¿Qué fue el comunismo?

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La llegada del comunismo, que se erigió sobre las ruinas del Imperio ruso, fue una contingencia histórica poco probable. Fue, no obstante, tan improbable como el surgimiento original del capitalismo en Occidente o, para el caso, cualquier mutación importante en la organización del poder social. Esto no significa que la revolución bolchevique fuera un acontecimiento extraño. Las contingencias históricas suelen ser la realización de las oportunidades estructurales aún evidentes que surgen en momentos de crisis, cuando se derrumban las limitantes anteriores. La creatividad y la energía visionaria —al igual que la ceguera ante la oportunidad y el fracaso del liderazgo— son resultados de la acción humana a partir de las posibilidades y limitaciones estructurales que surgen. Todos consideran las opciones poco probables excepto, desde luego, aquellos que a posteriori serán proclamados visionarios. Lo que estos visionarios hicieron en realidad fue descubrir nuevas posibilidades en el curso de la acción y, por consiguiente, convirtieron esa posibilidad en una realidad. No todas las posibilidades, empero, se vuelven realidad. La revolución bolchevique de 1917 cerró la pequeña posibilidad de que Rusia se convirtiera en una democracia liberal. También cerró la aún mayor posibilidad de que, en ese momento, Rusia adoptara el fascismo. Lenin y su pequeño grupo de camaradas obviamente tuvieron un papel destacado en el cambio de trayectoria de Rusia y el mundo entero a partir de 1917. Pero la casualidad también opera en el sentido opuesto. No importaba tanto que los revolucionarios comunistas se apoderaran de un país como Rusia en vez de, digamos, Italia, México o incluso China.

Para poder apreciar la plataforma geopolítica y económica llamada Rusia debemos regresar en la historia a los puntos nodales que conformaron al Imperio ruso. El primero de estos puntos se encuentra en los albores de la era moderna, entre 1500 o 1550. Si consultáramos a los expertos en política contemporáneos, sin duda coincidirían en el espectacular surgimiento de nuevos imperios a través de la enorme extensión territorial entre los océanos Pacífico y Atlántico. Estos expertos imaginados difícilmente mencionarían la reforma protestante en la alejada región noroccidental de Eurasia, tal vez ni siquiera el reciente descubrimiento del continente americano. La China de la dinastía Ming sin duda era el gigante mundial de la manufactura y la demografía. Poco después de 1500, los mongoles impusieron su dominio imperial en la fragmentada India, al tiempo que los safavíes iban en ascenso en Irán, los turcos otomanos reclamaban a la fuerza la herencia del Imperio romano de Oriente, en tanto que los Habsburgo españoles ya se perfilaban como los fundadores del Imperio católico en Occidente. Para casi todos, la terrible Edad Media llegaba a su fin. Los extensos imperios aseguraban el renovado orden y la prosperidad, fortalecidos por una gama de innovaciones importantes: técnicas agrarias y artesanales más eficientes, un sistema tributario burocrático, religiones conservadoras oficiales y, no menos importante, el nuevo armamento.

Rusia se encontraba muy distante de este panorama lo cual, empero, comprobó ser una ventaja en cierto sentido. El joven Imperio de los zares estaba protegido de sus rivales más poderosos al oeste y al sur, los germanos y turcos, por su distancia geográfica. Entre tanto, las armas de fuego revirtieron el desequilibrio permanente ente las hordas nómadas y las sedentarias sociedades agrícolas. Proteger de los tártaros a los campesinos eslavos que habitaban las inmensas y fértiles tierras de las estepas le brindó a la Rusia del siglo XVI un incremento importante de mano de obra y tributos. Desde esta perspectiva, la expansión rusa sólo podía compararse con la de España. Los cosacos, soldados armados que protegían las fronteras seguidos por tropas regulares, atravesaban las estepas en dirección opuesta a los antiguos invasores nómadas. Pronto, Rusia tenía ya frontera con China.

