Antes que nada, los humanos sabemos que somos finitos y que somos pequeños en un mundo inconmensurable e inabarcable. Sabemos que estamos condicionados por la muerte —siempre presente en nuestros horizontes— y que nuestras vidas son jalonadas de manera constante por el amor, el deseo, la salud, el trabajo o el poder. Además, tenemos el azar, que alimenta nuestra incertidumbre y nos pone en contacto directo con lo impredecible que cobra una dimensión más profunda cuando comprendemos cómo lo impredecible puede también ser sorprendente por insospechable.
La razón humana no es indiferente a la angustia que todo esto genera. No es indiferente al azar o al destino, pero insiste en tener una cuota propia de participación y se niega a ver la vida solo como límite, como cauce predeterminado, como restricción o norma. Cuando jugamos, los humanos actuamos como seres pequeños, finitos, sujetos al azar y a lo impredescible, pero construimos un espacio de acción que gravita entre la realidad y lo posible, entre lo que podemos ver y lo que imaginamos: el espacio del juego. El juego toma elementos de la realidad que incluyen por supuesto la tristeza, el miedo o la pasión y —con conocimiento, fuerza e imaginación— los trabaja en un lugar que podríamos llamar irreal, que flota de manera inaprensible y dialoga con lo real abriendo un campo nuevo de posibilidades.
Esto así, irreal como parece, a nosotros los humanos nos deja satisfechos y llenos de alegría. Porque el juego nos da instantes de certidumbre y de poder activo. Porque siempre que ingresamos al mundo del juego, entramos con un papel preciso que debemos cumplir por nosotros mismos y en relación con otros. Cuando jugamos, entramos con rol propio a una coreografía sutil y móvil que nos permite saber que formamos parte activa de algo más grande que nosotros mismos, (como veremos, la literatura es algo más grande que nosotros mismos.)
La imaginación es la gran protagonista. Sabemos que imaginamos en función de lo que sabemos, pero es la imaginación la que consigue establecer vínculos entre cosas que de otra manera jamás se reunirían, y logra proyectar el conocimiento en la línea del tiempo en busca de posibilidades nuevas. Por eso los humanos no podemos dar sentido al mundo y a nuestro estar en el mundo sin la imaginación que hace posible toda creación simbólica (las lenguas y las culturas no son otra cosa que complejas y ricas creaciones simbólicas).
Cuando una persona juega y juega mucho, además de vivir en permanente contacto con ella misma y con el mundo, desarrolla distintas potencias que convierte en capacidades: imaginar, errar y aprender del error, osar, diseñar, prospectar desde la autonomía, ejercer la libertad, preguntar, pensar con pensamiento complejo, tener conciencia de lo inconmensurable, mantener viva la capacidad de asombro, dialogar con el azar, mantener un proyecto propio, tener conciencia de los otros… Cuando jugamos, aprendemos a construir barajas enteras, conscientes de que la vida está sentada a nuestra mesa de manera constante y —lo queramos o no— nos presenta sus sorprendentes cartas. Quien juega no queda pasivo ante la vida, analiza las jugadas que la vida le presenta y responde con cartas propias. Quien juega, vive construyendo y desarrollando proyectos propios.
Vista desde el punto de vista del juego, la literatura (que es más grande que nosotros mismos) nos presenta un cúmulo de “jugadas” que la vida diaria tal vez no nos presentaría y nos permite ejercitar nuestro poder de revirar con elegancia. Nos muestra maneras alternativas de jugar y proponer jugadas, de establecer vínculos, de diseñar proyectos, de formular hipótesis, de sobrevivir a las más grandes hecatombes o de morir en ellas, de migrar, de imaginar, de amar y desamar, de convocar y acudir, nos muestra una y mil maneras de preguntar y analizar respuestas, de nombrar y construir metáforas, de hablar de lo innombrable de maneras sutiles, misteriosas, y de estar en el mundo y con el mundo.
¿Qué sería de nosotros sin la figura de Prometeo, que robó el fuego divino en favor de los hombres? ¿Tendríamos la misma capacidad de osar sin imaginar a un Prometeo furtivo y arrojado? ¿Cómo podríamos comprender la vida sin el relato de Noé apurando a todas las especies a no dejarse morir en el diluvio? ¿Haríamos los mismos proyectos de resistencia y vida si no lo recordáramos con las puertas abiertas de su arca y todavía en el último minuto mirando al bosque? ¿Sería lo mismo nuestra comprensión del mundo si no supiéramos que el dios makiritari dejó salir a la primera mujer y al primer hombre del huevo en el que los tenía encerrados simplemente porque de día y de noche los escuchaba cantar y los veía bailar enarbolando en su favor sendas sonajas? Aquí hay un dato importante que nos cuenta la literatura: el dios makiritari era por naturaleza amante de la música y vivía envuelto en un delicioso humo de tabaco dorado. ¿Conceptualizaríamos el placer de la misma manera en ausencia de esta deliciosa imagen?
