Aunque todos hemos experimentado en carne propia la masturbación, permítanme recurrir a la Real Academia Española para precisar el concepto: “masturbarse viene del latín masturbari y significa procurarse solitariamente goce sexual”. Consultando el Nuevo Diccionario Latino Español Etimológico, impreso en 1903, para saber qué significa masturbari, encuentro que se suprime la palabra saltando de Mastrum, una ciudad de la Patagonia, a mastus, el tubo de una fuente. Busco entonces masturbare en el Diccionario Italiano-Español impreso en Barcelona en 1957 y tampoco aparece la evidentemente temida palabra. En la Enciclopedia de México por supuesto no encontraría nada, a pesar de ser un deporte muy socorrido… recurro entonces al Diccio-nario Enciclopédico Salvat y finalmente hallo la explicación: masturbari viene de manus, mano, y turbare, excitar. La censura del término en algunos diccionarios me llevó a revisar el mito hebreo de Onán, el masturbador primigenio que culturalmente nos corresponde en Occidente. Al leer el mito encontré tres elementos interesantes: censura, culpa y blasfemia.
En el Génesis del Antiguo Testamento se dice que Onán fue el segundo de tres hijos procreados por Judá, su padre, con una cananea de nombre Sué. El viejo Judá quiso que su primogénito, llamado Er, se casara también con una joven cananea de nombre Tamar. Pero Dios, al ver la maldad de Er, quien tuvo una vida perversa, le hizo morir. Entonces Judá le ordenó a Onán que tomara en matrimonio a Tamar, atendiendo a la ley Mosaica del levirato, que ordena que el segundo hijo se case con su cuñada viuda para procrear hijos en nombre de su hermano mayor. Dice el capítulo XXXVIII del Génesis: “Dijo Judá a Onán, su hijo: entra a la mujer de tu hermano, y cohabita con ella, para que levantes linaje a tu hermano. Pero él, sabiendo que los hijos no nacerían para sí, entrando a la mujer de su hermano, derramaba semen en tierra, para que no nacieran hijos con el nombre del hermano. Y por esto hirióle el Señor, porque hacía una cosa detestable”.
La Biblia no especifica si el semen esparcido en la tierra era únicamente el resultado de un coito interrumpido o también de una manipulación. Pudo ser cualquiera de las dos cosas o ambas. Lo que es claro es que se trata de un pecado mortal, de una ofensa a Dios en la desobediencia a su mandato de cohabitar con una mujer para procrear hijos… y nada más. Esa culpa, que viene a ser un eco de la culpa primigenia por la que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso, ha sobrevivido en la cultura judeocristiana de la que somos herederos hasta nuestros días. En nombre de esa culpa se ha atemorizado, avergonzado, humillado, perseguido y castigado una de las formas más inofensivas del placer sexual en Occidente.
Sin embargo, la masturbación y la cruzada que contra ella se organizó desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX, dio como resultado, ni más ni menos, que la organización de la moderna familia nuclear. Voy a intentar explicar esto muy brevemente, resumiendo las ideas expuestas por Michel Foucault en el curso que impartió en el Colegio de Francia en marzo de 1975, publicado en el libro Los anormales.
La cruzada contra la masturbación que se inicia en el siglo XVIII tiene como propósito no la salvación de las almas sino la preservación de la salud corporal. No es el discurso cristiano de la carne el que se esgrime contra el autoerotismo, pero tampoco es el discurso de la psicopatología sexual, que surgirá más tarde, durante la segunda mitad del siglo XIX.
En la modernidad el discurso contra la masturbación no está elaborado para combatir el deseo y el placer, sino para prevenir la enfermedad y la muerte. Se trata de un conjunto de exhortaciones, de consejos y conminaciones presentadas bajo la forma de un análisis científico. Es una literatura compuesta por manuales destinados a los padres de familia sugiriéndoles una serie de ideas y estrategias domésticas para impedir que los niños y los adolescentes se masturben. Existen también tratados destinados a niños y jóvenes, el más célebre de ellos, titulado El libro sin título, analizaba las consecuencias desastrosas de la masturbación y, en la página de enfrente, incluía ilustraciones con la fisonomía cada vez más descompuesta, estragada y cadavérica del joven masturbador que agota su vitalidad progresivamente.