No resulta sorprendente que, en el siglo XVI, Rusia se convirtiera en un Imperio, al igual que los imperios bélicos de su generación; lo que sí resulta sorprendente es que, en 1900, Rusia aún seguiría siendo una gran potencia en expansión. A fin de cuentas, ni China ni Irán, ni siquiera Turquía o España habían logrado conservar su condición privilegiada para ese entonces. La razón de este desmembramiento del resto obviamente se relacionaba con lo que ocurrió en Occidente durante los siglos previos. La impresionante lucha de España por la restauración del catolicismo del Imperio romano de Occidente se enfrentaba a la residencia colectiva de reinos menores, principiados, cantones de independientes y ligas mercantiles en el noroeste de Europa. Si la monarquía de los Habsburgo hubiera aplastado esta resistencia, la Reforma protestante habría pasado a la historia como una herejía más, y los príncipes y mercaderes enemigos de los Habsburgo serían considerados sediciosos señores feudales y piratas. Pero el curso real de los acontecimientos le permitió a la alianza capitalista de los estados protestantes y las redes de comerciantes cosmopolitas alcanzar un impase perfectamente armonioso. Fue este impasse militar e ideológico, más que el protestantismo en sí, lo que aseguró la sobrevivencia de los primeros estados capitalistas como los Países Bajos de Inglaterra.

Pedro el Grande lanzó una reforma absolutista en Rusia apenas un par de generaciones después del surgimiento del capitalismo en Occidente. En increíble zar Pedro quien, bajo un disfraz, trabajó como aprendiz de carpintero en los astilleros de Ámsterdam y probablemente conoció a Isaac Newton en Londres, estaba decidido a aprender de los mejores. Los Países Bajos fueron siempre el primer y gran amor de Pedro. Para apreciar el poder de este ejemplo hegemónico, cabría observar que la bandera rusa es una bandea holandesa ligeramente modificada, y los canales de Sankt Pietersburg (la grafía original holandesa) representan la ferviente creencia de Pedro de que cualquier capital moderna debe tener canales como los de Ámsterdam.

Diversos estadistas contemporáneos intentaron, a imitación de Rusia, llevar a cabo reformas similares: en Portugal, las del marqués de Pombal, las del emperador José en Austria e, incluso, las de Alexander Hamilton en Estados Unidos. El grado de éxito decrecía en relación con la lejanía del centro occidental. India, China e Irán fracasaron rotundamente y cayeron en la dependencia extranjera. La orgullosamente libertaria y aristocrática Polonia-Lituania, alguna vez el país más grande de Europa, desapareció y fue fragmentado. La gloriosa caballería de los azlachta feudales pereció en la nueva época en que las guerras eran ganadas por armas mucho más costosas, ejércitos de pie y artillerías. España fue perdiendo sus posiciones imperiales y cayó en el aislamiento, marginada por los Pirineos. Los turcos otomanos recuperan fuerzas para realizar sus reformas tanzimat un siglo después de la Rusia de Pedro, pero ya era demasiado tarde para disipar la reputación de Turquía como la “pobre enferma” de Europa. El impresionante Muhammad Ali de Albania, el jefe militar de Egipto que en los decenios de 1810 y 1840 comenzó a construir su propia armada y fundiciones para producir armas, y fue fundador de la burocracia moderna, se acerca al ejemplo de Pedro el Grande. Mas el modernizado absolutista de Egipto pronto fue detenido por los británicos, decididos a impedir el surgimiento de un poder regional en Medio Oriente, justamente donde proyectaba abrir la ruta de Suez hacia la India.

La llegada de Lenin a Rusia (1917), de Konstantín Aksiónov; tomada de https://mundo.sputnik- news.com/sociedad/201703131067561707-revoluciones-bolchevismo-rusia/

La llegada de Lenin a Rusia (1917), de Konstantín Aksiónov; tomada de https://mundo.sputnik- news.com/sociedad/201703131067561707-revoluciones-bolchevismo-rusia/

Entre los estados no occidentales, únicamente Japón, durante la Restauración Meiji posterior a 1868, logró convertirse en una fuerza importante en la geopolítica militar e industrial de la época. Esta extraña pareja, la Rusia de Pedro en un siglo y el Japón de Meiji en otro, posiblemente sugiere una clave. Ambas excepciones, tan diferentes, compartían la dualidad ideológica de un enorme orgullo nacional con una profunda inseguridad, provocada por humillantes confrontaciones sufridas a manos de las fuerzas occidentales en el pasado reciente. Esta percepción dualista de su lugar en el mundo podría representar una condición favorecedora, aunque insuficiente, porque era única de Japón y Rusia. Los asediados imperios fortalecieron su capacidad institucional y financiera para enfrentar su angustiado sentido de atraso y vulnerabilidad. Su relativa situación de aislamiento del comercio internacional y las presiones militares les permitieron hacerse de los recursos autónomos y el espacio para construir estas capacidades e involucrarse en la carrera armamentista contemporánea. No obstante, los enormes costos de la modernización imperial recaían principalmente en los campesinos, quienes debían aportar a sus estados más impuestos, mano de obra para proyectos del gobierno y reclutas para su ejército. No bastaba con coaccionar a los campesinos. Los reformadores absolutistas también tenían que disciplinar, reeducar, compensar e inspirar a sus propias elites integrándolas en masa al servicio del Estado como oficiales del ejército y burócratas.

