12/09/91 **** 23:19 h
Me siento extrañamente normal. Sé por qué Hemingway necesitaba las corridas de toros, le servían para enmarcar el cuadro, le recordaban dónde estaba y lo que era. A veces nos olvidamos, mientras pagamos los recibos del gas, cambiamos el aceite, etcétera. La mayoría de la gente no está preparada para la muerte, ni la suya ni la de nadie. Les sobresalta, les aterra. Es como una gran sorpresa. Demonios, no debería serlo. Yo llevo a la muerte en el bolsillo izquierdo. A veces la saco y hablo con ella: “Hola, nena, ¿qué tal? ¿Cuándo vienes por mí? Estaré preparado.”
No hay que lamentarse por la muerte, como no hay que lamentarse por una flor que crece. Lo terrible no es la muerte, sino las vidas que la gente vive o no vive hasta su muerte. No hacen honor a sus vidas, les mean encima. Se concentran demasiado en follar, ir al cine, el dinero, la familia. Sus mentes están llenas de algodón. Se tragan a Dios sin pensar, se tragan la patria sin pensar. Muy pronto se olvidan de cómo pensar, dejan que otros piensen por ellos. Sus cerebros están rellenos de algodón. Son feos, hablan feo, caminan feo. Ponles la gran música de los siglos y no la oyen. La muerte de la mayoría de la gente es una farsa. No queda nada que pueda morir.
Una cosa que la muerte no soporta es que te rías de ella. La risa verdadera deja fuera de combate las peores expectativas. No me río desde hace tres o cuatro semanas. Algo me está comiendo vivo. Me rasco, me retuerzo, miro a mi alrededor.
Tengo que llevar el ordenador al taller. No os deleitaré con los detalles. Algún día sabré más de ordenadores. Pero ahora mismo esta máquina me tiene agarrado…
Conozco a dos editores que están muy ofendidos por la existencia de los ordenadores. Tengo dos cartas suyas, y despotrican contra el ordenador. Me sorprendió mucho la amargura de sus cartas. Y el infantilismo. Soy consciente de que el ordenador no puede escribir por mí. Si pudiera, no lo querría. Pero estos dos tipos se enrollaban demasiado. Insinuaban que el ordenador no era bueno para el espíritu. Bueno, muy pocas cosas lo son. Pero yo estoy a favor de la comodidad; si puedo escribir el doble y la calidad es la misma, entonces prefiero el ordenador. Cuando escribo vuelo, enciendo fuegos. Cuando escribo saco a la muerte de mi bolsillo izquierdo, la lanzo contra la pared y la agarro cuando rebota.
Estos tíos piensan que tienes que pasarte la vida en la cruz, y sangrando, para tener alma. Te quieren medio loco, babeándote la camisa. Yo ya me he cansado de la cruz, tengo el depósito hasta arriba. Si puedo seguir bajado de la cruz, me queda combustible de sobra para continuar. Demasiado combustible. Que se suban ellos a la cruz, les daré me enhorabuena. Pero el dolor no crea la escritura; la crea un escritor.
En cualquier caso, a llevar esto al taller, y cuando esos dos editores vean mi obra escrita a máquina otra vez, pensarán: “Ah, Bukowski ha recuperado el alma. Esto se lee mucho mejor.”
Ah, bueno, ¿qué sería de nuestros editores? O mejor aún, ¿qué sería de ellos sin nosotros?
22/11/91 **** 12:26 h
Bueno, mi 71o año ha sido una año terriblemente productivo. Es probable que haya escrito más palabras este año que en cualquier otro año de mi vida. Y aunque el escritor es tan mal juez de su propia obra, sigo pensando que mi escritura es tan buena como siempre; quiero decir, tan buena como la que he producido en mis mejores momentos. Este ordenador que empecé a utilizar el 18 de enero ha tenido mucho que ver con ello. Es sencillamente más fácil registrar las palabras, se transfieren más rápidamente desde el cerebro (o dondequiera que salga esto) a los dedos, y de los dedos a la pantalla, donde se hacen visibles inmediatamente; nítidas y claras. No es la velocidad en sí misma, sino cómo todo va fluyendo: un río de palabras, y si las palabras son buenas, las dejas correr con soltura. Se acabó el papel de carbón, se acabó el tener que volver a teclear los textos. Yo solía necesitar una noche para hacer el trabajo, y luego la siguiente para corregir los errores y los descuidos de la noche anterior. Las faltas de ortografía, los errores de tiempos verbales, etcétera, se pueden corregir ahora en el texto original, sin tener que volver a teclearlo todo, ni insertar fragmentos ni tachar cosas. A nadie le gusta leer un texto emborronado, ni siquiera al autor. Ya sé que todo esto debe sonar a tiquismiquis o a exceso de cuidado, pero no lo es; lo que hace es permitir que la fuerza o la suerte que puedas haber engendrado salga claramente a la superficie. Es un gran adelanto, la verdad, y si es así como se pierde el alma, me apunto ahora mismo.
Ha habido momentos malos. Recuerdo que una noche después de teclear durante cuatro horas largas o así. Sentí que había tenido una asombrosa racha de suerte, y de repente —le di a alguna techa— hubo un fogonazo de luz azul y muchas páginas que llevaba escritas se esfumaron. Lo intenté todo para recuperarlas. Pero sencillamente habían desaparecido. Sí, lo tenía puesto en “Guardar todo”, pero no sirvió de nada. Aquello me había pasado otras veces, pero no con tantas páginas. Y podéis creerme: es una sensación infernal y horrible, cuando las páginas se desvanecen. Ahora que lo pienso, he perdido tres o cuatro páginas de mi novela en otras ocasiones. Un capítulo entero. Lo que hice esa vez fue simplemente volver a escribir todo el maldito capítulo. Cuando haces eso, pierdes algo, pequeñas brillanteces que ya no recuperas, pero también ganas algo, porque mientras reescribes te saltas algunas partes que no te convencían del todo, y añades otras partes que son mejores. ¿Y entonces? Bueno, en esos casos la noche se alarga mucho. Los pájaros empiezan a cantar. Tu mujer y los gatos creen que te has vuelto loco.