No son raros los casos en los que, como una rutina, se soliciten en una forma indiscriminada estudios de laboratorio que no necesariamente se fundamentan en los hallazgos clínicos que los médicos debemos evaluar en cada paciente. En la práctica cotidiana percibo la solicitud recurrente de biometrías hemáticas completas, determinación de colesterol, triglicéridos, ácido úrico, urea, creatinina, lipoproteínas, examen general de orina y coproparasitoscópicos, sin una clara correlación de signos y síntomas.
Pero si bien, la búsqueda de alteraciones en una forma azarosa puede justificarse ante la duda de un problema de salud que clínicamente no tiene evidencias que se puedan percibir con facilidad, resulta una práctica muy frecuente la solicitud de un análisis denominado “reacciones febriles” que por su pobre utilidad específica en el diagnóstico de enfermedades que típicamente producen cuadros de fiebre muy elevados, en los países desarrollados ya no se utilizan; sin embargo, es de llamar la atención que en México, no solamente se continúan solicitando sino que además, se abusa de ellas sin tener una idea clara de lo que representan, así como generar un apoyo de muy poco valor diagnóstico en la determinación específica de las enfermedades febriles y una consecuente conducta de abuso en antibióticos que no son precisamente necesarios.
Se trata de un análisis indirecto que valora la respuesta de nuestro sistema inmunológico hacia tres enfermedades generadoras de temperaturas corporales elevadas que son: la fiebre tifoidea (Salmonella enterica), la brucelosis (Brucella melitensis, Brucella abortus, Brucella suis y Brucella canis) y la rickettsiosis (Rickettsia rickettsii, Rickettsia conorii y Rickettsia slovaca).
El fundamento de estas pruebas no es tan difícil de comprender. Contamos con un sistema de defensa que nos protege de agresiones externas, a través de una identificación muy precisa de lo que nos daña. Una sorprendente cualidad de nuestras defensas depende de una memoria inmunológica; es decir, nuestro sistema de protección tiene la capacidad de grabar íntimamente las características de todo aquello que nos hace daño, de manera que a la larga podremos desencadenar reacciones de resguardo antes de enfermar en la medida en la que tengamos un contacto con los elementos agresivos, que en una ocasión nos provocaron algo malo. Esta memoria se encuentra en ciertos elementos que, fuera del organismo, cuando se exponen a los microbios que en un momento nos ocasionaron enfermedad, desencadenan una reacción que se puede ver muy fácilmente en un laboratorio común y corriente, sin muchos elementos de alta tecnología. Las reacciones febriles no solamente son baratas sino que se pueden llevar a cabo en una forma fácil y rápida.
Se evalúan a través de un elemento denominado “titulación”, que es útil para poder valorar el curso de la enfermedad febril. Pero entonces se deben tomar muestras en distintos periodos, para poder comparar las variaciones en los títulos y así establecer elementos predictivos de lo que está sucediendo dentro del organismo, con una diferencia de alrededor de cuatro semanas. Con esto podemos fácilmente deducir que una prueba aislada, independientemente de que muestre títulos altos, no va a constituir un elemento diagnóstico, pues la memoria inmunológica puede dar lugar a interpretaciones erróneas. Por otro lado, si desde un punto de vista lógico, valoro a una persona con temperatura muy elevada, ataque al estado general, dolores musculares o articulares y todo ese amplio espectro de malestares que típicamente generan la sospecha de un proceso infeccioso, lo más lógico hablando en términos terapéuticos es indicar un antibiótico en una forma empírica, pues mantenerse a la expectativa de la evolución, esperando cuatro semanas para determinar si requiere o no un tratamiento con medicamentos, no solo es desatinado sino francamente insensato. Por sentido común, el hecho de brindar un tratamiento provoca la alteración en los resultados de los análisis y esto ocasiona una incertidumbre que definitivamente altera la visión diagnóstica de la enfermedad.
Nos enfrentamos entonces a un problema complejo que no se puede resolver, a través de una especie de receta de cocina, valga la expresión, que nos brinde la certeza en la identificación de una enfermedad que provoca fiebre y que si bien, en ocasiones se soluciona satisfactoriamente, puede llevar a complicaciones que culminan con la muerte. De hecho, haciendo mi rotación de campo en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, allá por 1996, vi un caso de perforación intestinal y peritonitis provocada por una salmonelosis en un indígena que tuvo la desgracia de no haber recibido un tratamiento oportuno. Para hacer diagnóstico de esta enfermedad, el mejor método es el cultivo de sangre o de médula ósea que no es rápido ni práctico, lo que convierte a este padecimiento en un verdadero reto para cualquier médico.
Otra de las clásicas enfermedades que producen fiebre es la brucelosis, también conocida como fiebre de Malta, fiebre ondulante, fiebre del Mediterráneo o enfermedad de Bang, en honor al veterinario holandés Bernhard Lauritz Frederik Bang (1848 – 1932), quien descubrió a la bacteria Brucella abortus en 1897. Se trata de una zoonosis, es decir, una enfermedad que se transmite de los animales a los hombres, por el consumo de alimentos contaminados, principalmente la leche cruda o por el estrecho contacto con ganado enfermo. Aunque tiende a limitarse por sí misma, puede volverse crónica, con fiebre alta e intermitente, crecimiento del hígado, bazo y ganglios linfáticos, donde aparecen unos nódulos granulomatosos que pueden llegar a convertirse en abscesos, pudiendo afectar articulaciones, sistema nervioso (meningobrucelosis), sangre o aparato respiratorio. Para diagnosticarla, aunque existen análisis más confiables que las reacciones febriles, como el Rosa de Bengala y la prueba de 2-Mercaptoetanol, el diagnóstico de certeza se establece a través de cultivos, que en una forma similar a la salmonelosis, no son prácticos.
Por último, la rickettsiosis es transmitida por insectos como piojos, garrapatas o pulgas. Como se trata de una enfermedad provocada por microbios intracelulares, es decir que estrictamente deben estar dentro de células, no se pueden cultivar fácilmente y se requiere de laboratorios de muy alta tecnología para poderlas aislar. Con una serie de síntomas que pueden clasificarse como floridos, provoca evidentemente fiebre, intensos dolores de cabeza, crecimiento del hígado, bazo, dolor abdominal y malestares respiratorios como tos, entre otros. El diagnóstico de laboratorio es definitivamente complicado y requiere de análisis como la Fijación de complemento, Hemaglutinación indirecta o la Inmunofluorecencia, tanto directa como indirecta, reservada para laboratorios especializados.
En conclusión, se puede afirmar que las reacciones febriles tienen un pobre valor diagnóstico, pues no pueden considerarse definitivas. Al interpretarse equivocadamente, generan un uso inadecuado de antibióticos. Si existen métodos que representan mejores opciones de identificación, se debe recurrir a ellos, privilegiando el estudio a conciencia de cada enfermo desde el punto de vista clínico; pero sobre todo, es fundamental el estudio epidemiológico, que regionalmente debe orientar a la sospecha de este grupo de enfermedades que constituyen uno de los mayores retos diagnósticos y terapéuticos en la medicina.