Este patrón desarrollista se sustentaba en la intensiva centralización de la coacción y la expansión territorial que aportaba nuevos recursos, poblaciones subyugadas y glorias imperiales. La teoría común de las economías neoclásicas afirma que el constitucionalismo anglosajón y la empresa privada con derechos garantizados abrieron el camino hacia la modernidad. Pero obviamente había otra manera de permanecer en la carrera entre los principales estados contemporáneos. La estrategia coercitiva compensaba la relativa escasez de recursos capitalistas al convertir al propio Estado en su principal empresario y promover por decreto la industria y las instituciones modernas. No sorprende, pues, que los modernizadores japoneses y rusos que buscaban emular las ventajas occidentales prefirieran los ejemplos germanos. Desde la época de Pedro y Catalina la Grande, el Imperio ruso había importado decenas de aristócratas y artesanos alemanes subempleados para impulsar el desarrollo. Se trataba de una plataforma geopolítica de la que los bolcheviques de apropiaron en 1917.

 

Socialismo fortificado

 

Nadie en 1917 consideró que la Revolución rusa fuera un acontecimiento inesperado. De tiempo atrás, la nobleza rusa había padecido el espectro de los levantamientos de los siervos, decididos a vengarse de sus condiciones de virtual esclavitud. Desde los levantamientos europeos de 1848, ya se esperaba una revolución moderna. La represión de las huelgas de trabajadores industriales por los ejércitos cosacos alentaron este temor/esperanza. No menos significativo fue el crecimiento de la famosa inteliguentsia modernista, la clase media de especialistas educados que se sentían asfixiados por la antigua burocracia aristocrática y el atraso generalizado de su país. Los intelectuales se consideraban la fuerza que encabezaba una renovación trascendental. Este sentido de elevada misión se tradujo en una avalancha de estrategias subversivas: desde crear una literatura de primer orden hasta el activismo voluntario y el lanzamiento de bombas a los opresores.

Pese a ello, el Imperio lograba mantenerse con grandes dificultades e incluso registró un crecimiento industrial impresionante derivado de casi medio siglo de no perder una guerra, un detonante típico de las revoluciones. Pero el momento crítico —al igual que en otras muchas revoluciones— llegó con las vergonzosas derrotas militares, con su alto costo económico y moral, en 1905 y 1917. Los soldados se rebelaron contra sus comandantes y la policía se desintegró. El colapso de la coerción estatal liberó el largamente reprimido espectro de la rebelión: furiosas revueltas campesinas en las zonas rurales, obreros militantes ahora armados en las grandes urbes e intelectuales entusiasmados que creaban diversos partidos políticos y movimientos nacionalistas que pronto se convirtieron en gobiernos independientes en las provincias étnicas no rusas.

No sorprende que los bolcheviques tomaran el poder en medio de la debacle del orden político. Lo que resulta verdaderamente sorprendente es que continuaran en el poder años más tarde. ¿Cómo lo lograron? Antes de 1917, los bolcheviques representaban una pequeña corriente de intelectuales insurrectos. A raíz de las condiciones de ilegalidad y persecución, se generó entre ellos una estricta disciplina interna, espíritu de conspiración y vigilancia frente a la presencia permanente de espías de la policía. A diferencia de sus homólogos chinos, los bolcheviques no eran una guerrilla y prácticamente carecían de presencia fuera de las grandes urbes. A esto se debía su visión prejuiciada de los campesinos, a quienes consideraban una masa de gente sin educación a la que había que llevar un mejor futuro. Y, desde luego, la casi religiosa devoción de los bolcheviques a la causa siguió la escatológica visión de Karl Marx. No obstante, el marxismo tenía un lado poderosamente científico, lo cual los convertía en una especie peculiar y racionalista de visionarios ideológicos enamorados de la ciencia y la industria modernas.

Desde un principio, estos revolucionarios marxistas anticapitalistas y antimperialistas se prepararon para arrancarles las armas a sus enemigos: una organización militar germana, planeación industrial del Estado y líneas de producción estilo Henry Ford.

