El 24 de abril de 1929 Albert Einstein recibió un lacónico telegrama del rabino Herbert Goldstein de la Sinagoga Institucional de Nueva York. “¿Cree usted en Dios?” decía el mensaje.
No era la primera vez que el mundo orillaba a Einstein a expresar sus opiniones acerca de la religión. Al parecer, sus teorías de la relatividad tenían una facilidad innata para pisarles los callos a algunas personas con creencias religiosas. El cardenal de Boston había dicho públicamente que la teoría general de la relatividad “ocultaba al espantoso espectro del ateísmo” y producía “una duda universal acerca de Dios y su Creación” [citado en R. W. Clark, Einstein: The life and Times, p. 502]. Einstein provenía de una familia judía no practicante: sus padres no iban a la sinagoga, no se privaban de jamón y otros productos de cerdo, no exigían que los animales se mataran según el ritual y no tenían el menor empacho en comer carne y productos lácteos en el mismo plato. Albert iba a una escuela católica. Tan no practicantes eran sus padres, que cuando a los once años Albert se interesó en el catolicismo y sus rituales, ni se inmutaron, el arrebato religioso no le duró mucho al niño, escribe Einstein en sus Notas Autobiográficas.
Así, pese a ser hijo de padres nada religiosos, caí en una profunda devoción, la cual, sin embargo, se cortó de tajo cuando cumplí doce años. Leyendo libros de divulgación de la ciencia no tardé en convencerme de que muchas de las historias de la Biblia no podían ser verdad. El resultado fue una orgía de librepensamiento verdaderamente fanática, acompañada de la impresión de que el estado engaña a la juventud con mentiras [Autobiographical Notes, en T. Ferris (comp.), The World Treasury of physics, Astronomy, and Mathematics, p. 578].
Einstein mencionaba a Dios constantemente en sus comentarios y eso ha hecho pensar a algunas personas que era religioso en el sentido habitual. Pero religión para Einstein no quería decir lo mismo que para el común de los mortales.
No puedo concebir un dios que recompensa y castiga a sus criaturas ni que tiene una voluntad como la nuestra. Tampoco puedo, ni querría, concebir la idea de que un individuo sobreviva a su propia muerte; que las almas débiles, por miedo o absurdo egoísmo, acaricien estos pensamientos. A mí me bastan el misterio de le eternidad de la vida y la conciencia, y aunque sea un atisbo de la maravillosa estructura del mundo, junto con la entrega a la tarea de comprender una porción, aunque sea minúscula, de la Razón que se manifiesta en la naturaleza [Ideas and Opinions, p. 11].
Cuando el rabino Goldstein le preguntó si creía en Dios, Einstein contestó: “Creo en el dios de Spinoza, que se manifiesta en el orden y la armonía de todo lo que existe, no en un dios que se ocupa del destino y las acciones de las personas” [citado en R. W. Clark, Einstein: The life and Times, p. 502]. Spinoza fue un filósofo holandés que vivió en el siglo XVII. La comunidad judía de Amsterdam, de la cual formaba parte, lo excomulgó a los veinticuatro años porque el joven no podía aceptar la teología judía ortodoxa. Para mantenerse, Spinoza se dedicó a fabricar lentes para instrumentos ópticos.
Había leído a algunos sabios judíos medievales. Uno de ellos, Hasdai Crescas, decía que el universo era el cuerpo de Dios. Ya excomulgado, Spinoza leyó a Giordano Bruno, filósofo italiano que había muerto en la hoguera en 1600 por pensar, entre otras cosas, que las estrellas eran otros soles y tenían planetas habitados. Bruno decía que el mundo era todo uno. No creía en la separación del cuerpo y la mente e identificaba a Dios con la naturaleza. No es de extrañar que más tarde Spinoza utilizara la frase “Dios, es decir, la naturaleza”. El dios de Spinoza, en el que creía Einstein, era la armonía del cosmos, el hecho de que podamos descubrir orden en el universo.
Einstein reconoce que el conocimiento científico no puede servir como fundamento de la ética. La ciencia busca entender y describir lo que es, pero el conocimiento objetivo de lo que es no puede dar la pauta de lo que debería ser. Para Einstein, el papel de la religión debería consistir sólo en proporcionar fundamentos para un comportamiento ético, pero sin promesas de vida eterna ni amenazas de castigo divino. Aunque la única religión que admite Einstein para sí es la “religión cósmica” —la creencia sin demostración de que la realidad es racional y podemos entenderla por medio de la ciencia—, reconoce que las denominaciones religiosas tradicionales pueden tener una función útil.
Esclarecer [los fines más profundos de la vida] y afianzarlos en la vida emocional del individuo me parece precisamente la función más importante que tiene que desempeñar la religión en la vida social del hombre. Y si se pregunta de dónde emana la autoridad de estos fines puesto que la razón no basta para enunciarlos y justificarlos, sólo se puede contestar: existen en toda sociedad saludable como tradiciones [Ideas and Opinions, p. 42].
Einstein llama religiosa a la confianza que tiene el científico en que la realidad tiene una naturaleza racional, pero no hay que confundir lo religioso con lo sobrenatural. “Cuanto más se familiariza el individuo con la regularidad y el orden de todo lo que acontece —escribe—, más firme se hace su convicción de que no hay cabida, junto a esta regularidad, para causas de otra naturaleza” [Ideas and Opinions, p. 48]. En otras palabras, cuanto más profundamente conoce uno las explicaciones racionales de la ciencia, menos posible le parece que haya fenómenos sobrenaturales.
El deslumbramiento que produce la comprensión científica se parece mucho a una revelación religiosa y tiene el mismo fundamento psicológico:
Quien haya vivido la intensa experiencia de la [comprensión científica] sentirá una profunda veneración hacia la racionalidad que se manifiesta en la existencia. Por medio de la comprensión el individuo se sacude las cadenas de las esperanzas y deseos personales y así alcanza una actitud metal de humildad frente a la grandeza de la razón encarnada en la existencia […] En mi opinión, esta actitud […] es religiosa en el sentido más elevado de la expresión [p. 49].