Antes de la media noche hubo gente que murió pero, al día siguiente no murió nadie. El hecho por absolutamente contrario a las normas de vida, causó en los espíritus una perturbación enorme, baste recordar que no existe noticia en los cuarenta volúmenes de la historia universal de que pasara un día completo sin que se produjera un fallecimiento por enfermedad, una caída mortal, un suicidio, nada de nada.
Como si la vieja Átrapos, de regaño amenazador, hubiera decidido envainar la tijera durante un día. Sangre, sin embargo, hubo. Los bomberos extraían cuerpos humanos que deberían estar bien muertos pero que se mantenían vivos a pesar de los pronósticos médicos. Y lo que sucedía aquí sucedía en todo el país.
La tarde ya estaba muy avanzada cuando comenzó a circular el rumor de que desde la entrada del nuevo año, más exactamente desde las cero horas no había constancia de que se hubiera producido en el país fallecimiento alguno.
Es un auténtico misterio que habiéndose producido tantos accidentes en la carretera, no haya ni un muerto para muestra.
Los reporteros llamaron a los hospitales, a la Cruz Roja, a la morgue, a las funerarias a las policías … y la respuesta era, No hay muertos.
Una joven reportera entrevistó a un transeunte. Estaba sonando la media noche, dijo, cuando mi abuelo, que parecía a punto de expirar abrió los ojos de repente, antes de que sonase la última campanada, somo si se hubiera arrepentido del paso que iba a dar, y no murió. El fenómeno empezó a ser llamado, por algunos graciosos: La Huelga de la muerte.
Cuando la noche ya iba avanzada, el jefe de gobierno ratificaba que no se había registrado ninguna defunción en todo el país desde el inicio del año nuevo. Para interpretar el fenómeno recordaba que no debía excluirse la posibilidad de una alteración cósmica accidental, de una conjunción excepcional de coincidencias intrusas en la ecuación espacio-tiempo. En su comunicado el primer ministro dijo: Aceptamos el reto de la inmortalidad del cuerpo, si esa es la voluntad de dios, a quien agradecemos por siempre que haya escogido al buen pueblo de este país como su instrumento.
Casi inmediatamente el cardenal le telefoneó para replicarle que sin muerte no hay resurrección, y sin resurrección no hay iglesia. Y no se olvide, señor primer ministro, que fuera de las fronteras de nuestro país se sigue muriendo con toda normalidad, y eso es una buena señal, Cuestión de punto de vista, eminencia, tal vez fuera nos estén mirando como un oasis, un jardín, un nuevo paraíso, O un infierno, le replicó el cardenal. Buenas noches, eminencia.
Con el paso de los días y viendo que en realidad no moría nadie…los pesimistas y los escépticos se fueron uniendo para salir a la calle y proclamar, y gritar, que, ahora sí la vida era bella.
Pero como era de esperar, la primeras y formales reclamaciones llegaron de las empresas del negocio de las funerarias, brutalmente desprovistas de su materia prima. Y ahora, ¿qué será de nosotros?, decían, ante la perspectiva de una catastrófica quiebra, sin excepción. Después de una asamblea aprobaron un documento que adoptaba la única propuesta constructiva: que el gobierno decida declarar obligatorios los entierros o la incineración de todos los animales domésticos que fenezcan y que tal entierro o incineración sean obligatoriamente realizados por la industria funeraria.
A su vez los directores y administradores de los hospitales afirmaban que el proceso rotativo de enfermos entrados, enfermos curados y enfermos muertos había sufrido un cortocircuito o sea un embotellamiento como el de los coches, debido a la permanencia indefinida de un número cada vez mayor de internados. El ministro de sanidad propuso que los enfermos terminales, que no morirían, fueran entregados a los cuidados de las familias.
Los hogares para la tercera y cuarta edad, esas benefactoras instituciones creadas en atención a la tranquilidad de las familias que no tienen tiempo ni paciencia para limpiar los mocos, atender los esfínteres fatigados y levantarse de noche para poner la bacinilla, tampoco tardaron, tal como lo hicieron los hospitales y las funerarias en pensar en su suerte. El destino que se les presenta es que no haya nadie que nos recoja cuando llegue la hora de bajar los brazos. Y el gobierno propuso que la familia reasumiera sus obligaciones, porque, con el paso del tiempo no sólo habría más personas de edad en los hogares del feliz ocaso, sino que también sería necesario cada vez más gente para ocuparse de ellos.
El presidente de la federación de las compañías de seguros informó que en los últimos días estaban entrando, en las empresas, un número incontenible de órdenes de cancelación inmediata de las pólizas de seguros de vida, porque era absurdo, por no decir estúpido, seguir pagando unas primas altísimas. Desesperadamente, las compañías propusieron una nueva cláusula en que quedaría establecida la edad de los ochenta años para muerte obligatoria, obviamente en sentido figurado. Así, el octagenario, virtualmente muerto, cobraría íntegro el seguro.
José Saramago, 2005,
Las intermitencias de la muerte, Alfaguara