Desde el inicio, el partido bolchevique en el poder creó su propia policía secreta, la infame Cheka, que absorbió a decenas de terroristas revolucionarios, garantizando el monopolio político interno del incipiente Estado. A continuación, el Partido creo su propio Ejército Rojo. La creación de un ejército en medio de la guerra civil y la intervención militar extranjera logró más que salvaguardar el Estado bolchevique; esencialmente se convirtió en el Estado bolchevique. El fogoso y disciplinado partido de las armas también comprobó ser muy adaptable para organizar todo tipo de apoyo y estímulo moral: lograron echar a andar las industrias destruidas, requisaron comida a los campesinos pero también, con el impulso propio de intelectuales ilustrados, abrieron museos, teatros, cursos de alfabetización y universidades.

Un aspecto medular para la construcción del Estado bolchevique, sin embargo, no tenía antecedentes en un imperio políglota: las repúblicas nacionalistas que constituyeron la Unión Soviética. La guerra civil, en la que había tantos bandos, se ganó al forjar alianzas políticas y militares a través de las fronteras de nacionalidad, raza y religión. En un episodio crítico ocurrido en 1919, el contrarrevolucionario Ejército Blanco del general Anton Denikin fue derrotado por la retaguardia por soldados musulmanes chechenos, quienes se habían aliado con los bolcheviques, convencidos de que el marxismo era una forma de yihad. Tal vez los rebeldes musulmanes del Cáucaso podrían parecer políticamente ingenuos, pero los bolcheviques estaban seriamente comprometidos con el desarrollo de la periferia no rusa, aunque en sus propios términos. La policía nacional leninista institucionalizó las repúblicas nacionales, en las que los cuadros nativos tendrían la preferencia de la promoción y los recursos necesarios para construir las instituciones de las culturas étnicas modernas: las mismas escuelas y universidades, museos, estudios cinematográficos, ópera y ballet, aunque específicamente dirigidos a los nacionales no rusos.

La victoria bolchevique en la guerra civil no puede reducirse a la creación de un orden de Estado a partir del caos, aunque esto fue en sí un logro sobresaliente. Más bien la lección fue la formación de estructuras de control amplias, que dirigían la energía emocional de los millones tocados por la revolución. Estas masas de hombres y mujeres jóvenes de pronto veían ampliarse considerablemente sus horizontes de vida gracias a la educación técnica y las promociones disponibles en las nuevas instituciones soviéticas. Las oportunidades de movilidad social crecieron de manera exponencial cuando se inició la frenética construcción masiva de nuevas industrias y ciudades a principios del decenio de 1930. Pese a la brutal austeridad cotidiana, el terror político y la inhumana carga de trabajo, la industrialización y la segunda guerra mundial también propiciaron una base masiva de votantes integrada por patrióticos ciudadanos soviéticos, quienes ahora tenían asegurada una nueva identidad y estilo de vida, generados por un gigantesco Estado modernista. La demolición de las antiguas comunidades, iglesias y familias patriarcales extendidas liberó a millones de jóvenes, hombres y mujeres, quienes se integraron a una sociedad moderna mucho más amplia. En una escala totalmente diferente, el efecto era similar a la occidentalización que emprendiera Pedro el Grande en el siglo XVIII —tan celebrada en novelas y películas soviéticas. El absolutismo de Pedro logró éxito en su propia época al multiplicar las filas de la nobleza y dotar a la nueva elite con amplias oportunidades de servicio, confianza ideológica y un estilo de vida occidental. En la era soviética, los hijos de campesinos, tanto rusos como de grupos étnicos no rusos, podían aprender a operar maquinaria moderna, mudarse a departamentos construidos por el Estado con agua corriente y electricidad, adquirir nuevos relojes y radios de fabricación soviética, comer en los comedores del centro de trabajo perros calientes elaborados industrialmente, chícharos en lata, ensalada con mayonesa y helado —originalmente una importación de Estados Unidos que pronto se convirtió en algo propio y muy estimado. La industrialización dirigida por el Estado creaba una economía permanentemente sobrecalentada, de escasez constante, incluyendo la falta de mano de obra calificada. En efecto, la Unión Soviética se convirtió en una fábrica gigantesca y, por consiguiente, debía volverse también una enorme ciudad-compañía, donde el Estado era el único empleador que brindaba bienestar social de la cuna a la tumba.

