Reivindicados secularmente en el discurso y excluidos de las estrategias y de las políticas dominantes, los excluidos del capitalismo son cada vez más. Algunos han sido recientemente negados con la apertura comercial (pequeños empresarios; productores agropecuarios, campesinos, jóvenes, intelectuales, comuneros, ejidatarios y ambientalistas), otros son consustanciales al sistema (pauperizados, desempleados, trabajadores y empleados) y otros han estado siempre invisibilizados, dominados y explotados: las etnias. Poseedoras de cultura y territorio, de saberes ancestrales que preservan ecosistemas y biodiversidad, los grupos étnicos han sido expoliados y despreciados desde hace cinco siglos, no sólo por otras etnias que se abrogan la patente de descubridoras, sino también por etnias vernáculas que se subsumen en la élite dominante y occidentalizan su pensamiento. Hoy, como hace dos decenios, vuelven a refrendar sus exigencias: el respeto a la dignidad de sus personas y comunidades, el derecho a su cultura y territorio, autogobierno y una relación sustentable con la naturaleza.
Siendo una sociedad multiétnica, carecemos de un Estado multiétnico que promueva y preserve los saberes de los pueblos originarios, su cultura y territorio, sus usos y costumbres, su capacidad de autogestión, autarquía y organización, y valore su aporte a la cultura nacional. La relación de las etnias dominantes con las etnias dominadas ha sido de permanente expoliación: tierras laborables durante la Colonia; bosques y agua en el siglo XIX; montes y recursos biológicos y genéticos en el siglo XX. Las etnias son, para el poder, potenciales asalariados o desempleados permanentes, pero no una cultura con derechos y territorio, poseedoras de una práctica agroecológica que preserva y enriquece la diversidad biológica, proporciona servicios ambientales y promueve una relación armónica entre las etnias y entre éstas y su ambiente.
El Ejército Zapatista de Liberación Nacional hizo una propuesta que, siendo aceptada, aún no ha sido ejecutada: elevar a rango constitucional los acuerdos de San Andrés Larráinzar, pactados en 1996. Concederle autonomía a las etnias para administrarse según sus usos y costumbres, respetarles su territorio y su dignidad y garantizarles justicia e igualdad no es vejatorio de nuestra idiosicracia ni causal de pérdida de soberanía o nacionalidad. Lo menos que pueden ofrecer los poderes Legislativo y Ejecutivo es retomar la discusión y precisar el rol asignado a los pueblos originarios, que no puede ser otro que el respeto a su dignidad, cultura y territorio.