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Cuando mamacita naturaleza nos castiga con toda su furia

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No, no vamos a hablar del mundo actual. Tampoco de las secuencias vividas en Manhattan luego del desplome de las Torres Gemelas. No, la teoría del caos, que de eso se trata, anda por otros rumbos, está incorporada al acervo científico y significa una revalorización… ¡del orden! En efecto, los fenómenos tenidos como caóticos por antonomasia, es decir, las turbulencias ocasionadas en el agua y en el aire, sólo lo son en apariencia, responden a una estructura interna que las determina. Usted está tomando su café y vierte unas gotas de crema, verá como ese mundo quieto de la superficie líquida se agita en un bonito blanco sobre negro. Son turbulencias debidas al choque de densidades entre los dos líquidos, el agua coloreada y la crema vertida sobre ella, acabando por uniformarse en un color “café con leche” que está a medio camino entre el negro y el blanco. Cesan entonces las turbulencias. Claro, para el caso, su dilucidación no está muy urgida que digamos, se diría que fue “una tormenta en un vaso de agua” o, mejor, en una taza de café. Pero ¿si tiene por escenario la naturaleza? Es vital saber con la mayor aproximación posible el curso de la tormenta, tal vez originada remotamente, y ahora precipitándose como huracán sobre el Caribe.

Entonces ¿qué ocurre? Se ha producido un choque esta vez de velocidades entre corrientes frías (moléculas más lentas) y calientes (moléculas más rápidas) de los gases que forman el aire, y el resultado son las turbulencias, es decir, huracán a la búsqueda del acoplamiento de las temperaturas, a la búsqueda de un término medio, de su entropía, de su “café con leche”. Y mientras las corrientes de aire “arreglan sus diferencias”, nosotros a sufrir los efectos en tierra y en el mar.

Encontramos el fenómeno tanto en los sucesos de orden meteorológico como en las turbulencias aerodinámicas (causadas por un objeto en vuelo) o bien si se trata de la comunicación intercelular, es decir, en un medio líquido. Tras capas y capas de datos, a primera vista incoherentes, se descubre un orden profundo. La naturaleza desarrolla interacciones de mucha mayor complejidad de lo supuesto. Y el orden descubierto en las turbulencias fue bautizado como “teoría de los sistemas dinámicos no lineales”, prefiriéndose el nombre más familiar de “teoría del caos”.

Como ilustración, se ha manejado el “caso de la mariposa”: bate alas en París y causa un ciclón en el Caribe. Naturalmente, es un ejemplo figurado pero elocuente respecto al efecto multiplicador. Tomemos dos fenómenos climáticos tenidos como idénticos, cada uno de los cuales atiende la formación de vientos que toman como rumbo cruzar el Atlántico vía el Caribe. La más ligera variación que se introduzca en las condiciones iniciales de uno de ellos acaba por crear un abismo entre ambos fenómenos. En efecto, son tenidos como idénticos, pero en uno la mariposa introduce el aleteo y será huracán al llegar a las costas del Caribe, mientras que el otro, sin mariposa metiche, será suave brisa que refrescará a los turistas en las playas.

Ahora bien, nuestra mariposa puede introducir su aleteo en cualquier tramo del curso del fenómeno. Cuanto más cerca de las condiciones iniciales se encuentre, mayor será el efecto multiplicador. Aquí cabe insistir en que no es factible considerar dos fenómenos absolutamente paralelos ni tampoco dar por sentado que es posible reproducir exactamente un fenómeno dado. Uno tendrá variación respecto del otro. No debe olvidarse que estamos hablando de nivel molecular y, si alguna vez llegamos a dominarlo enteramente, cabrá siempre la posibilidad de que una “mariposa” aletee y deje en la tormenta la semilla del caos huracanado. Es decir, la inviabilidad de blindar el suceso frente a lo que siempre nos rodea, la fuente de nuestros miedos: lo desconocido. “Algo” allí puede producirse y hacer variar las condiciones más cuidadosamente elaboradas sin que lo advirtamos.

Quisiera todavía insistir al respecto. De ningún experimento, más: de ningún suceso puede asegurarse que se ha logrado reproducir las condiciones que le dieron lugar. ¿Por qué? Porque el infinito o bien su equivalente, lo finito desmesurado, contienen el gran disgregador, lo desconocido. Él gobierna el universo, no nosotros. Y carecemos de medios para prever su aparición ni mucho menos para evitarla. Para eso es lo desconocido. Ni siquiera sabemos si existe, su amenaza pendiente, eso es todo. Que la ingeniería genética y la clonación, la cibernética, la astronáutica y todo lo demás, no nos hagan perder la cabeza, el hombre apenas si está haciendo sus pininos. Es la sempiterna lucha contra la parte de la naturaleza que nos es dañina o, lo que es lo mismo, se pone en juego nuestra capacidad para adaptarnos como especie a los cambios. Un día el sol lanza al espacio unos lengüetazos de rayos gamma de magnitud no esperada, otro el virus del ébola nos mata en hemorragias mientras el del sida hace su enésima mutación. Hasta ahora como especie la hemos librado, ésta salió con heridas sin afectarse su sobrevivencia pero… ¿cuál será la próxima agresión que nos reserva Mamacita Naturaleza? Ya lo sabemos, y dolorosamente, tomados por sorpresa: son los terremotos, y su combinación tierramar llamados maremotos o tsunamis. Nacieron de un inocente rasguño en el fondo del mar y se han convertido en bestias feroces.

