En la fila
Vengo a esta votación después de treinta años en los que gobiernos menos, todos se han desentendido de nosotros. Hay razones para no confiar en un Estado cuyo discurso público es un elogio perpetuo a la empresa privada y el desprecio a las funciones de maestros o médicos. Es un Estado que se somete a las “reglas” de la privatización (el mito de que lo privado es eficaz y no corrupto), que apuesta a que nos habituemos a la violencia que viene, en primer lugar, de la moneda. Tener o no tener dinero, a eso se ha reducido la idea de lo que significa habitar en estas tierras. Los mercados financieros ya no negocian con los Estados, sólo “explican” lo inevitable. Es un Estado, como dice Bourdieu, que “admite que el crecimiento máximo, la productividad y competitividad, son el único y último fin de las acciones humanas y separa radicalmente lo económico de lo social”. Protegiendo sólo la acumulación privada (hay que abandonar las conquistas sociales para garantizar los “derechos” de los inversionistas), el Estado está reducido a su función policial. Y allí también falla. Es un Estado que no incorpora en sus cálculos lo que a nosotros —los abajo firmantes— nos parece esencial: el sufrimiento que causa.
Los políticos
Creer en algo es creer en alguien. No existe el voto sin rostro o sin siquiera fantasear sobre lo que él representa para mí. Digo “fantasear” porque es lo único que se puede hacer en la fila para votar, a menos que uno atienda el teléfono o traiga a cuestas un libro. La fila no se presta más que al cívico y paciente mutismo. Los políticos se encargan de la lucha por quién y cómo se reparten las decisiones. La política es esa lucha. Nosotros elegimos a un cierto número de ellos; a los demás, los patrones, los que mandan, los poderosos, los que ponen en sus puestos comités, consejos, los patrones de los patrones. En el actual estado de cosas, los hemos visto enriquecerse a las costillas de los fondos públicos. Los políticos habitan la traición, igual que los magnates —no hay negocio sin crimen, nos enseña la historia de la mafia—, pero aun así hay quienes podrían no ser criminales.
Hoy hablamos de los gobernadores rapaces que se fugaron con el presupuesto de programas sociales, incluidos los de atención a niños con cáncer. Del intercambio de sobornos entre gobernantes y empresarios. Y de la extorsión en la compra del voto. En la venta del voto hay soborno: un intercambio desleal de cosas por boletas electorales, en un país donde de nada le han servido las urnas a los más pobres. Pero en el condicionamiento de programas sociales, de derechos, hay extorsión. El candidato se pone en el lugar del asaltante. Hace tiempo que el Instituto Electoral no funciona y apenas penaliza las inequidades con suma discrecionalidad. Estamos aquí a pesar de las autoridades. En México las leyes tienen la vocación del mito. Los ciudadanos, de héroes.
En 1919, Max Weber publicó La política como vocación. Hizo una diferencia entre dos tipos de ética entre los políticos: la de convicción —actuar bajo principios— y la de responsabilidad —la que toma en cuenta las consecuencias de su acción. Los políticos reales no se ajustan a ninguna de las dos porque, básicamente, regulan sus acciones con las leyes. Lo que hemos visto es una nueva reedición de la ley como mito: cada vez se imponen más restricciones al actuar de los gobernantes sin que nada en su actuar realmente cambie. Y es que hay muchas cosas que la opinión pública le pide a los políticos y que no son leyes: “cumplir sus promesas; no tener dietas exageradas; no gastar fondos públicos en lujos; no favorecer a compañeros de su partido o a sus amigos; que no se insulten; que no mientan; que no antepongan intereses privados al interés público; cosas que hacen y que no son delitos”. ¿Deberíamos pedir, entonces, a casi un siglo del texto de Weber, un “código de ética” para los políticos? Creo que ya existe y se llama opinión pública, ese clima que ninguna encuesta alcanza a retratar.
La boleta neoliberal
Me darán las boletas para distintas elecciones, federales y locales. En su interior bullen los colores de los partidos, pero, casi siempre, sólo se elige entre dos. La pluralidad, tan rica en la vida, en la boleta puede reducirse a un referéndum: estás de acuerdo con el estado de las cosas o no. La situación actual es del neoliberalismo. Lo representan en la boleta todos aquellos que sostienen que el desarrollo de las capacidades de los seres humanos puede alcanzarse si se les deja en libertad de competir.
Los neoliberales nacieron en París en 1938 de la angustias de dos austriacos —Lugwig von Mises y Friedrich Hayec— que veían en cualquier Estado social la posibilidad de que el nazismo y el estalinismo no propagaran. Los millonarios de Europa y Estados Unidos fundaron en 1947 la Mont Pelerin Society para apoyarlos, pues les interesaba, más que acorralar al totalitarismo, evitar regulaciones para sus inversiones, y no pagar impuestos. Lo primero que hicieron fue ocultar que el neoliberalismo era una ideología. Dijeron que era “natural”, como las fuerzas del mercado. No era ya la división entre Estado y mercado de los viejos liberales, sino la subordinación de la autoridad a los deseos empresariales, a los comités jamás electos de las corporaciones. El Estado no debe beneficiar a los que no habían tenido oportunidades en la vida, sino a quienes las tuvieron todas. ¿Por qué? Porque el éxito es natural. Entre nosotros se llaman “ganadores” y “perdedores”.
Los neoliberales piensan que tanto la escuela como la clínica de salud son barriles sin fondo llenos de los que naturalmente ya han fracasado: los perdedores, los enfermos, los viejos. Los que no pueden pagar de su bolsa su propia supervivencia no son aptos. Los neoliberales transfieren del Estado hacia los privados la conducción de la educación y la salud: son los alumnos quienes deben hacerse cargo de sí mismos —ya no se considera alguien educado a quien sabe cosas o formas de obtener ese conocimiento, sino a quien es “adaptable”— y los pacientes son en gran medida responsables de sus enfermedades. Los neoliberales no proponen un “futuro” —en el sentido de una expectativa distinta que abjure de la abominaciones del presente— sino el “cambio”; es decir, que todos nos adaptemos a los vaivenes de la finanzas, la violencia, el desorden climático. Los que no se esfuercen y esperan todo del gobierno no reconocen que son malos, estúpidos, defectuosos o, quizá, no quieren hacer el esfuerzo de triunfar.