Entre la culpa y la libre responsabilidad

El término que usaron los antiguos griegos para designar a las sustancias que son un remedio y un veneno a la vez fue la palabra phármakon, que nosotros utilizamos castellanizada cuando hablamos de fármacos. Los griegos tenían muy claro que un fármaco era benéfico y dañino a la vez, no una cosa o la otra, sino las dos inseparablemente, dependiendo de la dosis que empleara el usuario. La frontera entre el daño y el beneficio no existe en la droga misma, sino en el uso excesivo de quien la emplea. Esta elemental sabiduría de los antiguos griegos se ha perdido en el mundo moderno. En la actualidad se actúa como si la sustancia fuera sólo benéfica, por parte del consumidor, o únicamente peligrosa, por parte de las autoridades que intentan evitar el consumo. El Estado y las instituciones de salud pública no parecen, en consecuencia, asumir la responsabilidad de informar al consumidor sobre las cualidades benéficas y perjudiciales de una sustancia, sino que se limitan a prohibirla y perseguir a los infractores. Los resultados de esta política están a la vista en nuestro país y han sido desastrosos.

Hace ya muchos años que Fernando Savater distinguió dos grandes campos que encierran actitudes distintas respecto al empleo de las drogas, sea cual fuere la definición que de ellas tengamos: una es la culpabilidad, que conduce ineludiblemente a su prohibición, y la otra es la responsabilidad, que va de la mano con la información bien sustentada y el ejercicio de la libertad individual. Es evidente que en nuestro país las políticas públicas han optado por la primera opción a pesar de que en esta especie de esquizofrenia institucional que vivimos existan algunos espacios, leyes y reglamentos que se proponen informar objetiva y verazmente sobre el tema.

La mancuerna culpabilidad-prohibición no sólo ha dado lugar a la tragedia nacional que conocemos como “Guerra contra las drogas”, que ha cobrado ya la vida de más de 50 mil personas, lo peor es que ha sido ineficaz porque carece de credibilidad. Los jóvenes, simplemente, desconfían de este discurso ambiguo y moralista y la prueba de ello es que no ha cesado el incremento en el consumo de drogas, al contrario, ha aumentado de modo alarmante.

Personalmente soy partidario de reconocer el derecho que los individuos tienen de modificar su estado de ánimo y su percepción mediante el consumo de alguna sustancia. El problema es que este derecho puede ser ejercido de un modo abusivo, desordenado e irresponsable si la persona carece de información confiable y bien sustentada. La única manera de evitar este desbarajuste consiste no en prohibir y castigar severamente el consumo, lo que a todas luces ha sido un fracaso como política pública, sino más bien en informar debida y oportunamente al probable consumidor, a fin de anticiparle con toda claridad las consecuencias que puede tener el acto que está por realizar.

Y no me refiero a la torpe propaganda que vemos en los medios masivos actualmente, donde se pretende asustar a los jóvenes con la idea de que fumar marihuana los llevará inevitablemente a la perdición. Quienes han diseñado esta publicidad evidentemente no tienen idea de lo que son los jóvenes ni de lo que es la marihuana.  Necesitamos entonces exigir, como premisa, que quien hable del tema tenga una opinión bien sustentada en la información científica y deje de lado discursos morales o políticos propios de una parroquia o una campaña electoral. El problema es muy serio y muy complejo como para seguir dejándolo en manos de curas y políticos apoyados en campañas publicitarias.

Necesitamos funcionarios públicos y representantes populares bien informados que puedan abordar el problema con inteligencia y una sólida información y no con prejuicios y decisiones improvisadas. Los secretarios de salud y educación tienen en este sentido un papel fundamental que desempeñar. El tema del narcomenudeo no se resuelve poniendo policías a la entrada de las escuelas, se comenzará a resolver cuando se ponga al alcance de los adolescentes y los jóvenes información veraz y confiable y puedan comentar el tema en voz alta con sus maestros, sus compañeros y sus parientes. Sólo el conocimiento auténtico crea ese ambie nte de confianza mutua en el que pueden comentarse las experiencias, esclarecerse las dudas y buscar conjuntamente las soluciones. Como bien decía Kierkegaard: “La verdad sólo existe en el individuo cuando él mismo la produce actuando”.