El hombre que empuña un arma durante la caza la esgrimirá también contra su prójimo durante una de las invenciones masculinas por excelencia: la guerra. Como lo dejó bien asentado Margared Mead1, la guerra no es una necesidad biológica, sino una invención cultural como cualquier otra. Entendiendo por guerra un conflicto organizado de destrucción entre dos o más grupos. Existen pueblos que no conocieron la guerra, como los esquimales o los lepchas de Sikkim, en el Himalaya oriental. Pero esto no significa que sean pueblos sin violencia. Los esquimales, dice Margared Mead, no forman un pueblo dulce y manso: muchos de ellos son turbulentos y pendencieros. Peleas, robos de mujeres, asesinatos y canibalismo ocurren entre ellos; todos los estallidos de hombres apasionados por el deseo o las circunstancias intolerables… Cuando un esquimal errante entra en un caserío puede pelear con el hombre más fuerte del lugar para afirmar su posición entre los residentes, pero esta es una prueba de fuerza y de coraje, no una guerra.
La violencia humana, en lo que a la guerra se refiere, comprende desde un combate cuerpo a cuerpo con instrumentos rudimentarios, que puede poner en peligro la existencia de una aldea en medio de la selva, hasta la utilización de la bomba atómica, que pone en peligro la existencia misma de la especie humana sobre la tierra. La bomba lanzada en Hiroshima coloca a la humanidad, por primera vez en la historia, ante la posibilidad de desaparecer como especie.
Roger Caillois intentó una tipología de los conflictos bélicos a lo largo de la historia e hizo la siguiente distinción: En primer lugar la guerra de sociedades poco diferenciadas que hace luchar a tribus con medios e instituciones rudimentarias; en seguida la guerra de las sociedades feudales o jerárquicas, que aparece como la función de una aristocracia especializada; luego la guerra imperial, que se produce cuando una nación de cohesión y cultura más complejas extiende por la fuerza su dominación sobre los pueblos que la rodean y los incluye en un conjunto organizado; finalmente, la guerra nacional, que opone los recursos materiales y humanos de Estados poderosos2.
La guerra primitiva, dice Caillois, está emparentada con la caza: el enemigo es una presa a la que se trata de sorprender. La guerra feudal tiene algo de ceremonia y de juego: la igualdad de oportunidades se respeta cuidadosamente y se busca una victoria más simbólica que real. Al contrario, en la guerra imperial la partida no está equilibrada: más bien es la desproporción misma de los recursos y de armamento lo que define esta clase de conflicto. El mejor pertrechado absorbe al más débil; más que combatirlo, lo asimila. Su tarea a menudo es más administrativa que militar. Por último, en las guerras entre naciones, la igualdad se haya restablecida, pero cada uno de los adversarios se lanza a ella hasta el límite de sus fuerzas y trata por todos los medios de reducir al otro a pedir gracia, de manera que no hay matanza que parezca excesiva o bárbara: esta guerra se halla constituida por una sucesión de golpes inmisericordes, de los que se exige únicamente que sean eficaces.
La tipología de Roger Caillois no incluye un fenómeno relativamente reciente que fue desconocido por él. Se trata de un conflicto bélico que combina la guerra imperial y la guerra nacional y que históricamente se ubica después de la guerra fría, bajo el dominio económico, político y militar de los Estados Unidos. Estas guerras, que podríamos llamar transnacionales, están orientadas principalmente al control de los recursos petroleros en el Medio Oriente y en general a la protección de los intereses estadounidenses en el mundo entero. Noam Chomsky ha sintetizado bien sus características cuando dice: “El tercer mundo tiene que aprender que nadie puede osar levantar la cabeza. El Policía del mundo los perseguirá despiadadamente si cometen este indecible crimen”.
Pero volvamos a intentar la comprensión de la naturaleza de la violencia humana. Basado en las investigaciones de Georges Bataille y Roger Caillois sobre la importancia del exceso, el vértigo, el éxtasis, la risa, las convulsiones, las lágrimas, la fiesta, la danza y la muerte, como componentes imprescindibles de una antropología fundamental, Edgar Morin plantea que todos ellos son de origen homínido e incluso primático, y que en los hombres con cerebro grande se intensifican, crecen, convergen y compiten:
“Se observa —dice Morin— que lo que caracteriza al sapiens no es una disminución de la afectividad en beneficio de la inteligencia sino, por el contrario, una verdadera erupción psicoafectiva e incluso la aparición de la ubris, es decir, la desmesura. Esta desmesura impregnará también, desde luego, el terreno de las pasiones violentas, del asesinato, de la destrucción. A partir del hombre de Neandertal se multiplican no sólo los asesinatos, sino, con la invención de la guerra, las matanzas y carnicerías”3.
El homo sapiens, dice Morin, se haya mucho más inclinado a los excesos que sus predecesores, y su reinado viene acompañado por un desbordamiento del onirismo, el eros, la afectividad y la violencia. Entre los primates el onirismo aún sigue circunscrito al terreno del sueño, en cambio, entre los hombres, prolifera bajo la forma de fantasmas y una efervescente y creativa imaginación. Entre los primates el eros queda circunscrito al periodo del celo y en raras ocasiones escapa del marco de la sexualidad, mientras que en el hombre invade todas las estaciones del año, todas las partes del cuerpo e incluso su imaginario, llegando a impregnar sus actividades intelectuales más sublimes. Entre los animales la violencia queda circunscrita a la defensa y a la depredación en busca de subsistencia, pero en el hombre se desborda mucho más allá de sus necesidades.
Esta inclinación hacia los excesos, como característica humana, fue expuesta por Freud en su libro El malestar en la cultura, en los albores del siglo XX, un siglo que añadiría nuevas formas de horror a la violencia, formas que derivaron de un uso perverso y criminal del desarrollo tecnológico, aplicado en muchos casos al exterminio masivo:
“La verdad oculta tras de todo esto —escribió Freud— que negaríamos de buen grado, es la de que el hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si se le atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explorar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo”.4
Es decir, el hombre busca ante todo realizar sus deseos y después se pone límites. Es un ser deseante que debe limitar a los demás y auto limitarse. Debe vivir en una dialéctica entre impulso y contención para poder convivir en sociedad. Este oscuro impulso por el exceso, que en el caso de la violencia puede culminar con la muerte del otro y con la propia, tiene una explícita representación en el mito judeo-cristiano de la Creación en el fratricidio cometido por Caín contra Abel. Este homicidio mitológico es el emblema del crimen en la cultura occidental y simboliza la aparición del Mal radical sobre la tierra, que antes sólo existía bajo la forma de la desobediencia.
Notas
- Margaret Mead, La antropología y el mundo contemporáneo, Siglo veinte, Buenos Aires, 1982.
- Roger Caillois, La cuesta de la guerra, FCE, México, 1975.
- Edgar Morin, El paradigma perdido, ensayo de bioantropología, Cairos, Barcelona1996.
- Sigmund Freud, El malestar en la cultura, Alianza Editorial, Madrid, 1984.