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La tragedia de Li Wenliang

No me canso de repetir este nombre. El doctor Li Wenliang, nacido en 1985, fue un oftalmólogo que prestaba servicio en el Hospital Central de Wuhan, que es la capital de la provincia de Hubei y la ciudad más poblada en la zona central de la República Popular China.

A finales de diciembre de 2019, el doctor Li detectó que sus pacientes de oftalmología dejaron de asistir a sus consultas porque se estaban enfermando de una neumonía de carácter grave. Cualquier especialista de esa área podría haber dejado a un lado esta observación; sin embargo, el doctor Li percibió con una claridad clínica sorprendente que al menos siete casos presentaron síntomas de un virus similar al SARS (Síndrome Respiratorio Agudo Grave, por las siglas en inglés), que había provocado una epidemia extremadamente peligrosa en China y el mundo entre 2002 y 2003.

Esta observación lo llevó a tomar una medida de vital importancia, enviando el 30 de diciembre de 2019 una recomendación de mensajería instantánea a sus colegas médicos, alarmándolos sobre la existencia de este brote y sugiriendo que se tomaran precauciones inmediatas necesarias para proteger al personal sanitario. Esta comunicación, emitida con el propósito de mitigar un riesgo inminente, constituyó la primera advertencia conocida sobre la crisis de lo que primero se denominaría 2019-nCoV (en inglés: 2019-novel Coronavirus, “nuevo coronavirus de 2019”), también ocasionalmente llamado, HCoV-19 (en inglés: Human Coronavirus 2019) y que a la larga sería conocida como Covid-19 (del inglés: Enfermedad por Virus Corona, surgido en el año 2019).

La urgencia del mensaje del doctor Li fue confrontada, no con las medidas preventivas sanitarias inmediatas, sino con la censura oficial. Funcionarios de Seguridad Pública de Wuhan lo citaron; se le obligó a retractarse de sus afirmaciones y fue formalmente amonestado por la Policía, bajo la acusación de difundir “rumores falsos” y de “revelar el alcance del brote de enfermedad respiratoria de gravedad extrema” sin que existiera realmente.

Esta represión no fue solo un acto político, sino una decisión con repercusiones epidemiológicas catastróficas. Al silenciar a Li, que intentó advertir a sus colegas, las autoridades de Wuhan priorizaron el mantenimiento de la estabilidad social y la negación de la crisis sobre la transparencia médica requerida. Esta supresión intencional del fenómeno infeccioso eliminó la oportunidad de ganar tiempo fundamental para la contención epidemiológica y sucedió lo que ya todos sabemos.

El problema inicial no fue la falta de detección clínica (pues Li la había logrado), sino la supresión de esa información, lo cual permitió que un virus con un alto potencial reproductivo iniciara su fase de crecimiento exponencial sin la aplicación de intervenciones de contención viral que pudieron haber sido efectivas.

Li Wenliang contrajo el SARS-CoV-2 mientras trabajaba atendiendo pacientes durante los primeros días del brote. Demostrando un alto sentido de la responsabilidad, al comenzar a mostrar síntomas, reservó una habitación de hotel para evitar la posibilidad de infectar a su familia antes de ser hospitalizado el 12 de enero de 2020. A pesar de esta precaución, sus padres se infectaron, aunque posteriormente se recuperaron.

Li falleció a principios de febrero de 2020, a los 34 años de edad, precisamente de Covid-19, y su viuda, Fu Xuejie, dio a luz a su segundo hijo en junio de 2020. Li Wenliang se consolidó como un símbolo perdurable de la transparencia y la valentía, sirviendo como un elemento constante de conmemoración, recordando el trauma del inicio de la crisis, que muy probablemente pudo haber tenido una evolución totalmente distinta a lo que vivimos en el mundo si se hubiesen escuchado sus recomendaciones y, sobre todo, si no lo hubiesen silenciado.

Abordando la situación en México, y en concreto en el estado de Puebla, también hemos sido testigos históricos de “silenciamientos” violentos, debido principalmente a una intensa confrontación ideológica y territorial. El linchamiento ocurrido en San Miguel Canoa el 14 de septiembre de 1968 constituye un precedente crucial de la violencia extrainstitucional y paraestatal, marcando el inicio de la represión sistemática bajo un clima de intolerancia ideológica. Este suceso se enmarca en el contexto inmediato del movimiento estudiantil nacional de 1968, en un periodo donde la estigmatización de cualquier disidencia, especialmente la vinculada a la izquierda o al activismo, se etiquetaba inmediatamente como “comunista”.

En el siglo XXI, el patrón de violencia trágica se ha reconfigurado, concentrándose en la defensa del territorio indígena. El nuevo eje del conflicto se ubica predominantemente en la Sierra Nororiental, donde las comunidades, como el pueblo náhuatl y el macehual, exigen el respeto a su derecho a la consulta y a la autodeterminación ante la imposición de megaproyectos (hidroeléctricas, minería a cielo abierto, estructuras eléctricas, monocultivos).

Desde 2012, una serie de agresiones y homicidios contra activistas y defensores de derechos humanos ha configurado un patrón sistemático de persecución. Esta fase de brutalidad se inició con el homicidio de Frumencio Solís Cruz en San Gabriel Chilac en 2012. Posteriormente se documentaron crímenes clave vinculados directamente a la defensa territorial. Antonio Esteban Cruz (2014), asesinado en Cuetzalan en el contexto de la defensa de los derechos de las comunidades y su territorio. Manuel Gaspar Rodríguez (2018), defensor indígena de derechos medioambientales, hallado muerto el 14 de mayo en Cuetzalan. Adrián Tihuilit (2018), asesinado el 31 de mayo en Zacapoaxtla.

Estos casos ejemplifican la dinámica de lo que es la lucha social ante la injusticia. Las estructuras de poder, impulsadas por intereses económicos, no solo buscan la eliminación física del activista, sino también la legitimación de su neutralización a través del aparato penal. La criminalización busca inhabilitar al defensor social, abriendo una ventana de vulnerabilidad que a menudo culmina en el asesinato selectivo.

En nuestro país ha habido y seguirán apareciendo otros Li Wenliang, que padezcan un final injusto. Ante estos sucesos, desgraciadamente solo podemos sentir impotencia y decepción. Es importante no permitir que estas muertes no trasciendan, relegándolas al olvido y nos permitan percibir que un mundo mejor es posible y, sobre todo, deseable para las generaciones actuales y las futuras.

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