El factor (o efecto) multiplicador, el aleteo de la mariposa, fue subestimado hasta que en los años sesenta comenzó el boom de la computadora, herramienta indicada para cálculos de una complejidad inédita. De ahí que en esos mismos años se sitúen los orígenes de la teoría del caos, cuando el meteorólogo Edwar Lorenz, del Massachusetts Institute of Technology, al estudiar los movimientos en la atmósfera, se vio precisado a revisar el modelo matemático standard, que mostraba serias insuficiencias.

Estamos hablando de la actividad científica del siglo. Sin embargo, el efecto multiplicador era conocido desde la remota Antigüedad. Se cuenta que un rey quiso premiar al inventor del ajedrez, juego que tanto había contribuido a disipar su spleen, y le dijo:

Pide lo que quieras.

A lo cual contestó el aludido:

Señor, sólo pido que se me dé la cantidad de granos de trigo que resulte de duplicar, a partir de uno, tantas veces como casillas contiene un tablero de ajedrez. La primera corresponderá a uno, la segunda a dos, la tercera a cuatro, y así de seguido.

El rey sonrió, pensando: “Tan inteligente para inventar el juego de ajedrez, tan tonto para pedir la recompensa”. Cuando el monarca supo la cantidad final, no lo pudo creer; el lector es invitado a hacer los cálculos.

Trátase, pues, de aumentar nuestra capacidad predictiva a partir de una revaloración de las condiciones iniciales. En la anécdota citada, el rey subestima a la cifra “uno” con que comienza el cálculo. Así como, en sentido figurado, una mariposa causa un ciclón con su batir de alas. Conocer las condiciones iniciales con la mayor aproximación, y de ahí calcular las consecuencias, de eso se trata a los fines de la predictibilidad. Y digo aproximación, pues la exactitud nos está vedada en última instancia, es decir, en el microcosmos. Aun si dominamos el fenómeno turbulencia, lo que estamos haciendo son exteriores de las moléculas. Todavía no sabemos si el grado de incidencia de los niveles atómico y subatómico en el movimiento molecular se da al punto de involucrar específicamente a las turbulencias. Tal vez sea cero, tal vez no. De todos modos, estamos advertidos: las mediciones, cuando se llega al nivel de las partículas subatómicas, se detienen a las puertas del principio de indeterminación (o de incertidumbre), formulado en el pasado siglo por Werner Heisenberg, y que es uno de los grandes aportes teóricos en el campo de la Física. De su autor se cuenta que, estando próximo a morir, dijo: “tengo dos preguntas para Dios: por qué la relatividad y por qué la turbulencia. Seguramente, Dios tendrá respuesta para la primera pregunta”. Tal vez, aventuro por mi cuenta, la turbulencia fue invento de Satanás.

Pues bien, Heisenberg tenía plena conciencia de la endiablada —precisamente— turbulencia, a pesar de no ser ésta su especialidad, sino la Física de partículas, sobre la cual había formulado, dijimos, el principio de indeterminación. Según éste, no es posible establecer la posición de una partícula en el espacio y simultáneamente su velocidad con precisión que se quiera, sino sujeta a un condicionamiento: cuanto más exacta una, menos lo será la otra. Se relativiza entonces el conocer, pues la certeza buscada se disuelve en probabilidad estadística: la partícula, al momento de la observación, se encuentra en algún punto de una cierta área o bien su velocidad oscila entre dos valores. Queda, pues, comprometido el futuro, es vana la pretensión de predecir un suceso a nivel subatómico con la exactitud que se quiera. A más de su propia endiablada complicación, de todo esto tal vez tendrá que hacerse cargo un día la turbulencia.

Aquí, diría, la predictibilidad encuentra sus límites, al futuro no puede vivírselo por adelantado. Pero un día “nos alcanza”, como se titula un filme de ciencia ficción, y lo que tomábamos por caos es sólo fachada, la estructura interna está regida por el orden. Ahora bien, en ruta ha surgido una amenaza. No nos volvemos solamente contra la parte dañina de la naturaleza, sino contra toda ésta: la amenaza es el hombre depredador, sus “turbulencias” contra la parte benéfica que nos alberga, envenenando aguas, aire y tierra, tumbando bosques, en una palabra, atentando contra sí mismo en una redoblada furia destructiva que se parece al suicidio y que nos negamos a aceptar. El caos se quiere teoría pero no nos engaña, sólo resulta fachada y… castigo de Mamacita Naturaleza: ¿el hombre es un insensato que envenena mis posesiones? Pues ahí le van unos tsunami para comenzar.

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