De alcoholes, plantas demoniacas y brujas

A lo largo de la historia de la humanidad se han consumido sustancias psicoactivas y en la antropología moderna tiene cada vez más aceptación la tesis de que el surgimiento del pensamiento religioso está vinculado al consumo de alguna sustancia visionaria. Prácticamente en todas las culturas de todos los tiempos y latitudes las sociedades han dispuesto de alguna sustancia para modificar el estado de ánimo y la percepción del individuo que la emplea. De modo que no estamos ante un fenómeno extraño, sino que llega hasta nosotros avalado, digámoslo así, por una tradición milenaria. Pero la familiaridad que cada cultura tiene con una sustancia se convierte en aversión y hasta horror por sustancias que le son culturalmente ajenas y desconocidas. Esto es precisamente lo que ocurrió con los frailes franciscanos, dominicos, agustinos y demás que evangelizaron el territorio mexicano. El horror que les causaba ver a los indios o escuchar relatos en los que se daba cuenta del consumo de ololiuhqui, peyote, hongos y otras plantas sacralizadas los llevó a asociarlas con engaños del Demonio y a considerar los ritos asociados a ellas como satánicos. Desde luego que la cultura occidental, la de los frailes y colonizadores, tenía su propia y privilegiada sustancia embriagadora, que era y sigue siendo, el alcohol.

El vino, proveniente de los cultos greco-latinos a Dionisos y Baco, fue adoptado por el cristianismo y sublimado por su propia mitología al grado de convertirlo en la sangre misma de Jesucristo.  De esa lejana tradición derivan los miles de vinos, licores y aguardientes que proliferan y dan vida y alegría a las reuniones en el mundo occidental, pero también muerte, dolor y violencia. Sin embargo a nadie se le ocurre pensar en el alcohol como una droga. Esta sustancia queda fuera del estigma que la palabra droga impone porque nos es familiar culturalmente.

Tanto las tradiciones orientales que empleaban el opio y el hashish, como las mesoamericanas que utilizaban la mezcalina en el peyote,  la psilocibina en los hongos, o la dietilamida de ácido lisérgico en el ololiuhqui, o las grecolatinas que usaban plantas solanáceas o el cornezuelo de trigo, fueron satanizadas, literalmente, por la tradición judeocristiana, que sólo rescató de la antigua Grecia el vino. Ya en los ritos de Baco, Attis y Mitra, el vino se consideraba como sangre divina, y la gran cantidad de vasos hallados en las catacumbas revela la embriaguez ritual de los primeros cristianos que adoptaron algunas costumbres del mundo grecolatino. Esta es la razón, histórica y religiosa, que explica por qué el alcohol es una droga socialmente aceptada en Occidente, mientras se ve con desconfianza, se persigue y se castiga el empleo de otras sustancias.

En la tradición occidental, además de vinos y cervezas, los griegos usaron con fines ceremoniales y lúdicos el cáñamo y otras solanáceas como el beleño, la mandrágora y la belladona, en ocasiones colocándolas en las brazas ardientes de los sahumerios. Estas tres últimas plantas fueron muy utilizadas en el mundo europeo durante la edad media y hasta el siglo XVII asociadas por el cristianismo con la brujería. La imagen de la bruja volando en una escoba tiene precisamente que ver con los ungüentos y pomadas elaborados con estas potentes plantas psicoactivas que se aplicaban por vía vaginal mediante el palo de una escoba. La persecución de estas y otras prácticas que provenían del mundo greco-latino fue terrible: en una Europa que rondaba los 3 millones de habitantes, los inquisidores católicos y protestantes lograron quemar vivas a unas 500 mil personas entre los siglos XV y XVII, e incautar los bienes de varios millones más.