe la homosexualidad consensuada entre adultos. (Algo muy distinto sucede con la pederastia, altamente penada para heterosexuales y homosexuales.) Sin embargo, en un país de tan monstruosa aplicación de las leyes o, si se quiere, de olvido tan regimentado de la aplicación de la justicia, esto no le ha causado conflictos a los intolerantes y a quienes reprimen a los “anormales”. Su escudo es la expresión indefinida: “Faltas a la moral y las buenas costumbres”, frase que desde la segunda mitad del siglo XIX de México determina, por ejemplo, multas, arrestos por 15 días o varios años, despidos, maltratos policiacos, chantajes, secuestros por parte de la ley, incluso envíos al penal de las islas Marías.
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México es un país formal y realmente laico, y la Constitución arrincona las pretensiones teocráticas. Pero los gobernantes, con escasas excepciones, no se evaden del tradicionalismo en asuntos de vida cotidiana, y liberales, conservadores e izquierdistas se indignan ante la “traición a la Naturaleza”.
A los asesinatos de homosexuales, tan prodigados a lo largo del siglo XX y lo que va del siglo XXI, los distingue la extrema violencia, el número desproporcionado de golpes y puñaladas lanzados a la víctima y, de inmediato, a su cadáver. (“Es un crimen típico de homosexuales”, afirman la prensa y las autoridades policiacas en vez de señalar: “Es un crimen típico contra homosexuales”). Tras cada gay asesinado suceden la vergüenza de la familia, los arrestos de sus amigos y la impunidad del culpable.
Al ocurrir el crimen, ni la policía, ni el Ministerio Público, ni en muchísimas ocasiones las familias afectadas se consideran en rigor ante un delito grave, sino ante un suceso a fin de cuentas de reivindicación moral. Así, todavía hasta hoy, la frase más repetida de los escasos asesinos a los que apresa es la apoteosis de los homenajes al dios de la ira: “Lo maté porque se lo merecía”. Así, en noviembre de 1963, el diseñador de sombreros Mario Fernández Peña, Carlos, se le estrangula en su departamento y el asesino Robert Cunningham, el King Kong, al ser detenido explica su crimen: “A él lo maté porque me hizo proposiciones indecorosas que van en contra de mi dignidad de hombre. Le apreté el cuello, le di de patadas y luego otros golpes más hasta que le até las manos. No merecía seguir viviendo.”
Esto lo dice King Kong luego de haber vivido una larga temporada con el de las “proposiciones indecorosas”.
La homofobia surge como término y descripción de una actitud. Aparece al establecer la conciencia de los derechos de minorías, y eso en fecha tan reciente como la época de 1970. Y por homofobia no se entiende las antipatías o las desconfianzas o los recelos morales que los gays suscitan, algo inevitable por enraizado y de muy difícil eliminación incluso entre los propios gays, sino la movilización activa del prejuicio, la beligerancia que cancela derechos y procede a partir de la negación radical de la humanidad de los disidentes sexuales.
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“La maté porque se lo merecía, y tan se lo merecía que está muerta”
Los crímenes de odio se dirigen contra una persona y hacia lo que simboliza, representa y encarna, y son en este sentido acciones de furia contra la especie. Los victimarios no conocen previamente a la víctima y al liquidarla se sienten en posesión de ese poder sin límite, el exterminio del mal (en el vocabulario homicida el mal es el comportamiento detestado y es la debilidad física y social de la víctima). Los crímenes de odio más conocidos son enderezados contra los gays, y este agravio histórico cobra cada año en México decenas de víctimas. Pero nada supera en número y en continuidad a los asesinatos de mujeres solas, en especial jóvenes, lo que se llama justamente feminicidios, un término que corrige el patriarcal de homicidios, pero insuficiente para describir el fenómeno.
Los asesinos no sólo se sienten muy superiores a los seres quebradizos que liquidan; también se burlan de las leyes de la sociedad que tibia o vanamente las enarbola. En stricto sensu, los de Ciudad Juárez son crímenes de odio porque los asesinos proceden impulsados por razones desprendidas de ese placer último que es el poder de vida y muerte. Lo más degradado y sórdido del machismo se vierte contra las mujeres, cuya culpa principalísima es su condición de víctimas históricas. Así de reiterativo es el procedimiento: se elimina a quienes, a los ojos del asesino, son orgánica, constitutivamente seres desechables. El odio es la construcción social que se abate una y otra vez contra quienes no pueden evitar sus efectos.
“Miróle feo, enojóse, afrentóle, matóle, pagóle a la policía en efectivo, desvanecióse”
Desde la década de 1980, la nota roja se politiza, al irse confundiendo o fundiendo vertiginosamente la delincuencia organizada con un sector de la policía. En tanto “iniciativa privada”, al hampa le corresponden los trabajos pequeños, y las grandes oportunidades les tocan a las corporaciones. Al mismo tiempo, cobra fuerza la exigencia de respeto a los derechos humanos ante evidencias de tortura en los separos, allanamientos que son saqueos, chantajes “desapariciones” de sospechosos.
Si algo se modifica es la actitud pasiva ante la nota roja, ya no “espejo distorsionado” de la suerte propia o ajena. Un ejemplo elocuente: en 1989, en pos de “compensaciones psicológicas”, un grupo de judiciales inventa un juego en sus “horas libres”, el secuestro y la violación de las jóvenes que se les atraviesen. Antes, esto no hubiese sido noticia, dispersándose en el tipo de vergüenza familiar que culpa a la víctima; esta vez la energía de las agredidas, el apoyo de sus familias y de una periodista (Sara Lovera de La Jornada) y la nueva atmósfera social consiguen lo impensable: la denuncia se sostiene, se resisten amenazas y agresiones, se trasciende el cerco de complicidades y se obtiene lo inesperado: el arresto y, al cabo de un juicio lleno de tensiones, la formal prisión de cuatro de los violadores. A los responsables principales no se les cita a declarar…