Prólogo a la edición en inglés de 1975
El conquistador Hernán Cortés venció a los aztecas en una campaña de dos años; fue un triunfo de la diplomacia más que de la espada, pues el audaz extremeño y su puñado de seguidores no habrían podido vencer a millones de indios por medios puramente militares. Las masas de aliados indígenas necesarias para imponer la soberanía española en tierras aztecas fueron ganadas mediante la astucia política, característica de la Europa del Renacimiento y de la época maquiavélica.
El asombroso triunfo de Cortés creó la ilusión de una superioridad del europeo sobre el indio como guerrero. Pero su relampagueante subyugación de pueblos tan numerosos complejos como los tlaxcaltecas, los aztecas y los tarascos no resultó ser sino un preludio a una mucho más dilatada lucha militar contra las peculiares y aterradoras habilidades de los guerreros más primitivos de la América india.
Esa lucha fue llamada la Guerra Chichimeca, y empezó casi simultáneamente a la muerte de Hernán Cortés (1547), dando fin, simbólicamente, a la “primera conquista de México”. La nueva guerra entablada en las vastas tierras que se extienden al norte de las zonas sojuzgadas por Cortés ensangrentó cuatro décadas, de 1550 a 1590: la guerra contra indígenas más prolongada en toda la historia de Norteamérica. Fue el primer enfrentamiento total y sin treguas entre la civilización y la barbarie en el continente.
Fue una nueva clase de guerra, desconocida tanto para los europeos como sus aliados y pares fronterizos indios, mestizos, negros y mulatos. Los chichimecas, las tribus y “naciones” nómadas y seminómadas del norte, tenían una cultura extremadamente primitiva y andaban desnudos; pero eran hombres aterradoramente valerosos, incomparables arqueros y maestros en el arte de atacar y huir. Hombre por hombre, en sus ancestrales zonas de caza y de guerra estos combatientes eran muy superiores a sus mejor vestidos contrincantes, y finalmente no fueron vencidos por la fuerza militar de éstos. La Guerra Chichimeca, descrita en las páginas siguientes es la historia de la triunfal resistencia militar indígena a las fuerzas mandadas por los españoles en una época en que las milicias españolas eran invencibles en Europa.
Para doblegar a los guerreros del norte tampoco pudo utilizarse el arma cortesiana de la diplomacia. Aunque estos nómadas, terror de los caminos, las ganaderías y los campos mineros, constantemente luchaban entre sí (los trofeos de guerra —cabelleras, armas y mujeres— eran su mayor gloria), vivían y combatían en grupos pequeños, en rancherías, con un mando de escaso poder y apenas respetado. No había jefes de importancia regional capaces de comprender, negociar o poner en vigor ningún tratado de paz con los capitanes, generales o virreyes españoles. Y una resistencia general al cristianismo hacía casi inútiles los esfuerzos de los misioneros por convertir a los chichimecas, fuera de algunos logros en los límites de las tierras disputadas. Así, los misioneros, a pesar de las inmoderadas loas que se hacían en sus crónicas y en otros escritos, fueron virtualmente inútiles en la empresa de pacificar a los chichimecas durante la mayor parte de esta guerra de cuarenta años.
La guerra chichimeca inició la larga historia de los presidios, ranchos ganaderos y misiones como instituciones básicas de la frontera, acompañada por el establecimiento de pobladores defensivos y la organización de una caballería de soldados-colonos que caracterizaron a este y a otros avances hacia el interior. Y la migración a una “tierra de guerra”, con sus imperativos de defensa contra los chichimecas y todas sus complejidades de confrontación y mezcla racial, creó una nueva estirpe de gente de las zonas limítrofes, antepasados de los fronterizos que habrían de venir, de Zacatecas a Nuevo México, de Durango a Texas y la Luisiana, y de Querétaro a la Alta California. En la Gran Chichimeca de México del siglo XVI, los establecimientos fronterizos (que deben distinguirse de las meras exploraciones) fueron la génesis de lo que después, en otras perspectivas, sería llamado “las fronteras españolas”.
La ruda gente de la frontera, formada en la guerra, y la zona que quedó protegida por la única Paz Chichimeca de la década de 1590 hicieron posible el avance hacia nuevo México. El gobierno virreinal no escogió a un jefe para esa distante empresa hasta que quedó en claro que la Gran Chichimeca ya no era tierra de guerra. Luego hicieron dos elecciones para comandar la expedición que recorrería los mil 600 kilómetros hasta tierras de los indios pueblo: Francisco de Urdiñola, el preferido y primer nominado, perdió el contrato al ser falsamente acusado de siete asesinatos, incluido el supuesto envenenamiento de su esposa (después fue absuelto y llegó a ser gobernador de la Nueva Vizcaya); entonces fue nombrado Juan de Oñate para encabezar los inicios de Nuevo México bajo el dominio español. Ambos eran veteranos de Guerra Chichimeca, adinerados cuyas riquezas en minas, tierras, negocios y hombres tenían origen en la plata, la guerra y la pacificación de la Gran Chichimeca.
Asimismo, la historia de este pueblo fronterizo del siglo XVI, antepasado de gran parte de la numerosa población mexicana que hoy vive en los Estados Unidos, es el lugar apropiado para que sus descendientes modernos puedan comenzar a estudiar y escribir acerca de sus orígenes e identidades, de la exploración genealógica a la ficción histórica, sin pasar por alto las potencialidades de la música, la pintura y el esplendor de las artes escénicas. Después de todo, una vasta literatura popular e incontables películas de vaqueros han brotado de las pocas décadas del Lejano Oeste angloamericano; más de tres siglos del norte mexicano contienen posibilidades mucho más interesantes. Aunque similar, la larga historia de México comienza mucho antes y muestra una complejidad social más exótica, que se extiende mucho más allá de los tradicionales cuadros de padres misioneros y jinetes españoles con yelmo.
Philip Wayne Powell (Estados Unidos, 1913-1987), doctor en historia y profesor emérito en la Universidad de California, Santa Bárbara, donde impartió cátedra desde 1948 hasta 1981, año de su retiro, es reconocido por sus investigaciones sobre la colonización española en América. De su autoría, el FCE ha publicado Capitán mestizo: Miguel Caldera y la Frontera norteña. La pacificación de los chichimecas (1848-1597) (1980).