Ella no olvida
¿Quién conoce y reconoce los atajos de la selva africana?
¿Quién sabe evitar la peligrosa cercanía de los cazadores de marfiles y otras fieras enemigas?
¿Quién reconoce las huellas propias y las ajenas?
¿Quién guarda la memoria de todas y de todos?
¿Quién emite esas señales que los humanos no sabemos escuchar ni descifrar?
¿Esas señales que alarman o ayudan o amenazan o saludan a más de 20 kilómetros de distancia?
Es ella, la elefanta mayor. La más vieja, la más sabia. La que camina a la cabeza de la manada.
La dama que atravesó tres siglos
Alice nació esclava, en 1686, y esclava vivió 116 años.
Cuando murió, en 1802, con ella murió una parte de la memoria de los africanos en América. Alice no sabía leer ni escribir, pero estaba toda llena de voces que contaban y cantaban leyendas llegadas de lejos y también historias vividas de cerca. Algunas de esas historias venían de los esclavos que ella ayudaba a fugarse.
A los noventa años, quedó ciega.
A los ciento dos, recuperó la vista:
—Fue Dios —dijo. Él no me podía fallar.
La llamaban Alice del Ferry Dunks. Al servicio de su dueño, trabajaba en el ferry que llevaba y traía pasajeros a través del río Delaware.
Cuando los pasajeros, siempre blancos, se burlaban de esta vieja viejísima, ella los dejaba varados en la otra orilla del río. Ellos la llamaban a gritos, pero no había caso. Era sorda la que había sido ciega.
Día de los pueblos indígenas
Rigoberta Menchú nació en Guatemala, cuatro siglos y medio después de la conquista de pedro de Alvarado y cinco años después de la conquista de Dwight Eisenhower.
En 1982, cuando el ejército arrasó las montañas mayas, casi toda la familia de Rigoberta fue exterminada, y fue borrada del mapa la aldea donde su ombligo había sido enterrado para que echara raíz.
10 años después, ella recibió el premio Nobel de la Paz. Y declaró:
— Recibo este premio como un homenaje al pueblo maya, aunque llegue con 500 años de demora.
Los mayas son gente de paciencia. Han sobrevivido a cinco siglos de carnicerías.
Ellos saben que el tiempo, como la araña, teje despacio.
Louise
—Quiero saber lo que saben —explicó ella.
Sus compañeros de destierro le advirtieron que esos salvajes no sabían nada más que comer carne humana:
—No saldrás viva.
Pero Louise Michel aprendió la lengua de los nativos de Nueva Caledonia y se metió en la selva y salió viva.
Ellos le contaron sus tristezas y le preguntaron por qué la habían mandado allí:
—¿Mataste a tu marido?
Y ella les contó todo lo de la Comuna:
—Ah —le dijeron. Eres una vencida. Como nosotros.
El peligro de publicar
En el año de 2004, el gobierno de Guatemala quebrantó por una vez la tradición de impunidad del poder, y oficialmente reconoció que Myrna Mack había sido asesinada por orden de la presidencia del país.
Myrna había cometido una búsqueda prohibida. A pesar de las amenazas, se había metido en las selvas y las montañas donde deambulaban, exiliados en su propio país, los indígenas que habían sobrevivido a las matanzas militares. Y había recogido sus voces.
En 1989, en un congreso de ciencias sociales, un antropólogo de los Estados Unidos se había quejado de la presión de las universidades que obligaban a producir continuamente:
—En mi país —dijo, si no publicas, estás muerto.
Y Myrna dijo:
—En mi país estás muerto si publicas.
Ella publicó.
La mataron a puñaladas.
El festejo que no fue
Los peones de los campos de la Patagonia, Argentina, se habían alzado en huelga, contra los salarios cortísimos y las jornadas larguísimas, y el ejército se ocupó de restablecer el orden.
Fusilar cansa. En esa noche del 17 de febrero de 1922, los soldados, exhaustos de tanto matar, fueron al prostíbulo del puerto San Julián, a recibir su merecida recompensa.
Pero las cinco mujeres que allí trabajaban les cerraron la puerta en las narices y los corrieron al grito de asesinos, asesinos, fuera de aquí…
Osvaldo Bayer ha guardado sus nombres. Ellas se llamaban Consuelo García, Ángela Fortunato, Amalia Rodríguez, María Juliache y Maud Foster.
Las putas. Las dignas.
Llorar
Fue en la selva, en la Amazonia ecuatoriana. Los indios shuar estaban llorando a una abuela moribunda. Lloraban sentados, a la orilla de su agonía.
—¿Por qué lloran delante de ella, si todavía está viva?
Y contestaron los que lloraban:
—Para que sepa que la queremos mucho.
Teresa
Teresa de Ávila había entrado al convento para salvarse del infierno conyugal. Más valía ser esclava de Dios que sierva de macho.
Pero san Pablo había otorgado tres derechos a las mujeres: obedecer, servir y callar. Y el representante de Su Santidad el Papa condenó a Teresa por ser fémina inquieta y andariega, desobediente y contumaz, que a título de devoción inventa malas doctrinas contra san Pablo, que mandó que las mujeres no enseñasen.
Teresa había fundado en España varios conventos donde las monjas dictaban clases y tenían autoridad, y mucho importaba la virtud y nada el linaje, y a ninguna se le exigía limpieza de sangre.
En 1576 fue denunciada ante la Inquisición porque su abuelo decía ser cristiano viejo pero era judío converso y porque sus trances místicos eran obra del Diablo metido en cuerpo de mujer.
Cuatro siglos después, Francisco Franco se apoderó del brazo derecho de Teresa, para defenderse del Diablo en su lecho de agonía. Por esas vueltas raras que da la vida, por entonces Teresa ya era santa y modelo de la mujer ibérica y sus pedazos habían sido enviados a varias iglesias de España, salvo un pie que fue a parar a Roma.