A la cabeza de las transformaciones se encontraban los cuadros del partido, elegidos de entre listas especiales denominadas nomenklatura. Con el tiempo, esta palabra se convertiría en un término peyorativo para los apáticos burócratas. No obstante, las primeras generaciones constaban de comisarios jóvenes endurecidos por las batallas y gerentes al vapor imbuidos de un carisma revolucionario y un espíritu de “todo es posible”. Consideraban que la increíble fortuna histórica —y el genio de Lenin— los había impulsado a la vanguardia del progreso de la humanidad. Perder su poder político incluso temporalmente, por ejemplo con una democracia electoral, era tanto como traicionar la marcha de la historia. Muchos comentaristas e historiadores consideraban imposible reconciliar sobre bases morales las atrocidades revolucionarias de los bolcheviques y su entusiasmo ilustrado. Ambos aspectos del comunismo son hechos incontrovertibles; y es esa contradicción lo que resulta una ilusión ideológica. La Revolución rusa impuso a una capa bastante delgada de intelectuales radicales en un país enorme, predominantemente de campesinos. Estos activistas del cambio trascendental creían ardientemente en la electricidad y el progreso universal, pero también confiaban en las codiciadas pistolas y en el visionario y victorioso partido, lo cual habían aprendido en la reciente guerra civil. En síntesis, los revolucionarios rusos ganaron sus batallas al convertirse en una burocracia carismática, sin precedentes. Estos desarrollistas militantes fusionaron las instituciones ideológicas, políticas, militares y economías del siglo XX en una sola estructura dictatorial. Su punto culminante equivalía a un elevado pedestal.

Cartel celebrando la Revolución Rusa de 1917; tomado de https://mundo.sputniknews.com/rusia/201707031070451302-rusia-radicalismo-historia-golpe/

Cartel celebrando la Revolución Rusa de 1917; tomado de https://mundo.sputniknews.com/rusia/201707031070451302-rusia-radicalismo-historia-golpe/

La personalidad de Stalin era quizá tan retorcida como su sorprendente trayectoria, similar a la de un cristiano de las catacumbas devenido gran inquisidor y, posteriormente, papa renacentista. Pese a ello, la personalidad no explica los cultos al líder y las purgas en muchas situaciones en las que Stalin no podía ser el culpable directo, como fue el caso de la Yugoslavia de Tito, la China maoísta y Cuba. Consideremos también, para el caso, la campaña glasnost de Gorbachov que, entre 1985 y 1989 le costó el trabajo y, en muchos casos, la vida a casi dos tercios de la nomenklatura de la época de Brezhnev. Desde la perspectiva de las víctimas burocráticas, la democratización dictada desde Moscú significaba otra purga atroz. Darse cuenta de ello, como veremos, explica en gran medida la desesperada defensiva y las reacciones destructivas de la nomenklatura soviética que provocarían la ruina del Estado después de 1989. Todos los grandes líderes/villanos comunistas desataban periódicamente campañas de denuncia política debido a que no disponían de mecanismos de control menos burdos. Al suprimir la organización no oficial y la información, el líder supremo permanecía esencialmente ciego a lo que ocurría frente a sus narices, siempre sospechando que sus órdenes no se cumplían cabalmente.

Esta horrenda característica de los regímenes leninistas no tenía relación directa con la cultura rusa, la cultura china ni con cultura nacional alguna. Ciertamente habría horrorizado a Karl Marx, incluso al propio Lenin. El problema, empero, estaba arraigado en los orígenes geopolíticos de los estados comunistas —y, cabría agregar, en sus emuladores no marxistas en todo el tercer mundo. Estos estados revolucionarios nacieron a base de confrontaciones mortales y grandes líderes surgieron en su cúpula porque las extraordinarias movilizaciones nacionales exigían comandantes supremos militares, políticos y económicos. Su genio, entonces, parecía validado por sus grandes e improbables victorias. Napoleón Bonaparte sirvió de verdadero prototipo histórico de todos los emperadores revolucionarios del siglo XX.

Las revoluciones que captaban a estados, incluso tan grandes como Rusia, inmediatamente propiciaban rivalidades entre ellos. De ahí surge la secuencia moderna típica de revoluciones exitosas seguidas de guerra externa. Las transformaciones revolucionarias generaron confrontaciones militares con otros estados que, o bien trataban de conservar el status quo conservador o, como en el caso del Tercer Reich, intentaban rehacer el mundo a través de una guerra de conquistas y exterminio. El surgimiento de los estados comunistas en el siglo XX fue un logro notorio de las fuerzas de izquierda. Pero, dadas las terribles guerras a través de las cuales los insurgentes comunistas y de liberación nacional llegaron al poder, sus regímenes fueron opresivos y con tendencia a la institucionalidad desde sus inicios. Estos revolucionarios del siglo XX no tenían otro recurso si querían defender y consolidar sus conquistas antisistémicas. Y si es necesario encontrar un gran argumento racional para frenar el militarismo, es éste.