Gilgamesh, el gran ancestro universal, se atrevió a desear la inmortalidad y a perseguirla toda su vida. Gracias a que forma parte de la literatura, Gilgamesh nos da licencia para temer, para desear, para emprender: aún cuando nuestra búsqueda resulte incierta. Nos enseña a jugar y nos invita a pararnos en la cola de la norma estadística, en pleno territorio de la improbabilidad, para, desde ahí, lanzar al movimiento irreversible imágenes de deseo y perseguirlas, en contra de pronóstico, a pesar de los pesares.
La literatura también nos enseña a perder sin detrimento de nuestra dignidad. La leyenda nos cuenta cómo, en un concurso para ver quién se convertía en sol (allá en los tiempos de la creación mexica), un valiente contendiente se tiró al fuego al primer intento y se convirtió en sol mientras que el segundo contendiente dudó, pidió una segunda oportunidad y, cuando por fin saltó al fuego, se convirtió en luna. Ambos reinan en el firmamento. Ambos nos miran triunfantes desde el cielo. Porque no hay deshonor en el miedo, en la duda y ni siquiera en el fracaso. El juego vale por sí mismo y, para los humanos, jugar es lo que cuenta.
Desde la cuna, la literatura (por la ruta del canto) enseña a los bebés que son ellos mismos por sí mismos y están solos, que las mamás se van a veces pero que siempre regresan colmadas de sonrisas. Los primeros cuentos de la infancia, los clásicos, nos explican cómo es la raza humana: con imperfecciones, con claro-oscuros, con dudas, con equivocaciones y aciertos, con penas y glorias… y siempre nos dicen que, ante las más terribles adversidades, nosotros, los humanos (de manera personal y colectiva) siempre tenemos un algo que hacer, un algo que decir, que podemos jugárnosla, que no tenemos por qué permanecer inmóviles, paralizados.
Jugar es vivir por cuenta propia dentro del mundo y con el mundo, pero con barajas propias en la mano, con proyectos propios. Un jugador que lee aprende a entrar en los acervos en busca de modelos, de estrategias, de detalles, de reglas que otros pusieron y que tal vez resulten útiles, en busca de colegas y amigos, de interlocutores y también de pandillas que lo contengan y alienten.
Osadía, resistencia, esperanza, deseo, amor por la risa, conciencia del mundo, capacidad de vivir el error sin ignominia y el triunfo sin vanagloria, capacidad de incluir en los proyectos propios a los otros y pensar en el mundo, manejo del tiempo, conciencia del ritmo, memoria viva, conciencia de la propia pequeñez ante el mundo al mismo tiempo que de la grandeza propia, son algunas de las “bondades” que deja en nosotros, los humanos, la combinación de juego y lectura. Algunas veces lo olvidamos y cometemos equivocaciones pedagógicas: pensamos que el juego es solo para niños, que la lectura empieza hasta que la persona aprende al alfabeto, que la lectura y el juego no necesitan tiempos propios (tiempos de ocio que tanto valoraban los griegos antiguos), que necesitamos enseñar certidumbres, que el miedo es cosa mala, que la imaginación debe ser acotada, que el juego y la lectura necesitan producir aprendizajes tangibles e inmediatos, que deporte y juego son la misma cosa, que lectura obligada y lectura libre son intercambiables… necesitamos revisar nuestros esquemas.
Un jugador que lee entra a los acervos con hambre de sorpresas, consciente de que, en las páginas de los libros, probablemente se dará de bruces con lo incierto, probablemente será fulminado por un verso sutil o por un personaje admirable, por una gesta inimaginable o por un episodio que, casi literalmente, lo matará de risa. Tras la fulminación, el lector/jugador sabe que ahora tendrá que reconstruirse, tendrá que resurgir de las cenizas nuevo y recreado, tendrá que tomar conciencia de que ahora se conoce mejor que antes. Entonces volverá a entrar al acervo con la esperanza de encontrar en él un nuevo rayo fulminante que lo deje sin aliento para entonces…