La campaña antimasturbatoria comprendía instituciones destinadas a atender y curar a los masturbadores con prospectos de medicamentos y anuncios de médicos que prometen a las familias curar a sus hijos de ese “vicio”. En Alemania, por ejemplo, se afirmaba que la institución Salzmann era la única en toda Europa en que los niños jamás se masturbaban. En París, a fines del siglo XVIII y principios del XIX, se instaló un museo de cera al que se invitaba a los padres a acudir acompañados de sus hijos, en caso de que hubieran mostrado indicios de masturbarse. Allí se mostraban figuras que representaban todos los padecimientos que podía tener quien cayera en la tentación de procurarse placer por cuenta propia.
Cuando se prohíbe a los muchachos masturbarse no se les amenaza con una vida adulta perdida en el desenfreno y el vicio, sino con una vida adulta plagada de enfermedades y padecimientos. No se trata tanto de una moralización como de una somatización, de una patologización.
En el Diccionario de las Ciencias Médicas, publicado en París en 1820, se ofrece este retrato del pequeño masturbador:
“Ese joven se encontraba en el marasmo más absoluto; su vista estaba completamente apagada. Allí donde se encontrara, él satisfacía las necesidades de la naturaleza. Su cuerpo exhalaba un olor particularmente nauseabundo. Tenía la piel terrosa, la lengua vacilante, los ojos hundidos, toda la dentadura descarnada, las encías cubiertas de ulceraciones que anunciaban una degeneración escorbútica. La muerte ya no podía ser para él sino el final dichoso de sus prolongados sufrimientos”.
Nos encontramos —dice Michel Foucault— en plena fabulación científica. Los médicos oficiales de la época empiezan a identificar la masturbación como causa posible de una gran variedad de enfermedades: meningitis, encefalitis, mielitis y diferentes afecciones de la médula espinal, enfermedades óseas, degeneración de los tejidos de los huesos, enfermedades oculares y con frecuencia también interviene en enfermedades del corazón.
Más de un siglo de intensa campaña antimasturbatoria (que en muchos casos se prolonga hasta nuestros días) tenía que concluir en un verdadero delirio hipocondriaco, mediante el cual los médicos lograban que sus pacientes asociaran sus enfermedades con una infancia o adolescencia masturbadora. De ahí derivó todo un género literario: la pequeña autobiografía del masturbador. Veamos el testimonio de una francesa del siglo XIX (aunque escrito por un hombre) publicado en el libro Los hábitos secretos de las mujeres:
“Esta costumbre me arrojó en la más espantosa de las situaciones. No tengo la más mínima esperanza de vivir algunos años más. Me alarmo todos los días. Veo avanzar la muerte a grandes pasos. Desde el momento en que comencé con mi mala costumbre me afectó una debilidad que fue constantemente en aumento. A la mañana, al levantarme tenía desvanecimientos. Mis miembros dejaban oír en todas sus articulaciones un ruido semejante al de un esqueleto que se sacudiera. Algunos meses después, al salir de la cama a la mañana, empecé a escupir y echar sangre por la nariz, tan pronto de color intenso como descompuesta. Sentía ataques nerviosos que no me dejaban mover los brazos. Tuve mareos y de vez en cuando nauseas. La cantidad de sangre que pierdo sigue aumentando… y además estoy un poco resfriada.”
Una vez localizadas las causas de las enfermedades y fincada la responsabilidad a la masturbación mediante la autopatologización, como lo muestra el caso de esta mujer, se produce una voluntad de disculpar al niño y buscar a los culpables entre los adultos que conviven preferentemente en el ámbito familiar. Como esta problematización ha sido generada y está dirigida a las familias burguesas, es a esa clase social y su estructura familiar a la que se dirigen las recomendaciones de vigilar al servicio doméstico y a los parientes de todo tipo que conviven en el mismo hogar: el criado, la gobernanta, el preceptor, el tío, la nodriza, los primos, etcétera. La desconfianza se es-parce por todo aquel que habita la misma casa y que no pertenece a la familia celular formada por padres e hijos.