¿Era la Unión Soviética “realmente” socialista o más bien totalitaria? Estas abstracciones extremadamente ideológicas no resultan útiles para explicar la realidad. Era lo que era: un enorme Estado centralizado con una ideología inusual y una formidable posición militar y geopolítica lograda como resultado de su extraordinaria industrialización. La herencia geopolítica del Imperio ruso, el único fuerte en la zona semiperiférica del mundo, hizo posible la sobrevivencia del Estado. La misma herencia estructural también sugería la estrategia coercitiva encabezada por el Estado para la industrialización, basada en desposeer a los campesinos y en construir a toda costa una extraordinaria fuerza militar.

La URSS era esencialmente moderna y conscientemente modernista. Adoptó con éxito las avanzadas técnicas de poder de su época: un ejército mecanizado, industria con líneas de ensamble, grandes ciudades bien planificadas, educación masiva y bienestar social, consumo masivo estandarizado, incluyendo deportes y entretenimiento. Tras la década futurista de 1920, los bolcheviques también reciclarían como nueva cultura de masas la música clásica, el ballet y la literatura heredada de los intelectuales del Imperio. En realidad, el gobierno estalinista terminó siendo imperial en muchos aspectos. No obstante, la capacidad de la URSS de integrar sus numerosas nacionalidades durante casi tres generaciones es sin duda progresista y modernista. Los soviéticos fueron pioneros de la acción afirmativa y posteriormente comprobaron, a través del desarrollo y la inclusión amplia que sus intenciones eran serias.

Karl Marx en mural de Diego Rivera en el Palacio Nacional de México

Karl Marx en mural de Diego Rivera en el Palacio Nacional de México

En aquel momento, muchos observadores, tanto en favor como en contra del sistema, estaban de acuerdo en que estos logros modernistas basados en la planeación económica y la abolición de la propiedad privada significaban, a fin de cuentas, un socialismo. Las principales características soviéticas fueron emuladas o reinventadas por una gran variedad de gobiernos desarrollistas y nacionalistas, porque esta concentración modernista de poderes de Estado resultaba extraordinariamente exitosa durante el siglo XX. Varios antiguos imperios esperaban redimir sus humillaciones históricas y reclamar una mejor y más sólida posición en el mundo: los gobiernos comunistas de China, Yugoslavia y Vietnam, aunque también la Turquía nacionalista y, más tarde, Irán, con su peculiar ideología antisistémica del nacionalismo islámico. Incluso la pequeña y desafiante Cuba y, en el lado opuesto de la línea divisora de la guerra fría, el Estado peculiarmente organizado de Israel, se suman a la variedad de nacionalismos insurgentes que adoptaron las características del “socialismo fortificado”.

Todos estos estados enfrentaban una geopolítica hostil. Tras el periodo inicial de romanticismo revolucionario, las realidades estructurales del sistema mundial los enfrentaron a las duras elecciones políticas: espontaneidad frente a disciplina, idealistas frente a ejecutores, que inspiraban a las masas o coaccionaban a los campesinos, pureza ideológica amenazada por el peligroso aislamiento o las incómodas alianzas internacionales. Si los comunistas querían tener un papel importante en el escenario mundial, la respuesta debía ser la Realpolitik oportunista. Pese a las proclamas ideológicas, los gobiernos comunistas nunca pudieron zafarse totalmente del sistema capitalista mundial. El conflicto es uno de los vínculos más fuertes de las redes sociales, ya sea a nivel de grupos pequeños o entre estados. Los principales estados capitalistas continuaron siendo la preocupación más importante y el punto de referencia para Moscú, Alemania, antes de 1945, y Estados Unidos a partir de entonces representaron la principal amenaza política que dictaba las prioridades de la industria y la ciencia soviéticas. No obstante, occidente también continúo siendo la fuente vital para comprar maquinaria avanzada y bienes de prestigio con los ingresos obtenidos principalmente de las exportaciones de materias primas. Las antes interminables discusiones sobre cuán genuinamente no capitalistas eran los estados comunistas concluyeron cuando, a la larga, volvieron al capitalismo.

 

 

 

1 Tomado del libro Wallerstein. Immanuel y otros. (2015). ¿Tiene futuro el capitalismo? México: Siglo XXI editores.