La preocupación enfocada a resolver problemas de salud ha acompañado al hombre desde principios de nuestra existencia. No es raro entonces encontrar vestigios que históricamente trataban de preservar conocimientos curativos, que fueron adquiridos a base de muchas experiencias que en la época precientífica seguramente representaron un incalculable valor, por lo arduo, laborioso, complicado y difícil en su adquisición.
Las primeras “instrucciones médicas” de las que tenemos conocimiento actualmente se imprimieron en unas tablillas de Sumeria, que fue una región que formó parte de la Mesopotamia antigua (zona regada por los ríos Tigris y Éufrates, en el Medio Oriente) y cuya cultura se considera actualmente como la más antigua de las civilizaciones del mundo. En un cálculo que se aproxima de 2100 a 2200 años antes de nuestra era, se han traducido recetas que explican, en una especie de planchas hechas a base de barro, distintas formas de curar, como la siguiente: “Después de aplicar aceite en la herida, el caparazón de una tortuga es quemado y triturado para friccionarlo en el paciente. Se le aplica cerveza buena sobre la herida y se lava después con agua. A continuación se tritura madera de abeto y se cubre con ella la zona lesionada”. Es curioso que este procedimiento no se acompañe de invocaciones, exhortaciones mágicas o plegarias religiosas. Casi podríamos afirmar que en su contenido sobresalen conceptos racionales, que incluyen, al recomendar el hecho de lavar la herida, algo bastante evolucionado desde el punto de vista lógico y tomando en cuenta nuestros conocimientos actuales de los procesos infecciosos, que son consecuencia de una mala higiene en un trauma abierto. De todos modos, existen muchas dudas sobre medicamentos empleados, pues dichas placas no se han podido traducir en su totalidad.
Posteriormente Babilonia, antigua ciudad también de Mesopotamia, creció hasta conformar un gran imperio, bajo el gobierno del rey Hammurabi, en el siglo XVIII antes de nuestra era. Al margen de haber constituido un importante centro religioso, político, científico y cultural, su trascendencia histórica radica en un conjunto de leyes inscritas en un monolito cilíndrico, es decir, una piedra de diorita (roca volcánica negra) donde se escribieron las leyes más antiguas que conocemos. Para la medicina, esta estructura de 2.25 metros de altura por 55 centímetros de diámetro es trascendente, pues aborda las disposiciones legales a las que los médicos debían sujetarse. No solamente marcaban con puntualidad los honorarios que se cobrarían por un servicio, sino también los castigos por las malas prácticas que iban desde una especie de pagos para indemnizar a cualquier individuo afectado hasta la amputación de las manos.
Realmente no se sabe hasta qué grado estos castigos fueron aplicados, pero la actividad médica era sujeta a un escrutinio bastante rígido, lo que indica claramente que aquellos individuos que se encargaban de sanar o curar de ninguna manera podían ser ineptos, incompetentes, torpes o inexpertos.
De ahí surgió la necesidad de tener manuales que pudiesen ser consultados no solamente para diagnosticar las enfermedades, sino también para tratarlas. Efectivamente, ante la primitiva concepción de los padecimientos y sus causas, surgieron conjuros, plegarias, evocaciones y seguramente hasta rezos que acompañaron la aplicación de fórmulas y recetas con elementos obtenidos de la naturaleza como plantas, partes o productos de animales, sustancias como sales y hasta elementos humanos (como la ingestión de leche materna).
Dando un salto en el tiempo, los documentos que llaman la atención más allá de las tablas de arcilla en que se imprimieron conocimientos de medicina o la talla en piedras, nos encontraremos con los conocidos papiros elaborados por los egipcios, de los cuales sobresale el de Ebers, conocido con ese apelativo en honor al egiptólogo alemán Georg Moritz Ebers (1837-1898), aunque no fue el que lo descubrió. La historia es particularmente interesante, pues en una excavación de una momia en Luxor, otro egiptólogo llamado Edwin Smith (1822-1906) fue quien halló este documento en 1862. Conociendo el valor, se lo mostró a Ebers, quien de inmediato se lo compró, llevando a cabo de inmediato su traducción y divulgación.
Edwin Smith se quedó con otro papiro que trató de traducir, pero jamás lo divulgó. Al fallecer, su hija recibió como herencia este valioso manuscrito, y a su vez generosamente lo donó a la Sociedad de Historia de Nueva York, pasando a ser un papiro conocido como el de Edwin Smith.
En estos dos importantes escritos se puede saber cómo era concebida la enfermedad en la antigüedad y cómo se buscaba preservar la salud. En efecto, el hecho de que a medida que pasó el tiempo hasta ahora supuestamente los aspectos médicos han cambiado en una forma sustancial, parece increíble que todavía exista un grupo poblacional que crea en la influencia de los astros sobre la existencia de un ser; que creamos en el bombardeo de imágenes y mensajes erróneos mercadotécnicamente manipulados sobre las enfermedades y que busquemos adquirir con prontitud lo que ilusoriamente la televisión nos vende, sin razón. La diferencia entre un habitante de la antigua Sumeria y un individuo sentado frente al televisor me hace ver más primitivo a este último.
Pero lo más impactante de este fenómeno es la falta de lectura de textos médicos, que incluso se da entre los profesionales de la salud. Probablemente esto obedece a la impresionante cantidad de información científica que se genera a cada momento y que convierte en algo muy práctico recurrir a la literatura en revistas o incluso en la internet. Pero se ha perdido algo de magia cuando uno ve a los actuales estudiantes que, ya sin libros en las manos, cargan sus computadoras portátiles o incluso sus “memorias USB” (Puerto Serial Universal, por las siglas en inglés).
El 23 de abril se conmemora el Día Internacional del Libro. Independientemente de pensar quién es mi autor favorito, el libro que más influencia ha tenido en mi vida, el que me ha gustado más o incluso aquel que se quedó abandonado sin que haya abierto ni siquiera la primera página, cavilé en lo que ha significado este invento que difícilmente puede ser sustituido por otro de más trascendencia en la civilización.
Por supuesto, ahora no puedo tomar como referencia asistencial a mis extraordinarios dos tomos de Patología Interna de Collet, que, escritos en 1951, me llegaron a maravillar en su momento. Pero como acertadamente se describe en su prefacio: “Los (nuevos) descubrimientos no resistirán con igual éxito la prueba del tiempo y algunas de las teorías que actualmente nos apasionan quizá algún día hagan sonreír a nuestros jóvenes lectores si, llegados ya a viejos médicos, releen estas páginas”.
Ahora no he esbozado una sonrisa por conocimientos de la medicina que han pasado de moda. Es justo rendir un homenaje a todos aquellos que, con pasión y plena conciencia de que el inexorable paso del tiempo iba a tomar un derrotero totalmente distinto en la profesión, definitivamente nos indicaron el camino más correcto para poder expresar con dignidad el ser médico y haberse formado principalmente con hermosos, magníficos, excelentes y divinos libros, que jamás podrán ser sustituidos, pese a la modernidad.