El diablo está ahí —dice Foucault— al lado del niño, en la forma del adulto, esencialmente la del adulto intermediario. La culpabilización recorre a los personajes ajenos al núcleo familiar, pero también a los padres que no se ocupan directamente de sus hijos y recurren a servicios o favores de otros adultos. Lo que, en definitiva, se cuestiona en la masturbación de los niños es su ausencia de cuidados, su desatención, su pereza, su deseo de tranquilidad. Después de todo lo único que tenían que hacer era estar presentes y abrir los ojos. En esa medida y con toda naturalidad, se nos conduce al cuestionamiento de los padres y su relación con los hijos en el espacio familiar. Lo que se requiere —concluye Foucault— lo que se exige es, en el fondo, una nueva organización, una nueva física del espacio familiar: eliminación de todos los intermediarios, supresión, si es posible, de los domésticos, o en todo caso, vigilancia muy cuidadosa de ellos; la solución ideal es, precisamente, el niño solo, en un espacio familiar sexualmente aséptico.
“Los niños deben ser vigilados en su aseo, al acostarse, al levantarse, durante el sueño. Los padres tienen que estar a la caza de todo lo que les rodea, su ropa, sus cuerpos. El cuerpo del niño debe ser objeto de su atención permanente. Esa es la primera preocupación del adulto. Los padres deben leer ese cuerpo como un blasón o como el campo de los signos posibles de la masturbación. Si el niño tiene la tez descolorida, si su rostro se marchita, si sus párpados tienen un color azulado o violáceo, si muestra cierta languidez en la mirada, si exhibe un aspecto cansado o indolente en el momento de salir de la cama, ya sabemos cuál es la razón: la masturbación… A los padres les toca organizar toda una serie de trampas gracias a las cuales podrán atrapar al niño en el momento mismo en que esté cometiendo lo que no es tanto una falta como el principio de todas sus enfermedades”.
Por estas razones el Manual de higiene pública y privada, editado en París en 1827, aconseja a los padres:
“No perder de vista a quien busca la sombra y la soledad, a quien permanece largo tiempo solo sin poder dar buenas razones de ese aislamiento. Que vuestra vigilancia se consagre principalmente a los instantes que siguen al acostarse y preceden al levantarse; es entonces, sobre todo, cuando puede sorprenderse al masturbador con las manos en la masa. Sus manos nunca están fuera de la cama y en general le gusta esconder la cabeza debajo de las mantas. Apenas acostado, parece hundirse en un sueño profundo: esta circunstancia, de la que desconfía cualquier hombre ducho, es una de las que más contribuyen a generar la seguridad de los padres… Si entonces se destapa bruscamente al joven, se encontrarán sus manos, si no tuvo tiempo de moverlas, sobre los órganos de los que abusa, o en sus cercanías. También puede encontrarse la verga erecta e incluso las huellas de una polución reciente: ésta podría reconocerse además por el olor especial que exhala la cama, o del que están impregnados los dedos. Desconfíese en general de los jóvenes que, en el lecho o durante el sueño, tienen a menudo las manos en la actitud que acabo de mencionar…”
Con ello, afirma Foucault, asistimos a la introducción de toda una dramaturgia familiar que todos conocemos bien, la gran dramaturgia familiar de los siglos XIX y XX: ese pequeño teatro de la comedia y la tragedia de la familia, con sus camas, sus sábanas, la noche, las lámparas, los acercamientos en puntas de pie, los olores, la cuidadosa inspección en busca de manchas; toda esa dramaturgia que aproxima indefinidamente la curiosidad del adulto al cuerpo del niño.
Después de la revolución sexual de la segunda mitad del siglo XX la situación es radicalmente distinta. La obsesión por la salud y su cruce con la sexualidad ha producido nuevas fórmulas que buscan no tanto el placer, como el desarrollo de una “vida sana”. Los cardiólogos recomiendan a los hombres mirar los pechos desnudos de las mujeres para mantener un corazón sano; se organizan maratones masturbatorios de hombres y mujeres en varios países; recientemente un grupo de investigadores recomendó la masturbación a los mayores de 50 años para tener una próstata saludable, en fin, los tiempos han cambiado y si antes hubo una obsesiva preocupación por la excitación auto-erótica, hoy cualquier improvisado profeta puede complacer a su innumerable auditorio al proclamar gustoso: masturbaos los unos y las otras.