Enrique Peña Nieto fue electo presidente de la República a través de la compra masiva de votos y excediendo con creces el tope oficial de gasto de campaña para un candidato presidencial; anteriormente, cuando se desempeñó como gobernador del estado de México (2005-2011), había mostrado excesos de autoritarismo (represión en Atenco); connivencia en el caso de la muerte de la niña Paulette; encubrimiento de su mecenas Arturo Montiel Rojas, quien fue reiteradamente señalado de enriquecimiento ilícito por Roberto Madrazo Pintado en las elecciones internas del PRI de 2006, y de efectuar gastos anticipados de campaña al contratar espacios publicitario por cientos de millones de pesos con Televisa. La unción presidencial no le dio legitimidad a Peña Nieto; menos aun la criminalización de la protesta social, la ineficacia para combatir al crimen organizado ni las reformas constitucionales por él impulsadas en los dos años de su gestión presidencial.
La frontera entre organizaciones criminales y administración pública se desdibujó; el uso legítimo de la fuerza ya no es monopolio estatal; se erosionó la autoridad del Poder Ejecutivo en la toma de decisiones; los altos índices de criminalidad y corrupción evidencian la ineficacia de las instituciones avocadas a la procuración e impartición de justicia; por estos considerandos, el Estado mexicano es considerado como fallido, y también como responsable de las desapariciones forzadas y las detenciones arbitrarias de los que hacen valer su derecho constitucional de manifestación pacífica. Es inadmisible e incomprensible que la señora Ángeles Pineda de Abarca, presunta responsable de los crímenes de Iguala de 2013 y 2014, esté arraigada, y 11 ciudadanos que se manifestaron pacíficamente en la ciudad de México el pasado 20 de noviembre estén recluidos en cárceles de alta seguridad.
Intimidante e infortunada fue la expresión presidencial de vincular la omisión de su declaración patrimonial con un complot desestabilizador. Peña Nieto, como cualquier funcionario público federal, está obligado a declarar su patrimonio, así como el de su familia; además, él se comprometió a hacerlo público ante notario el 30 de marzo de 2012; sin embargo, en su declaración patrimonial del 15 de enero de 2013 omitió señalar el valor de sus bienes inmuebles, la forma en que fueron adquiridos y su ubicación, sus ingresos por inversiones financieras e ingreso laboral y, lo más grave aún: no incluyó en su declaración patrimonial el inmueble en que vivía (la casita blanca de Sierra Gorda No. 150). La famosa casita blanca es propiedad del constructor de cabecera de Peña Nieto, el mismo que como gobernador del estado de México le facturó 35 mil millones de pesos (mmp) y como presidente apenas le ha facturado 22 mmp (acueducto Monterrey, hangar presidencial), además de ser el ganador de la licitación para construir el tren rápido México-Querétaro. Este evidente conflicto de intereses fue trivializado por Peña Nieto, y lo que es una obligación fue asumida como un acto de valentía y generosidad; el presidente de la República debe transparentar los ingresos de la nación y los propios, y no se ha demostrado el acto de compra venta de la casita blanca: no hay contrato protocolizado ante notario público, no hay exhibición de cheques o transferencias bancarias que acrediten la compra; tampoco sabemos cuánto nos costará la cancelación de la licitación del tren México-Querétaro. Mucho ayudaría a la estabilidad política que se transparentara el ejercicio de la hacienda pública, que hubiera congruencia entre las acciones gubernamentales y el Plan Nacional de Desarrollo, que se procurara justicia, se castigara a los criminales, se liberara a los presos políticos y que no se criminalizara la protesta social.