La defensa de la autonomía universitaria y la Ley General de Educación Superior

En diversos estados de la República las universidades autónomas locales se quejan de que las legislaturas estatales están atentando contra el principio de autonomía. El caso más reciente se resume en un desplegado firmado por los titulares de 27 universidades públicas que denuncian que “el Congreso del Estado de Puebla ha hecho pública su intención de nombrar al titular de un órgano de control interno en la Universidad” (BUAP) y que para eso está armando una “estrategia que pretende entrometerse en la vida de la institución… y [busca] la desestabilización y el sometimiento.” (La Jornada, 25/02/2020:9).

Pero la situación es más compleja. Por un lado, ciertamente es reprobable la intención del Congreso local de nombrar al titular de un órgano interno de control en la Universidad, porque la fracción VII del artículo tercero, aunque no habla de nombramientos, otorga a las autónomas “la facultad y la responsabilidad de gobernarse a sí mismas”. Lo que significa que le compete nombrar funcionarios, incluyendo al rector o rectora, y determinar, sin condicionamiento, cuáles principios y criterios aplicar en ese proceso.

Sin embargo, llama la atención que los 27 rectores de universidades autónomas hasta ahora no hayan publicado un desplegado denunciando en iguales términos la intención —ya conocida desde octubre pasado—, de aprobar en otro Congreso más poderoso (el de la Unión), una Ley General de Educación Superior (LGES) que entre otras cosas, claramente establece principios que condicionan el nombramiento de un rector/rectora: así, demanda “la preeminencia de criterios académicos y experiencia en gestión educativa para el nombramiento de autoridades de las instituciones públicas de educación superior”, (Art. 11, fracción VII de la iniciativa de LGES ya en la Cámara de Senadores).

Más grave aún, no mencionan críticamente el propósito que manifiesta ese otro Congreso de intervenir en terrenos muy sensibles de la autonomía universitaria, como, entre otros, incorporar al empresariado como parte integral en la conducción de la educación superior; establecer reglas cuestionables para el trato a los aspirantes y estudiantes, y crear un Sistema Nacional para la Evaluación. Pronunciarse también acerca de estas otras iniciativas es necesario, además, para que se rompa el argumento de que la queja de intromisión está motivada básicamente por el rechazo a un mayor escrutinio de la gestión de los rectores.

La incorporación del empresariado (“sector productivo”) a la conducción nacional y local de la educación superior se propone en múltiples lugares de la LGES: en el Art. 15,XII se establece que el sector productivo (no se hace distinción de origen nacional) será parte integral del Sistema Nacional de Educación Superior, también del Sistema Nacional de Evaluación de la Educación Superior (Art. 54) y de la Planeación de la Educación Superior (Art.53,IV). Además, los “representantes del sector social y productivo” serán integrantes del Consejo Nacional de Participación y Vinculación en la Educación Superior (Art. 45, V).  En cada entidad federativa, los empresarios formarán parte del “Consejo Local de Participación y Vinculación” para “expresar las opiniones, intereses, propuestas y necesidades… de actores… sociales y productivos (Art. 47, I). Ahí se podrán “formular propuestas para fortalecer la vinculación de la educación superior con las comunidades sociales y los sectores productivos” (Fracción VII). Y vemos todo un esfuerzo por atraer al empresariado a tomar acuerdos (deliberar), llegar a consensos respecto de la educación superior: “las autoridades educativas promoverán la instalación de instancias colegiadas de participación como órganos de interlocución, deliberación, consulta y consenso en las que deberán formar parte las autoridades…de las comunidades académicas de las instituciones de educación superior públicas y particulares, las organizaciones sociales y los sectores productivos… (Art. 42). Por eso la insistencia en “promover su mejor articulación (de las universidades) con los sectores productivos y de servicios” (Art. 13, XV) y en “estrechar la vinculación de las instituciones… con las comunidades locales y con los sectores sociales y productivos (Art. 16, X). Ya de por sí en universidades importantes (UNAM, UAM, UdeG y otras) hay una abierta convivencia con empresas nacionales y trasnacionales donde laboratorios e investigadores públicos llevan a cabo proyectos para la industria privada. La LGES daría mayor institucionalidad a actividades que subsidian al sector productivo y que distraen del mandato social del conocimiento y la investigación escrito en sus leyes orgánicas.

La apertura de puertas al sector empresarial coincide con la idea de incorporar conceptos que no favorecen a los jóvenes y estudiantes. En este terreno, es la LGES —es decir, el Congreso de la Unión y no la institución— quien establece el marco del trato que debe darse a aspirantes y estudiantes en el terreno del ingreso y estancia en la institución. Así, el Art. 6 dice que además de “acreditar la terminación de estudios correspondiente al tipo medio superior, [para] el acceso a un programa de educación superior” el o la aspirante tendrá que cumplir con los “requisitos de admisión que establezcan las instituciones” como exámenes, calificación mínima, u otros. Incluso darse presiones para que los aspirantes que buscan una licenciatura puedan ser encaminados a otras opciones. En efecto se habla del ingreso no a la universidad sino a “programa de educación superior… de técnico superior universitario, profesional asociado… u otras opciones terminales previas a esta” (?). Dice además que en cada institución para los estudiantes deberán existir “requisitos de permanencia, tránsito y titulación, así como medidas pertinentes para fomentar la inclusión, continuidad, egreso oportuno y excelencia educativa.” Sin marco normativo nacional alguno ya antes autoridades ‘comprometidas con la calidad’ impusieron exigencias extraordinarias y sumamente conflictivas que provocaron profundas desestabilizaciones universitarias; ahora tendrán respaldo legal. Y es un Congreso, no las autónomas, quien está determinando qué normas deben existir, en qué áreas y con qué propósito y contenido general.

Finalmente, la LGES apunta a crear un Sistema Nacional de Evaluación de la Educación Superior (capítulo III), cuando la experiencia reciente (el Sistema Nacional de Evaluación capitaneado por el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación ) dejó muchas y negativas lecciones. Éstas desaconsejan lo que de entrada se propone: “mecanismos, instrumentos e instancias (¿Ceneval?) para la evaluación” a nivel nacional. El fracaso del INEE, sin embargo, mostró lo equivocado del enfoque de una evaluación centralizada y uniforme en el complejo contexto mexicano, y desechó la Ley que hablaba de una evaluación desde abajo, desde cada institución. Peor aún, esa evaluación estaría regulada por la SEP centralizada: “Artículo 54. La Secretaría emitirá el ordenamiento que regule el Sistema Nacional de Evaluación de la Educación Superior. En todo momento este Sistema respetará el carácter de las universidades e instituciones a las que la Ley otorga autonomía”. En una autonomía ya intervenida por congresos, gobiernos, empresarios, un menú de normas impuesto, el respeto de los evaluadores será mera ironía.

En conclusión, si los 27 rectores realmente pretenden “defender la autonomía de nuestras instituciones contra todos aquellos que, en busca de un poder absoluto sobre la universidad desconocen la historia…” sólo necesitan levantar la vista a un horizonte un poco más amplio. Y desde esa perspectiva pensar todos en la autonomía no como objeto de sometimiento y reducción, sino como un espacio de creación y libertad para ver las necesidades de conocimiento del país desde los y las olvidadas de siempre.

 

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